– Sí, señor -asintió Quinn-. Von Seeckt llamó al buzón de voz de Nabinger a las ocho y treinta y seis y dejó un mensaje indicándole un lugar donde encontrarse al día siguiente, es decir, esta mañana -se corrigió al ver el reloj digital de la pared.
– ¿El lugar?
– El apartamento de Phoenix -respondió Quinn.
Gullick sonrió por vez primera en veinticuatro horas.
– Así que en unas pocas horas habremos cazado a nuestros pajaritos en un nido. Excelente. Póngame en línea directa con el jefe de Nightscape en la base de Phoenix.
ZONA DE MISILES DE WHITE SANDS, NUEVO MÉXICO.
El motor de la grúa crujía como si protestase, pero la tierra cedía con el cable y, palmo a palmo, el agitador número tres iba saliendo del agujero. En cuanto quedó despejado, el operador de la grúa lo hizo girar hacia la derecha de forma que colocó el disco en la plataforma plana que aguardaba. Bajo la luz del arco de focos que se había erigido rápidamente, el coronel Dickerson comprobó que el revestimiento externo del disco no parecía haber sufrido siquiera un rasguño.
En cuanto el agitador número tres estuvo sobre el camión, Dickerson se asió a un lado de la plataforma y trepó por la cubierta de madera y luego, por el lado inclinado de la nave. Su ayudante de campo y el capitán Scheuler lo seguían. Balanceándose con cuidado, Dickerson subió lentamente hasta llegar a la escotilla que Scheuler había tirado a tres kilómetros por encima de sus cabezas.
El interior estaba oscuro y el motor desconectado. Con una linterna halógena que llevaba en el cinturón, Dickerson iluminó el interior. A pesar de haber participado en dos guerras y haber visto sangre, la escena que vio lo estremeció.
– ¡Dios mío! -musitó Scheuler, que se hallaba situado detrás del coronel.
La sangre y los restos del mayor Terrent estaban esparcidos por todo el interior. Dickerson se sentó con la espalda contra la escotilla e intentó controlar su respiración mientras Scheuler vomitaba. Dickerson había sido controlador aéreo en la avanzada durante la operación Tormenta del Desierto y había visto la destrucción causada en la autopista norte a la salida de Kuwait al final de la guerra. Pero aquello era guerra y los cuerpos eran los del enemigo. «Maldito Gullick», pensó. Dickerson asió los extremos de la escotilla y empezó a entrar.
– Vamos -ordenó a Scheuler, quien lo siguió con cautela-. Compruebe si todavía funciona. -Dickerson prefería mil veces volar con eso de regreso a Nevada que tener que cubrirlo y llevarlo por carreteras secundarias de noche.
Scheuler miró a la depresión cubierta de sangre y vísceras que había ocupado Terrent.
– Más tarde podrá darse una ducha -se forzó a decir Dickerson-. Ahora necesito saber si disponemos de energía y no tenemos tiempo para limpiar esto.
– Señor, yo…
– ¡Capitán! -lo interrumpió Dickerson con brusquedad.
– Sí, señor.
Scheuler se deslizó hacia el asiento con una expresión de horror en el rostro. Llevó sus manos al panel de control. Las luces se encendieron por un momento y, en cuanto el revestimiento de la nave se volvió transparente, se apagaron. Desde ahí podían ver las luces colocadas en el exterior.
– Tenemos energía -Scheuler constató algo obvio. Bajó la mirada hacia la palanca del control de altura y se quedó aterrado. La mano de Terrent todavía estaba asida a él y del extremo de su antebrazo pendían huesos y carne destrozados. Lanzó un chillido y volvió el rostro.
El coronel Dickerson se arrodilló y quitó aquel resto inerte. «Maldito Gullick, maldito Gullick.» Era una cantinela a la que su cerebro se aferraba para permanecer en la cordura.
– Compruebe si tiene control de vuelo -le ordenó en un tono más amable.
Scheuler tomó la palanca. El espacio se abrió bajo sus pies.
– Tenemos control de vuelo -respondió como un autómata.
