– ¡Mayor Quinn! -gritó el general Gullick, golpeando con el puño sobre la mesa.
– ¿Sí, señor? -Quinn tragó saliva.
Gullick se puso en pie.
– Voy a tomar algo para desayunar y luego tengo que asistir a una reunión. Quiero que envíe un mensaje a todo nuestro personal de campo y también a todos los que trabajan con nosotros.
Gullick se inclinó sobre la mesa y acercó el rostro a treinta centímetros del de Quinn.
– Tenemos tres malditos días antes de hacer volar la nave nodriza. Estoy harto de oír hablar de errores, fallos y otras jodidas. Quiero respuestas y resultados. He dedicado mi vida y mi carrera a este proyecto. No voy a consentir que quede empañada o destruida por la incompetencia de otros. No quiero que se me cuestione. Nadie me debe cuestionar. ¿Ha quedado claro?
– Sí, señor.
RESERVA INDIA FORT APACHE, ARIZONA. 87 horas, 15 minutos.
– Creo que me quedaré aquí-dijo Nabinger.
Se habían detenido en una pequeña área de descanso de la autopista 60, en la altiplanicie del Colorado. Soplaba un viento fuerte del noroeste. Turcotte preparaba café instantáneo para todos en un microondas que había dentro de la camioneta, con las provisiones que había encontrado en un armario. Estaban sentados en las butacas del interior del vehículo pero con la puerta lateral abierta.
– Eso no podemos permitirlo -dijo Turcotte.
– ¡Éste es un país libre! -repuso Nabinger-. Puedo hacer lo que me parezca. Yo no planeé meterme en medio de una batalla.
– Nosotros tampoco -dio Kelly-, también nos hemos visto implicados. Aquí están ocurriendo más cosas de las que ninguno de nosotros puede adivinar.
– Yo sólo quería algunas respuestas -dijo Nabinger.
– Las tendrá -aseguró Kelly-. Pero si las quiere, tendrá que acompañarnos.
Nabinger no había reaccionado muy mal ante el hecho de haber sido prácticamente secuestrado y llevado en una camioneta. Kelly conocía a ese tipo de personas, pues había entrevistado a científicos como él. Muchas veces la conquista del conocimiento resultaba más importante que cualquier otra cosa que ocurriera alrededor, incluida la seguridad personal.
– Todo esto resulta increíble -dijo Nabinger. Miró a Von Seeckt-. Así que usted cree que este mensaje se refiere a la nave nodriza.
– Así es -asintió Von Seecht-. Creo que es un aviso para que no hagamos volar la nave nodriza. Creo que, sin duda, la «nave» es la nave nodriza y, francamente, yo me tomaría muy en serio lo de «nunca más», así como lo de «muerte a todos los seres vivientes».
– Si eso fuera cierto -razonó Nabinger-, significaría que los antiguos humanos fueron influidos por los alienígenas que abandonaron estas naves. Ello explicaría la cantidad de puntos en común en mitología y arqueología.
– Un momento -dijo Kelly-. Si esos escritos de la gran pirámide de Egipto se refieren a la nave nodriza y ésta fue abandonada en este continente, entonces seguramente habrá volado alguna vez.
– Claro que voló en algún momento -contestó Von Seeckt-. La pregunta es: ¿por qué dejaron de volar con ella? ¿Cuál es la amenaza?
– Yo tengo una pregunta mejor para ahora mismo. -Turcotte pasó una taza de café humeante a Von Seeckt-. En el avión, al salir del Área 51, me dijo que usted fue reclutado por los militares norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora el profesor Nabinger nos explica que usted estuvo con los nazis en la pirámide. Me gustaría que nos diera una explicación, ahora.
– Estoy de acuerdo -dijo Kelly.
– No creo que… -Von Seeckt se quedó callado al ver que Nabinger abría su mochila y sacaba una daga.
– Me la dio el árabe que entonces los guió por la pirámide.
Von Seeckt cogió la daga, hizo una mueca de disgusto y luego la colocó sobre la mesa. Tomó la taza con las manos nudosas y miró al inhóspito terreno de la reserva india.
– Nací en Friburgo en mil novecientos dieciocho. Es una ciudad situada al noroeste de Alemania, no muy lejos de la frontera con Francia. La época en que crecí no corrían buenos tiempos para Alemania. En los años veinte todo el mundo era pobre y estaba disgustado por la forma en que había terminado la guerra. ¿Sabían que al final de la Primera Guerra Mundial ninguna tropa extranjera había puesto pie en territorio alemán? ¿Y que todavía ocupábamos territorio francés cuando el gobierno se rindió?
