Paul Doherty - La caza del Diablo
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Lady Mathilda echó atrás la cabeza.
– Estaba demasiado oscuro. Oscuro como la noche. ¿Cómo puede alguien ver algo entre las tinieblas?
– ¿Quién dijo que la anacoreta estaba en su celda? -mintió Corbett-. Estaba justo en la entrada. Me dio una descripción que encajaba con Moth. Luego recordó -continuó Corbett implacable- haber visto a la misma persona colgando las proclamas en la puerta de la iglesia.
– ¡Estáis mintiendo!
– No, en absoluto -Corbett suspiró al haber soltado por fin aquella mentira-. Veréis, la noche que Moth fue a San Miguel, se le cayó el mazo. Magdalena, que escuchó el ruido, salió de su celda. Atisbo entre una grieta y le vio: la misma cogulla y capucha oscura, ese rostro inocente y aniñado. -Corbett se puso en pie para aliviar el calambre que le había dado en la pierna-. Os diré lo que pasará ahora, lady Mathilda. Iré ante los jueces reales y les mostraré las pruebas que os he referido. Quizá no me concedan el permiso para deteneros, pero estarán muy interesados en Moth. -Se sentó de nuevo. Ranulfo seguía observando a lady Mathilda, con la mirada fija-. Ya conocéis cómo piensa el rey -continuó Corbett-. No tendrá piedad. Moth será llevado río abajo hacia la Torre y encerrado en sus mazmorras oscuras y mohosas. Los torturadores del rey recibirán instrucciones de aplicar sus más finas artes.
– Es sordomudo -gritó lady Mathilda.
– Es un joven malicioso e inteligente -replicó Corbett- y vuestro cómplice de asesinato.
– Mató a Maltote -declaró Ranulfo dando un paso al frente-. Mató a mi amigo. Tenéis mi palabra, lady Mathilda, de que me uniré a los torturadores del rey. Le preguntarán una y otra vez hasta que Moth acepte decir la verdad.
– ¿Queréis que le pase eso a Moth? -preguntó Corbett con calma.
Ahora lady Mathilda estaba cabizbaja.
– No pensé en esto -murmuró-. No pensé en Moth. -Lady Mathilda levantó la cabeza-. ¿Qué pasará si os cuento lo que sé?
– Estoy seguro de que el rey será más comprensivo -contestó Corbett, sin prestar atención a las oscuras miradas de Ranulfo.
Lady Mathilda se arremangó. Se reclinó en la silla y se volvió para mirar las cenizas apagadas de la chimenea.
– No confiéis nunca en un príncipe, sir Hugo -empezó-. Hace cuarenta años, yo y mi hermano Henry éramos estudiantes de Oxford. Mi padre, un comerciante, pagó los servicios de un profesor y yo me uní a las clases de Henry. Pasaron los años y lo hicieron escribano de la corte real. -Sonrió levemente-. Era como vos, sir Hugo. Me fui con él. El viejo rey todavía vivía y el príncipe Eduardo y mi hermano se hicieron buenos amigos. Luego llegó la guerra civil y las amenazas de De Montfort de destruir el reino. Muchos de la corte los abandonaron para unirse a él, pero mi hermano y yo decidimos ayudarlos. Fui a Londres como la espía del rey. -Se volvió desde la silla-. Arriesgué mi vida y entregué mi cuerpo para que el rey se enterara de los secretos de sus enemigos. Escuchaba las conversaciones y recogía información, pues quién se iba a pensar que aquella bella cortesana pensaría en algo más que en el vino y los trajes de seda. Mi hermano se quedó con el rey. Era muy hábil para organizar las escapadas del príncipe y siempre estaba en medio de cualquier pelea. Cuando se terminó la guerra… -Lady Mathilda levantó la mano-. Bueno, ya conocéis al rey. Nos llenó de regalos, nos dio todo lo que queríamos: feudos, campos, granjas y tesoros. -Miró a Corbett de soslayo-. Mi hermano Henry estaba harto de tanta sangre y carnicerías. No quería pasar el resto de su vida en un feudo, cazando, pescando y atiborrándose de vino y comida. Tenía la idea de construir una universidad en Oxford, una residencia de aprendizaje. Yo hacía todo lo que él quería. Le quería, Corbett. -Miró a Ranulfo-. Tengo más pasión, pelirrojo, en mi dedo meñique que vos en todo el cuerpo.
