Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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CAPlTULO VIl

«Memnón, el rodio, famoso por sus dotes militares, abogaba por una política de no librar combates abiertos… mientras que, al mismo tiempo, planteaba el envío de fuerzas navales y terrestres a Macedonia y trasladar el impacto de la guerra a Europa.»

Diodoro Sículo, Biblioteca histórica, libro 17, capítulo 18

Droxenius y sus cuatro compañeros sudaban la gota gorda. Trotaban bajo el sol, cargados con las armaduras a los hombros. Ahora se detuvieron a la sombra de una higuera. Droxenius se quitó la túnica y los demás hicieron lo mismo. Movieron los cuerpos empapados para aprovechar al máximo el frescor de la brisa. Vestidos sólo con los taparrabos y calzados con las recias sandalias de marcha, las armaduras y las armas apiladas a un lado, compartieron el pan duro y el áspero vino. Droxenius se encargó de cortar el pan y le echó una pequeña cantidad de la valiosa sal con una ancha hoja a modo de salero. Levantó el trozo de pan en un saludo a sus camaradas.

– ¡Por los muertos! -murmuró.

– ¡Por los muertos! -corearon los demás.

Acabaron de comer el pan y la sal y vaciaron el pellejo de vino y lo arrojaron a un lado. Después miraron hacia el sol y escucharon con unción mientras su líder entonaba un himno de alabanza al gran conquistador y siempre victorioso Apolo. Droxenius cogió la espada y la sostuvo de manera que la hoja brillara al sol. Luego bajó el arma y miró a su alrededor, con una mirada triste.

– Si cualquiera de vosotros quiere marchar…

– Ya tienes nuestra respuesta -replicó uno de sus compañeros mientras cogía un puñado de hierba que utilizó para secarse-. ¡Victoria o muerte!

– Muy bien -replicó Droxenius sonriendo-. Vamos a reflexionar unos minutos.

Se levantó para ir hasta el límite de la sombra. La mente del capitán de los mercenarios estaba llena de recuerdos e imágenes. Los fantasmas se agrupaban a su alrededor: su bella esposa, su hermana y su hermano, las facciones rudas de su abuelo; la casa, cerca del Cadmea en Tebas, con las paredes encaladas, los patios y los huertos en flor, todo convertido ahora en una masa de cenizas y restos calcinados. Él y sus compañeros habían jurado por la tierra, el cielo, el agua y el fuego, por lo más sagrado, que vengarían la destrucción. A pesar de que la venganza era la razón de su vida, a Droxenius le resultaba difícil pensar en la muerte en un día como éste. El esplendor de la hierba que se extendía ante sus ojos, amarillenta por el sol, y la alfombra de jacintos y azafrán como un mar de pétalos azules y naranjas, los frondosos árboles, los tamariscos con sus capullos de colores vivos, los diferentes tonos verdes de los sauces y los olmos, todo evocaba recuerdos de días felices.

Uno de los compañeros se le acercó.

– Somos muy afortunados. ¿Cómo lo has sabido?

– El tirano es impetuoso -respondió Droxenius, sin volverse-. Es la única debilidad de Alejandro. Lo ha hecho antes, esto de salir a cabalgar hacia lo desconocido con un puñado de compañeros. Algunas personas dicen que es un gesto de amistad. Otros, que necesita alejarse para pensar. Da igual. Ahora se nos presenta la ocasión, nuestra gran oportunidad. Nunca tendremos otra -sentenció mirando hacia el cielo.

– ¿Qué haremos si salimos victoriosos? -preguntó el mercenario.

– Nos abriremos paso hasta la costa. Robaremos una barca o capturaremos un pesquero, y regresaremos para reclamar nuestra recompensa. No hace falta decir nada más.

