Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Telamón miró por encima del hombro. Antígona no había dicho ni una palabra. Permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos y el rostro pálido; movía los labios silenciosamente como si recitara una plegaria.

– No provienen del campamento -afirmó Telamón-. No creo que vengan a traernos vino y pan fresco. Los dos guardaespaldas tienen que estar muertos. Han venido a matarnos.

Las cinco figuras avanzaron, no en una carga, sino sin prisas, cuidadosamente. La brisa trajo el tintineo de las armaduras y el escalofriante roce de las sandalias en la hierba. Los cinco iban armados como los hoplitas. No llevaban capas y se movían como un solo hombre, separados por menos de un palmo. El sol brillaba en las espadas desenvainadas y en los escudos sostenidos contra los pechos.

– Son mercenarios -murmuró Alejandro-. Mirad cómo van vestidos, los anticuados yelmos, cómo llevan los escudos, ni demasiado altos ni demasiado bajos, con los cuerpos ligeramente vueltos, preparados para unir los escudos como protección ante una lluvia de flechas.

– ¡Éste no es un campo de ejercicios! -exclamó Aristandro-. Tendríamos que haber traído arcos y flechas y más guardaespaldas.

Alejandro sonrió, mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.

– Podríamos correr más rápido que ellos -sugirió Hefestión.

– Tú y yo, quizá, Telamón, sí -respondió el rey-. ¿Pero Aristandro y Antígona? En cualquier caso, Alejandro de Macedonia no escapa ante nadie.

Telamón estaba bañado en sudor, con la garganta reseca. Recordó la daga que había desenfundado en la taberna de Tebas y cómo la había clavado tan rápido, tan fácilmente en el cuerpo de aquel oficial persa. ¿Podría volver a hacer lo mismo? A pesar del miedo, estaba fascinado por la reacción de Alejandro; el rey se divertía, disfrutaba con la proximidad del combate.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Hefestión.

Los cinco hoplitas continuaban avanzando lentamente y con paso mesurado. Telamón distinguió los ojos brillantes y los rostros barbudos. Percibió el olor -sudor y cuero- y se preguntó quién los había enviado.

– Tendremos que pelear-advirtió Alejandro acercándose a las armas y desenvainando la espada con el pomo de marfil, al tiempo que recogía la capa y se la envolvía en el brazo izquierdo y Hefestión y Telamón le imitaban-. Aristandro -ordenó el monarca-, llévate a Antígona al otro lado del arroyo. Camina hacia los caballos. Si esto resulta como no debiera, ¡haz lo que puedas!

– Puedo pelear -afirmó la sacerdotisa-. Tengo una daga.

– ¡Entonces reza para que no tengas que emplearla en ti misma! -bromeó Hefestión.

Alejandro se apartó de la sombra del roble y fue hasta el pie de la colina.

– ¡Hefestión, tú a la izquierda! ¡Telamón, a la derecha! -ordenó-. Haced exactamente lo que os diga. Debemos detenerlos antes de que acaben de bajar la cuesta. Si tienen que pelear en la pendiente, se sentirán inseguros.

Alejandro avanzó con paso enérgico, la espada junto a la pierna. Telamón hizo una pausa para secarse el sudor de las manos. Empuñó la espada y siguió al rey. Alejandro escogió su posición: con el roble a la espalda. Telamón a la derecha, Hefestión a la izquierda. Esperaba con un pie adelantado y balanceando la espada atrás y adelante. Telamón miró por encima del hombro. Aristandro y Antígona habían cruzado el arroyo. Los cinco mercenarios parecían un tanto desconcertados por la confianza de Alejandro. El cabecilla se detuvo. A sus compañeros y a él les costaba mantener el equilibrio en la fuerte pendiente de la colina. Se detuvieron en una línea silenciosa. Telamón los observó por turnos. Por la manera de caminar, las armaduras abolladas, la manera de sostener los escudos, los cuerpos ligeramente vueltos y las espadas por delante, los identificó como veteranos que vendían sus servicios por todo el mar Medio.

– ¡Compañeros griegos! ¡Soldados! -gritó Alejandro-. ¿Qué asunto os trae aquí? ¿Pertenecéis al campamento.

