Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte
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Bebió otro trago de vino. Si conseguía descubrir la identidad del traidor, su amo le recompensaría, se olvidaría de los insultos y los golpes, y quizás incluso le daría dinero para que fuera a visitar algunos de los burdeles en Sestos. Hércules se lamió los labios. Naihpat, Taphian. ¿Qué significaban? El enano sabía leer y escribir, pero, desde que Aristandro lo había sacado del teatro ambulante, la mayoría de su educación había consistido en escuchar en las puertas y ventanas de otras personas.
El gorjeo de los pájaros le molestaba. Alguna criatura se deslizó entre las hierbas, y vio fugazmente una piel. En honor a la verdad, se dijo Hércules, estoy borracho. Escuchó un sonido detrás de él, pero tardó en volverse porque estaba tapando la bota. Luego miró por encima del hombro. La red ya volaba por el aire. Cayó cubriendo al enano. Cuanto más se debatía, más se enredaba en las mallas. Hércules consiguió levantarse, pero volvió a caer. Vislumbró una sombra y gritó cuando recibió el primer garrotazo, que le aplastó la sien. Todavía gritaba cuando perdió el conocimiento. El asesino continuó descargando golpes hasta convertir el cráneo de Hércules en una masa sanguinolenta de hueso y sesos.
Casandra ató el vendaje en la muñeca de Telamón.
– No estoy de acuerdo -dijo el físico desatando el nudo-. Está demasiado apretado. Dificulta la circulación de la sangre y no permite que la herida respire. Además, si no se ha limpiado correctamente, también sellará la putrefacción en el interior. ¿Cuántas veces la cambiarías?
– Una vez cada dos días -respondió Casandra, cuyos ojos verdes mostraron una expresión divertida-. ¿Vas a decirme que está mal?
– Para un simple corte está bien, pero ¿para una herida? Yo cambiaría el vendaje, si es posible, al menos una vez al día, quizás incluso dos veces. Limpiaría la herida con una mezcla de vino fuerte, sal y miel.
A pesar de los dedos callosos, el toque de Casandra era suave. Desde su estallido contra Alejandro, Telamón había desviado amablemente la conversación hacia otros temas y la había interrogado a fondo sobre sus conocimientos de medicina.
– Has aprendido mucho. Te felicito -manifestó.
– Hubiese aprendido mucho más si Alejandro no hubiera incendiado Tebas -protestó Casandra encogiéndose de hombros-. Ahora parece que continuaremos con mi excelente educación. ¿Estás seguro de que no me quieres como tu compañera de cama?
Telamón le dio un golpecito muy cariñoso en la barbilla.
– Si respondo que sí, tú dirás que no. Si digo que no, tú pondrás el grito en el cielo.
– ¿Qué? ¿Acaso no soy bonita? No estoy diciendo que quiera serlo, pero ¿no soy bonita?
Telamón observó su rostro fuerte, limpio pero con la piel estropeada por el viento y el sol; algo pálida y con las mejillas un tanto hundidas por la desnutrición.
– Eres bien parecida -replicó-. Tendrías que comer un poco más, recuperar peso. ¿Tu familia murió en Tebas?
Casandra se tiró suavemente de la cabellera.
– No tengo familia. Cuando nací, me dejaron abandonada en la escalinata del templo de Atenea, la práctica habitual. Los guardias del templo me tomaron por la hija de un celta, posiblemente alguno de los mercenarios que contrataba la ciudad. Mi madre quizás era la hija, o la esposa, de algún respetable comerciante tebano. ¡Te vas a reír! -exclamó mirando de soslayo a Telamón-. Yo era el huevo de un cuervo colado en un nido ajeno. Si mi piel hubiese sido morena y mis cabellos oscuros, hubiese resultado más fácil de ocultar. Hay muchos hombres que no saben a ciencia cierta quiénes son sus padres, y supongo que lo mismo ocurre con muchas mujeres. Sin embargo, en una ciudad de personas de cabellos oscuros, un bebé con la piel clara y los cabellos rojos es algo que no es sencillo explicar.
– Es un milagro que no te pasara nada -opinó Telamón-. Los guardianes de los templos no son precisamente las más bondadosas de las personas.
– Tenía una lechuza apretada en mi pequeño puño -explicó la muchacha-, y otro amuleto idéntico colgado alrededor del cuello, así que los guardias sabían que había sido consagrada a Atenea; eso pasa con algunos de los bebés que abandonan. En cambio, casi todos los demás escapan en cuanto pueden.
– ¿Por qué no escapaste?