Volvieron a reunirse con los demás y se prepararon para el combate. Se pusieron las túnicas y, encima de éstas, las corazas de placas de bronce. Cada uno ayudaba al otro: unían las dos mitades de la coraza, ataban los lazos, aseguraban los cierres de los hombros y abrochaban la correa que rodeaba la cintura para mantener unida toda la estructura. Se colocaron las faldas de guerra, que caían como una cortina de correas de cuero hasta las rodillas, y se ciñeron los cinturones con las espadas. Ataron bien las sandalias y se sujetaron las espinilleras de bronce acolchadas para protegerse las piernas. Luego recogieron los escudos y deslizaron los brazos por las correas, para después equilibrarlos cuidadosamente y asegurarse de que las correas aguantaban. Formaron un círculo, Droxenius tendió la mano con la palma hacia arriba y los cuatro compañeros la cubrieron con las suyas.

– Se tiene que hacer -susurró Droxenius-. ¡Así que, a por él!

Recogieron los grandes yelmos corintios con los penachos rígidos, cada uno teñido de un color diferente. Los yelmos transformaron completamente su apariencia y ahora parecían la encarnación de los dioses de la guerra. Los pesados yelmos les tapaban las orejas y gran parte de sus rostros quedaba oculta por el ancho protector de la nariz, que les llegaba hasta el labio superior. Droxenius volteó el escudo y contempló la cara de la gorgona pintada en el frente.

– Si esta cara -musitó- bastara para convertir a mis enemigos en piedra…

Desenvainó la espada. Los demás hicieron lo mismo y, detrás de su líder, cruzaron el campo. Los arbustos y los árboles los ocultaron mientras avanzaban sigilosos como lobos hacia la guardia de Alejandro.

* * *

Telamón estaba sentado a la sombra de un roble. Contemplaba el alegre fluir de las aguas del arroyo que corría unos pocos pasos más allá. Se habían quitado las sandalias y, después de lavarse los pies, habían saciado la sed. Hefestión se había encargado de repartir las viandas. Aristandro estaba de mal humor y rezongaba quejándose de que no le veía ningún sentido a todo esto. Antígona y Telamón se comieron el último trozo de queso, sumidos en sus pensamientos. Alejandro y Hefestión estaban sentados, como dos chiquillos, con las cabezas juntas. El rey le daba instrucciones sobre lo que aún quedaba por hacer. Telamón decidió no hacer caso de las protestas de Aristandro y se reclinó en el tronco del árbol.

– ¿Lo has escuchado? -le preguntó Alejandro-. Hefestión dice que sólo disponemos de provisiones para otros treinta días. Después tendremos que comenzar a vivir de lo que dé la tierra.

– Mis noticias todavía son peores, mi señor -respondió Telamón, sin siquiera molestarse en abrir los ojos y espantando a una mosca molesta-. Si nos quedamos mucho más, el campamento se volverá inhabitable. Las letrinas rebasarán su capacidad y, con el aumento de la temperatura, las enfermedades no tardarán en propagarse.

– ¡Hay que hacer el sacrificio! -insistió Alejandro-. ¡Después marcharemos!

Telamón abrió los ojos. Había oído un ruido al otro lado de la cumbre de la colina, donde se encontraban los guardaespaldas reales. ¿Había sido un grito? ¿El estrépito de metales? Hefestión y los demás no hicieron caso, pero Alejandro se volvió, con la expresión de un sabueso, y murmuró algo por lo bajo. El físico estaba seguro de que había sido una maldición. Aristandro advirtió la inquietud de Telamón.

– ¿Qué pasa?

Telamón se levantó y caminó alrededor del roble, con la mirada puesta en la colina. Atisbo un movimiento; se le secó la boca. Cinco figuras aparecieron en la cumbre. Por alguna razón, recordó inmediatamente unas líneas del poema de Hornero: la sorpresa de los troyanos cuando Aquiles abandonó su tienda y avanzó hacia ellos. Durante unos segundos, las cinco figuras permanecieron allí, oscuras y siniestras, recortadas contra el cielo. Hefestión se levantó de un salto.

– Quizá sea un grupo que viene del campamento -opinó.

Telamón miró hacia donde estaban los caballos maneados, sin los arreos ni las monturas.

– Ni lo pienses -le dijo Alejandro en voz baja secándose el sudor de las manos en la túnica-. Los caballos se espantarán y tendremos que cabalgar cuesta arriba. ¡Serán más un incordio que una ayuda!

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