Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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Telamón señaló colina abajo, hacia la hierba alta mecida por el viento.

– Seguramente estaban echando una cabezada, ¡pobres tipos! Droxenius y los demás se acercaron hasta aquí sigilosos como gatos. No es buen negocio ser soldado y dormir a campo abierto.

Alejandro quitó los fajines a los cadáveres: la insignia de su regimiento.

– No se las merecían. ¡Los hombres que me protegen no deben dormirse!

– ¿Eso me incluye, Alejandro?

El rey comenzó a bajar la colina y le indicó a Telamón con un gesto que lo siguiera.

– Telamón, el espía en mi corte zumba como un invisible tábano furioso que pica y escapa. Bien, quienquiera que sea, ya ha picado más de la cuenta y demasiado profundo. Si Aristandro no puede atraparlo, entonces te toca a ti -añadió sujetando la mano de Telamón y apretándosela con fuerza-. Puedo contratar a más guías, pero ya hemos perdido a los mejores.

– ¿Crees que esto ha sido obra del espía?

Alejandro hizo una mueca sin detenerse.

– Quizá. Mi vida descansa en las manos de los dioses, pero recuerdo el proverbio: «Los dioses ayudan a aquellos que se ayudan a sí mismos». ¡La fortuna puede ser una puta caprichosa!

– ¿ Qué hacemos con los muertos? -gritó Hefestión, que ahora estaba con los demás al pie de la colina.

– ¡Déjalos donde están! -le respondió Alejandro-. Ya enviaremos a que los recojan cuando volvamos al campamento.

– ¿Debemos poner a los mercenarios en la picota? -preguntó Aristandro.

– No. Eran guerreros. Quitadles las armas. Las pondremos como un trofeo ante el altar a la puerta de mi tienda. Venga, es hora de irnos; estoy sediento y estoy seguro de que Ptolomeo nos aguarda con buenas noticias.

* * *

El pabellón real resplandecía con la luz de las lámparas de aceite colocadas en las mesas y las que colgaban de cadenas de plata en los palos que sostenían el techo de la tienda. El aire caliente olía a perfume. Telamón se preguntó cuánto duraría esta celebración. Alejandro y sus compañeros más cercanos brindaban con vino que contenía muy poca agua. El monarca vestía con una túnica roja con vivos dorados y llevaba una corona de plata en la cabeza. Había insistido en que Hefestión y Telamón vistieran de la misma forma. En el exterior de la tienda, Telamón había visto los trofeos al entrar: las armaduras y las espadas de los mercenarios con el yelmo de Droxenius en lo alto de la pila. Los cadáveres de los tesalios ya no eran más que cenizas, incinerados en la pira funeraria que Alejandro había mandado encender en la costa.

Antígona ofreció un bol de fruta a Telamón.

– El rey está de muy buen humor -comentó.

– Tiene muchas razones para estarlo -replicó Telamón-. Ve su triunfo como una sonrisa de Zeus.

– También está el hallazgo de Ptolomeo, ¿no?

– Ah sí -asintió el físico.

Ptolomeo había encontrado un toro del blanco más puro. Habían llevado el animal al ara que daba al mar. El rey había reunido a sus guardaespaldas. Habían encendido las hogueras, quemado el incienso y hecho las libaciones, pero Alejandro no había dejado nada al azar. Antes de comenzar el sacrificio, había ordenado a Aristandro que se escribiera en el antebrazo derecho, que mantuvo convenientemente tapado, una frase de la Ilíada: «Los dioses se regocijan contigo».

Habían traído el toro y lo habían degollado. Aristandro había encontrado que los auspicios no podían ser más favorables. Había llorado de alegría mientras se limpiaba la sangre del brazo y mostraba a los sacerdotes, y a todos los que se encontraban a su alrededor, el misterioso mensaje que había aparecido escrito en su antebrazo. Alejandro había sido aclamado con grandes voces de alabanza y el estrépito de las armas. El soberano había montado en su corcel negro. Se había dirigido a las tropas con breves y apasionadas frases que habían sido retransmitidas por los heraldos que llevaban los bastones blancos distintivos de su cargo.