– Ahórrenos la clase de historia -dijo Turcotte. Había cogido la daga y miraba los símbolos grabados en el mango. Sabía lo que eran las SS-. Eso ya lo hemos oído antes.
– Pero lo ha preguntado -repuso Von Seeckt-. Como he dicho, en los años veinte todos éramos pobres y estábamos descontentos. En los años treinta, la gente seguía descontenta puesto que llevaba mucho tiempo en la miseria. Como dice el capitán Turcotte, todos saben lo que ocurrió. Yo estudiaba física en la Universidad de Munich cuando cayó Checoslovaquia. Entonces yo era joven y tenía…, ¿cómo decirlo?, la visión miope y egocéntrica propia de la juventud. Para mí era más importante aprobar los exámenes y obtener el título que el mundo que se estaba gestando alrededor.
»Mientras estudiaba en la universidad, no sabía que me estaban espiando. Las SS habían creado ya en esa época una sección especial para controlar las cuestiones científicas. Sus comandantes informaban directamente a Himmler. Hicieron una lista de científicos y técnicos que pudieran ser de utilidad para el partido y mi nombre se encontraba en ella. Fueron a verme en el verano de mil novecientos cuarenta y uno. Había que hacer un trabajo especial, me dijeron, y yo debía colaborar. -Por primera vez, Von Seeckt apartó su mirada del desierto y miró a cada uno de los presentes, uno por uno-. Una de las ventajas de ser un viejo moribundo es que puedo decir la verdad. No voy a mentir ni gimotear, como hicieron muchos colegas míos al final de la guerra, ni diré, por lo tanto, que trabajé contra mi voluntad. Alemania era mi país y estábamos en guerra. Hice lo que consideré que era mi deber y colaboré porque así lo quise.
»La cuestión que siempre se pregunta es: ¿Y los campos de concentración? -Von Seeckt se encogió de hombros-. En un nivel superficial de la verdad diría que no sabía nada cierto sobre ellos. La verdad profunda es que no me preocupé por saberlo. Había rumores, pero no me ocupé de comprobarlos. Repito, mi interés era yo y mi trabajo. Sin embargo, esto no excusa lo ocurrido ni mi participación en la guerra. Es, simplemente, lo que ocurrió.
»Yo trabajaba cerca de Peenemünde. Los mejores trabajaban en cohetes. Yo estaba en otro grupo, haciendo un trabajo teórico con la esperanza de que se le encontrara una aplicación futura. Tenía algo que ver con la posibilidad de crear un arma atómica. Podrán obtener detalles al respecto en otras fuentes. El problema residía en que nuestro trabajo era fundamentalmente teórico, se encontraba en la fase de establecer fundamentos, y los que estaban al mando no tenían mucha paciencia. Alemania estaba luchando en dos frentes e imperaba el sentimiento de que cuanto antes terminara la guerra, mejor, y de que necesitábamos las armas en la práctica, no en teoría.
– ¿Ha dicho que trabajaba en Peenemünde? -interrumpió Kelly con un tono brusco de voz.
– Sí.
– Pero ha dicho también que no intentó saber nada sobre los campos. -Como Von Seeckt permaneció callado, Kelly continuó-: No venga ahora con mentiras. ¿Qué hay del campo de concentración Dora?
Una ráfaga de viento procedente del desierto entró en la camioneta y dejó helado a todo el grupo.
– ¿Qué era Dora? -preguntó Turcotte.
– Un campo que facilitaba trabajadores a Peenemünde -explicó Kelly-. Los prisioneros fueron tratados allí con la misma crueldad y brutalidad que en otros campos más famosos. Cuando el ejército norteamericano lo liberó, por cierto, la víspera de la muerte de Roosevelt, encontraron más de seis mil muertos. Y los supervivientes no estaban muy lejos de morir. Trabajaban para gente como él -señaló con la barbilla la espalda de Von Seeckt-. Mi padre trabajó para la OSS y estuvo en Dora. Fue enviado para obtener información sobre el destino que habían corrido algunos miembros de la OSS y del EOE que habían intentado infiltrarse en Peenemünde durante la guerra para impedir la producción de V2.
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