Paul Doherty - La caza del Diablo
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– ¿Y Langton? -preguntó lady Mathilda.
– Antes de partir para Oxford -replicó Corbett-, colgué a un hombre llamado Boso. Antes de que le sentenciara a muerte le pregunté por qué había matado. Su respuesta tenía su propia y extraña lógica: «Cuando se mata una vez, la segunda y tercera y las siguientes resultan muy fáciles». Vos, lady Mathilda, tenéis mucho en común con Boso. Sois el Campanero, el vengador de todos los insultos de estos años. Ejecutasteis vuestra sentencia de muerte sobre aquellos profesores que se habían atrevido a considerar cambios en la universidad fundada por vuestro querido hermano. Al mismo tiempo, conseguiríais perturbar la conciencia al rey.
Lady Mathilda sonrió y dejó la labor a un lado.
– Hablasteis de ajedrez, sir Hugo. Siempre me gusta jugar a un buen juego: debéis visitarme algún día y jugar conmigo.
– Oh, estoy seguro de que os gusta vuestro juego -replicó Corbett-. Una vez fuisteis la espía del rey: os gusta la cuchillada y la puñalada de la intriga. De todos modos, después de devolver el libro que Ascham estaba estudiando, os sentisteis segura; al fin y al cabo, ya habíais revisado los papeles de vuestro hermano y eliminado cualquier referencia a su soror mea, parva passera. Estabais al mando de Sparrow Hall, teníais acceso a los documentos y manuscritos de las víctimas, a los venenos de Churchley y todo el tiempo del mundo para preparar vuestro complot y a la vez vuestra coartada. ¿Pensasteis alguna vez que las muertes de los pobres mendigos podrían estar conectadas con Sparrow Hall?
Lady Mathilda se limitó a esbozar una sonrisa.
– No -continuó Corbett-. Supongo que estaríais demasiado absorta en vuestros propios planes descabellados de asesinato. Quizás olvidasteis vuestro propósito inicial, dividir a los profesores de Sparrow Hall y que el colegio cerrara, de forma que pudieseis volver a reconstruirlo con el favor del rey; tal vez os acabó por interesar más el propio juego que el resultado de vuestro plan. La muerte de Langton fue simplemente para crear más pánico -continuó Corbett-. Como el Campanero, me escribisteis una carta antes de la cena y se la disteis a Langton para que la guardara. Era muy obediente y se habría creído cualquier historia que le contaseis. Le disteis instrucciones de que me la diera sólo cuando acabara la velada.
– Las cosas podrían haber salido mal -objetó lady Mathilda.
– En ese caso le habríais pedido que os la devolviera -replicó Corbett-. Era un juego pero a vos os encantaba. Aumentaría el miedo y quizá me entrara pánico, de modo que el Campanero parecería aún más siniestro y poderoso. Nos reunimos en la biblioteca. Los criados trajeron copas de vino blanco. Sabíais que iba a visitar la biblioteca después de la cena. Quizá le entregasteis a Langton la carta cuando salimos del refectorio. Yo me limité a seguir a Tripham y el resto, incluyendo mis siervos, había bebido bastante. Durante la conversación, cogisteis la copa de Langton, vertisteis el veneno y os asegurasteis que no quedara muy lejos del alcance de su mano. Langton bebió, murió y la carta fue entregada.
– ¿Es así como murió Copsale? -interrumpió Ranulfo con brusquedad-. ¿Le disteis un somnífero para que durmiera el sueño eterno?
Lady Mathilda ni se molestó en contestar a la pregunta.
– Podemos probarlo -afirmó Corbett-, pero estoy convencido de que su asesinato fue una sentencia ejecutada contra un hombre que se había atrevido a cuestionar y plantearse algunos cambios en Sparrow Hall.
Corbett estaba a punto de continuar cuando alguien llamó a la puerta. Le dio permiso a Ranulfo para que la abriera y entonces entró Tripham.
– Sir Hugo, ¿pasa algo?
– Sí y no -contestó Corbett-. Profesor Alfred, preferiría que os quedarais abajo. ¡Ah! Y si Moth regresa, entretenedle con cualquier pretexto.
Tripham estaba a punto de protestar pero Corbett levantó la mano.
– Profesor Alfred, os prometo que no tardaré mucho.