– ¿Adonde podía huir? Me consideraban un monstruo. Todo el mundo sabía, cuando… -Casandra hizo una pausa.
Telamón estaba seguro de que iba a revelarle su verdadero nombre.
– … incluso cuando iba al mercado -continuó-, los chiquillos me seguían y me gritaban cosas -confesó Casandra mientras cogía la venda y la enrollaba cuidadosamente-. En cualquier caso, me gustaba el templo. Tenía una habitación, una muda de ropa, buena comida y la gratitud de los pacientes. Disfrutaba con mi trabajo, casi nunca salía de Tebas y, de no haber sido por Alejandro, probablemente habría muerto allí, de vieja o de puro aburrimiento. ¿Qué me dices de ti, amo?
– Telamón. Mi nombre es Telamón.
– Sí, amo.
– Bien, supongo que será mejor que te lo cuente. Así no tendrás que escuchar las invenciones de Ptolomeo -manifestó Telamón exhalando un suspiro-. Mi padre era comandante de brigada en los Compañeros de a pie. Se llamaba Margolis. Era alto, con los cabellos negros como el plumaje del cuervo. Era compañero de copas de Filipo, un feroz guerrero, valiente como el que más en las batallas. Filipo envió a su hijo Alejandro a los huertos de Mieza, un paraíso rural, donde Cleito el Negro se encargaría de enseñarle instrucción militar, y recibiría la mejor educación que podía ofrecer Atenas a través de Aristóteles, el filósofo -precisó antes de hacer una pausa-. Se escogieron algunos compañeros que le acompañarían. Yo fui uno de ellos. Estuve allí durante tres años. No quería abandonar a mi madre -confesó exhalando un suspiro nostálgico-. Yo era hijo único, o al menos lo era en aquel momento. Estaba destinado a ser un erudito y un guerrero, así que la mitad de mi vida era agradable. Era un excelente estudiante. Sin embargo, cuando se trataba de las armas, de cómo manejar la daga, de la mejor manera de empuñar una lanza o arrojar la jabalina, era un inepto absoluto.
– ¿Eras un cobarde?
Telamón se rascó la barbilla.
– Sí, se podría decir que lo era. No me gustaba que me hirieran. No encontraba el menor sentido a causar heridas a otras personas. Prefería sentarme a los pies de Aristóteles y preguntarle cosas como: «¿Qué fue primero, el día o la noche? ¿Por qué el sol sale por el este y se pone por el oeste? ¿El mundo era un plato colgado entre el cielo y el infierno? ¿Quiénes eran los dioses?».
– ¿Eras bueno haciendo preguntas?
– Aristóteles decía que tenía un ojo infalible para los síntomas.
– ¿A qué se refería?
– Me hacía estudiar algo y después debía decirle lo que había aprendido con mis observaciones. ¿Por qué un grupo de árboles se inclina a la izquierda y no hacia la derecha? ¿Era esto obra del viento? ¿Se trataba de que las ramas buscaban el sol? Si un caballo galopaba de determinada manera, recogiendo las patas delanteras o volviendo la cabeza hacia un lado, ¿qué significaba? Luego preguntaba cosas de los sirvientes. ¿Por qué aquella persona ponía los ojos en blanco? ¿Qué podía deducir de las manos de aquella mujer? Yo disfrutaba muchísimo -aclaró riendo suavemente-. Aristóteles no sabía gran cosa del cuerpo humano, pero intentaba hacer creer lo contrario. Le intrigaba saber cómo fluía la sangre. ¿Era algo controlado por el cerebro, el corazón o algún otro humor corporal?
– ¿Qué pasaba con Alejandro?
– Él me protegía en el campo de ejercicios y, por mi parte, yo le ayudaba en sus estudios. Ambos leímos la Ilíada. Alejandro todavía está obsesionado con la obra -añadió con un tono desabrido-. Me encanta el poema, la forma en que los dioses se involucran en los asuntos humanos. Alejandro estaba fascinado con mi teoría de que Hornero tenía que haber sido un físico por su exactitud en la descripción de las heridas. Solíamos quedarnos levantados hasta altas horas de la noche, entretenidos en discutir las diferentes batallas. La madre de Alejandro le llenó la cabeza con la historia de que Aquiles era su antepasado y, por lo tanto, también el suyo. Alejandro comenzó a creer que él era Aquiles, un dios-hombre inmortal, el mayor de los guerreros en el mundo. A mí, por supuesto, me tocó el papel de Patroclo, el compañero y amante de Aquiles.
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