Paul Doherty - La caza del Diablo

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Una serie de misteriosas y macabras muertes hacen temblar los cimientos de la universidad de Oxford: varios cadáveres aparecen colgados de los árboles que rodean la universidad con unas enigmáticas notas firmadas por El Campanero. La investigación de Corbett nos adentra en el mundo universitario, ya en la Edad Media más famoso por la juerga y la diversión que por el estudio y la reflexión.

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– ¿Por qué matasteis a Maltote? -preguntó Corbett con acritud.

Levantó la mano en un gesto inocente, pero sus ojos no demostraron arrepentimiento alguno.

– Pongo a Dios por testigo: le dije a Moth que no se dejase atrapar. -Se enderezó en la silla, alisándose los pliegues del vestido. Respiró ruidosamente; sus ojos no se apartaban de los de Corbett-. Ya tenéis mi confesión, sir Hugo. ¿Qué pasará ahora, eh? El rey Eduardo no me llevará ante su estrado. Recordará los días pasados -afirmó con arrogancia- y los buenos servicios que presté a la Corona: me temo que habrá algún convento para lady Mathilda.

– Necesito beber algo de vino -interrumpió Ranulfo-. Sir Hugo, ¿una copa de clarete?

Corbett se contentaba con tener a Ranulfo fuera de la habitación.

– Sí -contestó.

– Y para mí, lacayo -espetó lady Mathilda.

Ranulfo miró a Corbett, que asintió.

– Y no os preocupéis -le gritó lady Mathilda-; ya no habrá más veneno.

Ranulfo se marchó y lady Mathilda quiso volver a levantarse.

– Señora, preferiría que siguierais sentada.

Lady Mathilda le obedeció.

– ¿Puedo recordaros, escribano, que el rey se dirige a mí como su «sobrina más leal y querida»? Por no hablar de vuestra promesa de piedad. No quiero que me detenga ese bufón de baile, sino que me llevéis a Woodstock. Me vestiré de negro y me arrojaré a los pies del rey: no olvidará a Henry y a su querida Mathilda.

Se abrió la puerta y Ranulfo regresó. Sirvió el vino. Corbett tomó un sorbo y lady Mathilda bebió con avidez mientras Ranulfo se sentó apoyando su espalda contra la puerta. Miró por encima de su copa a Corbett.

– Llevadme a Woodstock, Corbett. Me prometisteis tener compasión y ahora os compromete vuestra palabra. Repetiréis vuestra promesa delante del rey: su majestad lo comprenderá.

– ¿Y Moth? -interrumpió Ranulfo.

– Me acompañará: es mi criado -ni siquiera se molestó en volver la cabeza.

– Bullock está abajo con Moth -anunció Ranulfo-. El baile desea tener unas palabras con nosotros, dijo que era un asunto urgente.

Corbett miró a lady Mathilda. Se sintió intranquilo. El silencio y la expresión inexorable del rostro de Ranulfo le hizo poner los pelos de punta.

– Lleváoslo -afirmó lady Mathilda.

– Oh, no os preocupéis -dijo Corbett poniéndose en pie-. Ranulfo es muy especial, no se queda vigilando a cualquiera. Nos llevaremos la llave y os encerraremos dentro. -Ranulfo le miró como si estuviera a punto de protestar, pero finalmente se puso en pie, sacó la llave de la cerradura y abrió la puerta. Corbett ya tenía medio cuerpo fuera cuando se dio cuenta de su error. Ranulfo le propinó un fuerte empujón, arrojándolo con violencia al otro lado de la galería. La puerta se cerró de golpe y se escuchó cómo la cerraban por dentro con llave y la atrancaban.

– ¡Ranulfo! -Corbett se abalanzó sobre la puerta, pero los labrados de hierro no hicieron más que lastimar su hombro-. ¡Ranulfo! -gritó-. ¡Por el amor de Dios, te ordeno que abras!

Pero para los que estaban dentro de la estancia era como si Corbett se encontrara en la otra punta del mundo. Lady Mathilda se incorporó asustada. Ranulfo la empujó, obligándola a sentarse de nuevo en su silla.

– ¿No iréis a matarme, verdad? -balbuceó al ver que Ranulfo se llevaba la mano a la daga-. A una vieja dama, la querida sobrina del rey. ¿No me clavaréis esa daga?

– No, no os rajaré -replicó Ranulfo agachándose a su altura, todavía con la copa de vino entre las manos-. Quiero deciros, lady Mathilda, que no sois mujer, que no tenéis alma. Estáis llena de maldad y odio.

– Y yo brindo por vos, Ranulfo-atte-Newgate.