Ranulfo cerró la puerta con llave cuando aquél se marchó. Lady Mathilda hizo el ademán de levantarse, pero Corbett se lo impidió y la obligó a sentarse.
– Creo que será mejor si os quedáis donde estabais. Dios sabe lo que tendrá esta habitación: un cuchillo, una ballesta, veneno… Sparrow Hall está lleno de veneno, ¿verdad? Y no os resultó difícil acceder a los almacenes del profesor Churchley, pues, por supuesto, tenéis una llave de todas las cámaras.
– Os he escuchado, sir Hugo. -Lady Mathilda respiró hondo.
Corbett se quedó maravillado de su porte y frialdad.
– He escuchado vuestra historia, pero todavía no me habéis mostrado ninguna prueba.
– Os hablaré de ellas pronto -contestó Corbett-. Sois como todos los asesinos que me he encontrado, lady Mathilda, arrogantes, llenos de odio y desprecio hacia mí. De ahí los mensajes en tono de burla, el cuerpo corrompido de un cuervo. -La señaló con un dedo-. Pero no hicisteis más que cometer errores: como el de apartar vuestros dedos cuando intenté besaros la mano para que no notara las manchas de tinta, o el de llevaros la copa tranquilamente a la boca justo cuando Langton había muerto al ingerir el vino envenenado. Además, vos, entre todos los que viven en Sparrow Hall, erais la que parecíais menos perturbada por la muerte de Norreys.
– Es mi forma de ser, sir Hugo -interrumpió lady Mathilda.
– Oh, estoy seguro de ello. De verdad pensasteis que jamás os atraparía. En el caso de que os sintierais amenazada me habríais eliminado igual que vuestro asesino Moth mató a Maltote. ¿Y qué importaba? Cualquier excusa era buena para alimentar la rabia o las sospechas del rey. Sin embargo, tomasteis precauciones: el Campanero parecía tener los días contados, así que matasteis al profesor Appleston para que él asumiera toda la culpa. -Por primera vez el labio de lady Mathilda empezó a temblar-. En realidad no queríais hacerlo, ¿verdad? -preguntó Corbett-. Appleston era un símbolo de la grandeza de vuestro hermano, de la generosidad de su espíritu. Pero alguien tenía que parecer culpable. Así que anoche, vos y Moth le hicisteis una visita y le llevasteis una jarra de vino, del mejor clarete de Burdeos. Appleston debió de sentarse y empezó a hablar. Luego cayó en un profundo sueño y vos y Moth colocasteis un cojín sobre su cara y lo apretasteis con fuerza. Appleston, drogado, incapaz de resistirse, murió sin apenas defenderse, como el resto de las víctimas. Después, con la puerta cerrada con llave, dejasteis suficientes pruebas para que todo el mundo pensara que Appleston era el Campanero, y os retirasteis a vuestros aposentos.
– Entonces -empezó a decir lady Mathilda-, si eso pasó, ¿cómo podéis probarlo?
– Appleston se había retirado para irse a dormir. Había planeado ir a los colegios al día siguiente y dejó ropa limpia preparada. Tenía una herida en el labio; cuando le asfixiasteis con el cojín, rozasteis la costra y ésta sangró. Luego le disteis la vuelta a los cojines y colocasteis el que estaba manchado debajo del resto. Al intentar hacer que su muerte pareciese un suicidio cometisteis un error imperdonable.
– Muy astuto -alabó lady Mathilda-, pero ¿dónde está la auténtica prueba, la prueba para los jueces?
– Ya habéis oído parte de ella.
– ¡Unas cuantas manchas de sangre! -se mofó lady Mathilda-. Podéis buscar y rebuscar en lo más profundo de vuestro corazón, señor cuervo, pero no encontraréis nada sustancioso.
– Oh, todavía no he empezado -replicó Corbett mirando alrededor de la alcoba-. Os mantendré encerrada en las bodegas, lady Mathilda. Luego Bullock y yo buscaremos por toda esta habitación -sonrió a la cara de lady Mathilda-. Encontraré la prueba que necesito: plumas, tinta y pergamino. Ah, y olvidé deciros que la anacoreta de San Miguel, la que queríais haber matado -Corbett le dirigió una mirada audaz para que no detectara que estaba mintiendo-, vio a Moth entrar en la iglesia con el vino envenenado.
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