El líder, con el penacho teñido de un color rojo sangre, se adelantó. Telamón vio su rostro barbudo y sus ojos brillantes; también entrevió una cicatriz que ya había visto antes: recordó al soldado que había estado de guardia en la entrada de la jaula de los esclavos por la mañana.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Alejandro al cabecilla-. ¿Por qué estás aquí?

– Mi nombre es Droxenius -contestó el jefe-. No pertenecemos a tu campamento. Somos de Tebas.

– ¡ Ah! -replicó Alejandro exhalando un profundo suspiro-. ¿La sangre de tus seres queridos mancha mis manos?

Droxenius asintió.

– ¿Has venido por tu cuenta o te enviaron?

– Traemos un mensaje del general Memnón.

– Ah, el renegado rodio.

– ¡Para el asesino macedonio!

– ¡Tú no eres mejor! -replicó Alejandro-. Asesinos en una calurosa tarde de primavera.

El cabecilla levantó la espada como un saludo.

– Te hemos dado un aviso, que es mucho más de lo que tú hiciste con nuestras familias en Tebas.

Telamón escuchó los gemidos y protestas de Aristandro. Tenía la sensación de estar soñando. La sombra del roble, la hierba, el canto de los pájaros, nítido y puro, la fragancia de las flores silvestres y, mezclada con ella, el hedor de la guerra, el cuero, el bronce, la sangre derramada, el choque de los metales, los gruñidos y las maldiciones de los hombres que luchaban por sus vidas… Todo aquello de lo que su padre había querido protegerlo. La capa enrollada en el brazo izquierdo le pesaba como si fuera de plomo. Se volvió de lado. Alejandro mantenía la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda; observaba a Droxenius como si lo hubiese reconocido. El capitán mercenario se había reunido otra vez con sus compañeros. Alejandro permaneció inmóvil. El hombre a la derecha de Droxenius susurró algo. El cabecilla volvió la cabeza.

– ¡Ahora! -gritó Alejandro adelantándose rápidamente.

Telamón, sorprendido, lo siguió. Los mercenarios también se movieron, pillados con la guardia baja, pero entonces Alejandro se volvió bruscamente y tiró de la capa de Telamón. El físico escapó, pegado a los talones del rey, que se detuvo a la sombra del roble, junto a la orilla del arroyo. Los mercenarios, tomados por sorpresa, también cargaron, pero la pendiente y la fuerza de la carrera los desestabilizó. Uno de ellos perdió pie y rodó por tierra, mientras que a otro se le enganchó el penacho del yelmo en las largas ramas del roble. La línea se rompió.

– ¡Ahora, Telamón! ¡Ahora, Hefestión! -gritó Alejandro-. ¡A pelear!

El rostro del monarca estaba rígido, un tanto pálido, con los ojos brillantes. Telamón no pudo más que obedecer. Alejandro y Hefestión se adelantaron seguidos por Telamón. El enemigo estaba desorganizado. Alejandro se enfrentó a su oponente y después se movió velozmente a la derecha, al tiempo que descargaba un golpe con la espada en la carne expuesta entre el yelmo y la coraza. Hefestión chocó contra el escudo de su rival con tanta fuerza que lo derribó. Con la velocidad del rayo, Hefestión clavó la espada por debajo de la falda y le abrió el bajo vientre; el mercenario soltó un alarido escalofriante y comenzó a revolcarse. Alejandro avanzó para acabar con el hombre que se había roto el tobillo en la caída y Hefestión se volvió para enfrentarse a Droxenius mientras Telamón separaba los pies, dispuesto a enfrentarse con el mercenario que se había enganchado el yelmo en las ramas del roble. El hombre se había liberado y ahora avanzaba con el escudo en alto; movía la espada como la lengua de una serpiente. Telamón intentó desesperadamente recordar las lecciones que había aprendido en el campo de ejercicios en Mieza. Alejandro había vuelto más favorable la situación, pero Telamón no se atrevió a pedirle ayuda. Hefestión golpeaba con su espada el escudo de Droxenius. Más allá del roble, Alejandro mantenía un duelo mano a mano con el mercenario caído. El oponente de Telamón era un veterano, con los cabellos, el bigote y la barba grises y el rostro moreno surcado por una multitud de cicatrices; los labios entreabiertos dejaban ver los dientes podridos. La insignia de su escudo mostraba a un bailarín de toros cretense. El mercenario movió el escudo cautelosamente, con una sonrisa de complacencia. Era consciente del nerviosismo y la poca capacidad para el combate del físico.

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