– De acuerdo -dijo Dickerson-. El capitán Travers volará con usted de vuelta a Groom Lake. Una nave volará a modo de escolta. ¿Lo ha entendido, capitán?
No obtuvo respuesta.
– ¿Me ha comprendido?
– Sí, señor -dijo Scheuler con voz débil.
Dickerson salió fuera del disco y dio las órdenes apropiadas. Cuando hubo acabado se apartó de las luces y fue detrás del montículo de arena contra el que el disco había chocado. Se puso de rodillas y vomitó.
EL CUBO, ÁREA 51.
En la sala de reuniones las luces estaban bajas y Gullick permanecía completamente en la sombra. Los demás miembros de Majic12 se habían retirado para tomarse un merecido descanso o para supervisar sus propios departamentos, con excepción de Kennedy, el subdirector de operaciones de la CÍA, que se había quedado esperando a que los demás se fueran.
– Estamos sentados sobre un polvorín -empezó a decir Kennedy.
– Lo sé -dijo Gullick. Tenía la carpeta que contenía el mensaje interceptado de la doctora Duncan. Aquello confirmaba que Turcotte era un infiltrado; sin embargo, lo más importante era la amenaza de que la doctora Duncan consiguiera que el Presidente atrasara la prueba de vuelo. Eso era, simplemente, intolerable.
– Los demás no saben lo que Von Seeckt, usted y yo sabemos sobre la historia de este proyecto -continuó Kennedy.
– Llevan demasiado tiempo ya. Incluso si lo supieran sería demasiado tarde para todos -dijo Gullick-. Ya sólo el asunto de Majestic12 es suficiente para hundirlos a todos.
– Pero si descubren lo de Paperclip… -empezó a decir Kennedy.
– Nosotros heredamos Paperclip -interrumpió Gullick-.
Igual que heredamos Majic. Y la gente sabe cosas sobre Paperclip. Ya no es un gran secreto.
– Sí, pero nosotros los mantenemos en marcha -remarcó Kennedy-. Y lo que la mayoría de la gente sabe sólo es la punta del iceberg.
– Von Seeckt no sabe que Paperclip todavía funciona, y en los años cuarenta, él sólo estaba en la superficie del proyecto.
– Sabe lo de Dulce -replicó Kennedy.
– Sabe que Dulce existe y que de algún modo está conectado con nosotros, pero nunca ha tenido acceso a lo que allí ocurre -dijo Gullick-. No tiene ni idea de lo que ocurre.
El lado derecho del rostro de Gullick se contrajo y levantó una mano para aplacar el dolor que sentía en su cabeza. Incluso pensar en Dulce dolía. No quería volver a hablar de ello jamás. Había cosas más importantes que tratar. Gullick contó sus problemas con los dedos.
– Mañana o, mejor dicho, esta mañana nos encargaremos de Von Seeckt y de los otros en Phoenix. Así esta fuga quedará cerrada.
– Al amanecer tendremos el follón de White Sands limpio y las tripulaciones interrogadas y listas.
– Tenemos la reunión de las ocho con Slayden, que debe distraer la atención de la doctora Duncan durante un tiempo suficiente.
– El almirante Coakley pronto nos podrá dar noticias sobre esos cazas Fu.
– Y, por último, aunque no menos importante, por supuesto, en noventa y tres horas haremos volar la nave nodriza. Eso es lo más importante. -El general Gullick se volvió y dejó de mirar a Kennedy a fin de poner punto final a la conversación. Oyó cómo Kennedy se marchaba, luego buscó en sus bolsillos y sacó dos pastillas especiales que el doctor Cruise le había dado. Necesitaba algo que le calmara el dolor de cabeza.
ESPACIO AÉREO, SUR DE LOS ESTADOS UNIDOS.
Al comprobar las pocas fotografías que no había visto antes, el profesor Nabinger completó el vocabulario de runa superior con una o dos frases. Había fotografías desparramadas sobre los asientos a ambos lados, que estaban desocupados. Se tomó la tercera taza de café que la azafata le había llevado y sonrió satisfecho. Sin embargo, esa sonrisa desapareció rápidamente en cuanto su mente regresó al mismo problema.
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