Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Alejandro ladeó la cabeza y observó atentamente a la muchacha.

– ¿Cómo te llamas?

– Casandra.

– Ah, la profetisa de las desgracias. ¿Es tu verdadero nombre?

– Es mi nombre.

– Me recuerdas un poco a Olimpia, mi madre. ¿Qué debo hacer contigo, Casandra? ¿Abofetearte por tu insolencia?

El físico contuvo la respiración. Alejandro parecía estar furioso con la muchacha.

– ¿Devolverte a la pocilga? Te diré lo que haré -contestó bajando un poco la voz-. ¡Aristandro! -exclamó por encima del hombro.

El custodio de los secretos entró apresuradamente con un pequeño cesto de mimbre en las manos. La mirada de Alejandro no se apartó ni por un instante del rostro de Casandra.

– ¡Destapa el cesto, Aristandro!

El nigromante lo destapó.

– Enseña a Casandra lo que he traído.

Aristandro le acercó el cesto. Alejandro soltó el rostro de Casandra. La muchacha cogió los objetos que había en el cesto: hebillas para el pelo con forma de saltamontes labradas en plata, un peine de marfil, un espejo de mano con el mango de oro y una jarrita con un tapón lacrado.

– Es una mezcla de olíbano y almizcle -le explicó Alejandro-. Mis regalos para ti, Casandra. No he traído nada para Telamón -añadió sonriendo a la pelirroja con una expresión displicente-. ¡Tienes una lengua muy afilada! Aristandro, ve a la pocilga. Da a cada uno de los prisioneros una pieza de plata, un poco de pan y carne en una servilleta. Se pueden lavar en el mar. Una túnica -añadió el rey, que fue contando con los dedos-, una capa, un par de sandalias y un bastón para cada uno. Diles que quedan en libertad, que pueden ir donde les plazca.

Casandra continuó mirándole con un aire de desafío. Alejandro fue a tocarla de nuevo, pero la muchacha se encogió. El rey le palmeó el hombro.

– Sé cómo te sientes. A veces, como le sucedía a mi padre, la cólera me ciega. El sacrificio será perfecto -manifestó Alejandro rebosante de energía, como si quisiera convencerse a sí mismo-. He ordenado a los alguaciles del campamento que expulsen a todos los indeseables.

Telamón, distraído, arrugó la nariz al percibir un olor acre que se colaba en la tienda.

– Lo sé -murmuró Alejandro-. Están quemando a los muertos, no sólo a aquellos que fueron asesinados. Hay enfermos en el campamento; es hora de marcharnos. En cualquier caso, Telamón, quiero recompensarte, ¿no es así, Aristandro? Iremos a comer al campo, pero sólo algunos escogidos. La señora Antígona ha aceptado ser mi agasajada. Los cocineros han estado atareados con los preparativos: vino, pato asado, frutas y pan recién cocido. Dejaremos atrás el hedor del campamento. Sólo tú, Telamón. Casandra ya ha recibido su recompensa.

El rey no estaba dispuesto a aceptar una negativa. Salió de la tienda al tiempo que hacía un ademán a Telamón para que lo siguiera.

– ¿Qué asesinatos? -susurró Casandra.

– Ya te lo explicaré cuando vuelva.

Telamón siguió al rey al exterior. Hefestión esperaba en compañía de Antígona. El rey se puso una capa militar y se tapó con la capucha.

– No quiero que adviertan mi presencia -declaró-. Los mozos nos esperan.

Abandonaron el recinto real. En la entrada, los pajes de Alejandro le ayudaron a armarse: un cinturón con una espada con la empuñadura de marfil y una daga, ambas en sus vainas de plata. Hefestión se armó de igual forma. Alejandro arrojó un cinturón con una espada al físico.

– Para que cortes leña -bromeó.

Entraron en el campamento. Ya había pasado el mediodía y la mayoría de los hombres descansaba allí donde la sombra protegía del sol ardiente. La fuerte brisa marina ayudaba a refrescar el ambiente, aunque traía con ella el repugnante olor y nubes de humo negro de las piras funerarias que ardían en los acantilados.