– ¡Los dioses han dado su aprobación! -gritó, y sus palabras volaron en las alas del viento-. ¡La gloria del Olimpo nos rodea! ¡El camino a Asia está abierto! ¡Cabalgaremos como reyes a través de Persépolis!

Sus palabras fueron respondidas con el feroz grito de guerra macedonio, «¡Enyalios! ¡Enyalios! ¡Enyalios!», y el batir de las espadas en los escudos.

En su regreso al pabellón real, Alejandro se había mostrado eufórico y su júbilo se había contagiado a todo el campamento. Los escribas del ejército, al mando de Eumenes, ya estaban ocupados con las listas de revistas y controlaban cuidadosamente todas las nuevas llegadas. Los alguaciles recibieron órdenes de expulsar a los vagabundos, los pordioseros, las prostitutas y los malhechores del campamento. Los hombres volvieron a sus unidades. Se reforzaba la vigilancia en todo el perímetro del campamento. Ya se habían dado las tan esperadas órdenes: el ejército se embarcaría dentro de dos días; la flota estaba preparada. En menos de una semana, desembarcarían en Asia.

Telamón echó una ojeada a su alrededor. Alejandro había anunciado que ésta sería la última noche de celebraciones. El rey se levantó tambaleante, con la copa cogida con las dos manos. Miró a sus compañeros: Ptolomeo, Hefestión, Seleuco, Amintas, Cleito y el último en llegar, el general favorito de su padres, el canoso Parmenio, con el rostro marcado por las cicatrices. Él había establecido la cabeza de puente en Asia y era el responsable de la flota que transportaría al ejército a través del Helesponto.

– ¡Habéis comido y bebido bien! -gritó Alejandro-. ¡Mis cocineros os han llenado las barrigas con los mejores platos!

Los gritos de aprobación saludaron sus palabras. Las cocinas reales habían trabajado al máximo y no habían escatimado en sus delicias: platija cocida en vinagre, aceite de oliva y alcaparras; mariscos; jabalí sazonado con hierbas; frutas, nueces y pasteles bañados en miel. El vino había corrido como el agua y nadie había escapado de sus efectos: ojos brillantes en rostros enrojecidos miraban al rey.

– ¡He llenado vuestras barrigas! -repitió Alejandro-. ¡Ahora os prometo que llenaré vuestros corazones con la mayor de las glorias y vuestros tesoros con el oro persa!

Una vez más, las aclamaciones fueron estruendosas. Telamón miró a su izquierda. Antígona miraba a Alejandro, con los ojos encendidos, los labios húmedos, la boca entreabierta. Ella también había bebido sin medida y brindado muchas veces con el rey, muy honrada por el respeto que le había demostrado Alejandro. Era algo muy poco frecuente que una mujer asistiera a estas fiestas.

– ¡Lucharemos y venceremos! -gritó Ptolomeo.

– ¿Dónde está Aristandro? -preguntó la sacerdotisa.

Telamón sacudió la cabeza. El custodio de los secretos del rey había regresado al campamento, furioso. Había hecho una magnífica actuación en el sacrificio. Después se había retirado a su tienda para rabiar en paz y preocuparse por la desaparición de su enano.

– ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién falta? -exclamó Alejandro levantando una mano para acallar los gritos de Ptolomeo y mirando a su alrededor tambaleándose, aunque Telamón se preguntó si de verdad estaba tan borracho o sencillamente fingía-. ¿El custodio de los secretos del rey continúa enfadado conmigo? -farfulló-. ¿Todo porque estuvo a punto de sentir el frío del hierro? Ve a buscarle, Telamón -ordenó dejando la copa de vino y dando una palmada.

Uno de los guardaespaldas salió de entre las sombras detrás del sofá. Alejandro cogió la espada y el escudo y golpeó la hoja contra el borde. Comenzó a bailar y los demás se unieron a esa danza guerrera después de coger las espadas y los escudos que les trajeron los guardias. Se subieron a los divanes y luego formaron un círculo en el centro de la tienda marcando el ritmo con los golpes de las espadas en los escudos. Entraban y salían del círculo gritando el grito de batalla macedonio.

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