– Continuad -se apresuró a pedirle Corbett con tal de que Ranulfo no se sintiera provocado.
– Pasaron los años -continuó Mathilda-. La universidad creció con fuerza. Mi hermano y yo nos gastamos toda nuestra fortuna. Luego Henry se puso enfermo y, cuando murió, ese hatajo de comadrejas se olvidó de él. -Su voz adoptó un tono burlón-. «No queremos esto y no queremos aquello.» «¡Vaya nombre para una universidad de Oxford!» «¿No deberíamos cambiar sus estatutos de gobierno?» Yo los observaba -añadió sin perder los nervios- y podía ver lo que pasaba por sus cabezas: tan pronto como muriera y mi cuerpo fuera enterrado en alguna tumba, empezarían a desmantelar Sparrow Hall y a reorganizarlo a su propio antojo. Le pedí ayuda al rey, pero estaba demasiado ocupado matando a los escoceses. Le pedí confirmación de la carta de fundación de mi hermano, sólo para tener un documento de alguno de sus escribanos que me asegurara que el rey se encargaría del asunto cuando volviera a Londres. -Lady Mathilda hizo una pausa y respiró con rapidez-. Pero ¿qué fue de las promesas del rey, eh, Corbett? ¿Cómo pudo olvidarse de lo que la familia Braose había hecho por él? ¡Nunca confiéis en un Plantagenet! Una tarde estaba en la biblioteca, ojeando el libro que encontrasteis en la cámara de Appleston y los recuerdos afloraron. -Sacudió la cabeza, los labios se movían sin pronunciar palabra, como si Corbett no estuviera allí.
– ¿Y decidisteis convertiros en el Campanero? -preguntó.
– Sí, pensé que despertaría los demonios del alma del rey. Entonces empecé a copiar esas proclamas. Me llevó días, pero conseguí hacer una docena y envié a Moth para que las repartiera. -Sonrió maliciosamente-. ¡Pobre chico! No entendía lo que estaba haciendo pero era el arma perfecta. Si le paraban podía hacerse pasar por un mendigo. ¿Quién sospecharía de un sordomudo? Le enseñé la marca de la campana y le di una bolsita con clavos y un mazo. -Aplaudió emocionada-. ¡Oh, me sentí tan aliviada! -Sonrió con satisfacción-. Luego escribí al rey explicándole que había un traidor en Sparrow Hall, más que no se preocupara, que yo le encontraría. -Frunció los labios-. ¡Entonces sí me prestó atención! El rey era todo oídos. Llegaron mensajeros y cartas con el sello privado para su «querida y fiel prima Mathilda». Nunca quise matar a nadie -añadió luego con detenimiento-, pero cometí un error. Quizá el rey se asustó, pero no Copsale. Estaba dispuesto a imponer como fuera sus cambios y yo no le gustaba. Todo el mundo sabía que tenía un corazón débil, por lo que nadie sospecharía de su muerte. Me colé en el almacén de las medicinas de Churchley y le di al profesor Copsale su merecido. -Se encogió de hombros-. Pensé que todo terminaría ahí -continuó con un tono de voz flemático-. De verdad que sí, pero el viejo Ascham era más listo de lo que me pensaba. Sospechaba de Appleston y de mí: empezó a soltar alusiones, a veces le sorprendía mirándome en silencio en la mesa. Tenía que morir. Fue fácil. Me colé con Moth en el jardín. Él llamó a la ventana y cuando Robert abrió, disparé el cuadrillo, lancé la nota, cerré de golpe la ventana y las contraventanas: la barra, recientemente engrasada por Moth, cayó en su lugar.
– ¿Y Passerel?
Lady Mathilda sonrió.
– Al principio no pude entender el significado de las palabras de Ascham, pero entonces me di cuenta de cómo podía utilizarlas. Me di cuenta de que Passerel podría saber algo que Ascham le hubiera contado. Nuestro administrador era un hombre menudo y nervioso y cuarenta días en una iglesia solitaria podrían ser un golpe terrible para su memoria. -Se encogió de hombros-. El resto ya lo sabéis. De veras que pensé que todo acabaría con la muerte de Appleston. -Señaló a Corbett con un dedo-. Pero, claro, vos lo cambiasteis todo: el astuto cuervo del rey, picoteando por todas partes, protegido por su guardaespaldas.
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