Alejandro avanzó rápidamente por los angostos senderos y cruzó las líneas de los centinelas para ir al bosquecillo, donde Telamón se había reunido con Aristandro a primera hora del día. Allí aguardaban los mozos con los caballos. El animal de Alejandro era un precioso bayo con los arneses con tachones de plata y una montura hecha de piel de leopardo. Hefestión montaba otro bayo con las riendas bruñidas, enjaezado con una piel de oveja blanca como la nieve. Para la señora Antígona, había un palafrén. Alejandro la ayudó a montar. Aristandro tenía lo que él llamó «un desgraciado jamelgo». A Telamón le dieron un brioso animal de dos años que Alejandro había bautizado con el nombre de Relámpago. Telamón lo miró de reojo. El caballo era hermoso, negro como la noche, con las riendas del mismo color con tachones de plata y una gruesa manta de montar roja.

– No soy un jinete.

– Es un buen caballo -replicó Alejandro ofreciéndole las riendas-. Es mi regalo para ti.

Telamón cogió las riendas y, con la ayuda de un mozo, lo montó. El animal era muy dócil y estaba bien adiestrado. Resopló y sacudió la cabeza. El físico se inclinó para palmearle el cuello.

– Así es como se hace -comentó Alejandro-. Nunca maltrates un caballo.

Hefestión estaba llamando a la escolta: dos oficiales de caballería de la brigada de los Compañeros, vestidos con una túnica gris con vivos rojos, una coraza de cuero blanco y una falda del mismo material y color. Ambos llevaban cintos rojos, que era el color del regimiento. Cada uno llevaba un yelmo boecio e iba armado con una espada y una lanza corta.

– ¿Es escolta suficiente? -preguntó Aristandro.

Alejandro lo miró por encima del hombro.

– Quiero llamar tan poco la atención como sea posible. Es suficiente -declaró montando el bayo y dando la señal de marcha.

Hefestión llevaba de la rienda a la acémila cargada con las vituallas. Alejandro y él se reían de algo que había ocurrido en el transcurso de la mañana. El rey se comportaba como si se hubiera levantado fresco como un pájaro; no se hizo referencia alguna a su enfermedad o a los ataques de pánico. Dejaron atrás el bullicio de los alrededores del campamento. Los caminos y los senderos estaban atestados con caravanas de acémilas y columnas de hombres que marchaban. Por supuesto, el rey fue reconocido; los hombres se apartaban y golpeaban los escudos con las espadas o levantaban las lanzas en un saludo. Alejandro estaba de buen humor y se detenía una y otra vez para conversar con la tropa. Cuando veía a algún conocido, lo llamaba por el nombre, le preguntaba por la familia y comentaban lo que esperaban conseguir.

Antígona arrimó su palafrén a la montura de Telamón y se quitó la capucha. Estaba preciosa, con el viento alborotándole los cabellos rojizos, los ojos brillantes y las mejillas arreboladas.

– Es muy agradable estar lejos del campamento, Telamón. Me han dicho que has estado ocupado, que el rey necesitó de tus servicios y que te has buscado una compañera.

– El rey no tenía nada que no pudieran curar unas cuantas horas de sueño profundo y sin sobresaltos -contestó Telamón.

– ¡Mirad, un buen presagio!

Hefestión señalaba hacia el cielo, donde un águila planeaba en el viento, mientras escrutaba el llano en busca de una presa. Aristandro asintió. Intentó disertar sobre por qué las águilas traían buena suerte, pero nadie le hizo mucho caso. Hefestión tenía problemas con la acémila y Alejandro le tomaba el pelo.

– Si no eres capaz de dominar a una pobre bestia, ¿cómo puedes mandar a una brigada?

Hefestión le replicó con una obscenidad. Alejandro soltó la carcajada y se volvió para señalar el panorama.

– ¡Una buena tierra! -gritó por encima del hombro-. Al menos, para la caza. Mirad cuántas variedades de árboles: olmos, robles, fresnos, laureles y abetos -manifestó señalando los bosquecillos que salpicaban la ondulada llanura de hierba-. Unos cuantos arroyos y ríos más y cualquiera diría que hemos vuelto a Macedonia.

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