Le asió la copa, se la llevó a la altura de los labios y tomó un sorbo. Sus ojos se abrieron llenos de pánico mientras Ranulfo le agarró con fuerza la mano. Se levantó, le echó hacia atrás la cabeza, obligándola a tragar todavía más vino.

– Y yo, Ranulfo-atte-Newgate, brindo por vos -le siseó-. Pedisteis vino, zorra, ahora bebed un buen trago de veneno.

Ella se resistió pero Ranulfo la sujetó con fuerza.

– Matasteis a mi amigo, malvada bruja asesina. Y cuando haya acabado con vos, le tocará el turno a Moth.

Ranulfo no hizo caso de los golpes y de los gritos de Corbett al otro lado de la puerta. Sostuvo firmemente la copa, sus ojos brillaban de ira.

– Nunca confiéis en un Plantagenet -le susurró-. Bebed el veneno. Id al infierno y decidle al mismísimo Diablo que yo, Ranulfo-atte-Newgate, os envío.

Retiró la mano. Lady Mathilda dejó caer la copa en su falda, los restos de vino cayeron formando una mancha siniestra. Se puso en pie y se llevó una mano a la garganta.

– No hay nada que podáis hacer -declaró Ranulfo-. No habrá ningún monasterio acogedor esperándoos, no tenéis salida.

Aunque intentó llegar a la puerta, lady Mathilda, con las manos apretándose fuertemente el estómago, se desplomó en el suelo. Ranulfo se acercó y vio cómo sufría uno o dos espasmos. Finalmente giró la llave.

Corbett, Bullock y los demás estaban en la galería. Ranulfo se echó a un lado y los dejó entrar. Corbett se arrodilló al lado de lady Mathilda para tomarle el pulso en el cuello. Sacudió la cabeza.

– Era una prisionera del rey -afirmó Bullock por lo bajo.

– ¡No deberías haberlo hecho! -le gritó Corbett zarandeándole por los hombros.

– Me he limitado a cumplir órdenes del rey -replicó Ranulfo. Sacó un pergamino del bolsillo de su jubón y se lo entregó a Corbett-. Simón, el escribano, me entregó esto -explicó Ranulfo-. No he hecho nada que el rey no me hubiera pedido, aunque, debo confesarlo, sí que lo he hecho con gusto.

Corbett leyó el documento:

Al baile y soldados de la ciudad de Oxford y a los censores de la universidad, el rey Eduardo os envía sus saludos. Os hago saber que nuestro querido escribano de confianza, Ranulfo-atte-Newgate, tiene potestad dentro y fuera de la ciudad de Oxford para salvaguardar el bienestar de la Corona y el buen gobierno de nuestro reino. Entregado en mano, Teste me ipso,

EL REY EDUARDO.

El escrito llevaba la imprenta del Sello Real Privado. Corbett se lo entregó a Bullock.

– Pues que así sea -murmuró el baile-. Que lo que el rey desee, así se haga -le devolvió el pergamino.

Corbett cogió a Ranulfo por el hombro y le condujo fuera de la estancia.

– ¿Qué debo hacer con ella? -gritó Bullock.

– Enterradla -contestó Corbett-. Hacedlo pronto. Que el cura le dedique una misa.

– ¿Y con Moth? -Bullock se puso en pie-. Leí vuestro mensaje, mis hombres lo tienen retenido abajo.

– Llevadlo al castillo -replicó Corbett-, pero que no sufra maltrato o abuso alguno. Esperaréis a que el rey pronuncie su sentencia.

Se llevó a Ranulfo pasillo abajo.

– Ranulfo-atte-Newgate. -Corbett le miró directamente a los ojos-. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Estabas sucio, tenías hambre e ibas en un carro camino de la horca.

– No pasa ni un solo día sin que me acuerde de ello. En mi vida sólo he tenido dos amigos: uno lo encontré aquel día, el otro era el pobre Maltote. Y antes de decirme nada, sir Hugo, pensad en el pobre Maltote. Esa zorra -exclamó- había planeado pasar el resto de sus días en uno de esos acogedores monasterios. Se ha hecho justicia, no como a vos os gusta, pero, como muy bien dijo el padre Luke cuando colgó a Boso, es lo que Dios quería. Ya había matado una vez y volvería a hacerlo. ¿Acaso creéis que os habría olvidado, amo? ¿Realmente creéis que os habría dejado marchar?

Corbett asintió.

– Vamos, Ranulfo -contestó-. Vayamos a la taberna de Las Chicas Alegres, tomemos una copa de vino y brindemos por Maltote. Mañana haremos los últimos arreglos para que transporten su cuerpo, luego iremos a Woodstock y de ahí a Leighton.

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