Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– Es como Filipo -susurró Antígona-. Hierro y sangre, la perspectiva de la victoria -manifestó señalando discretamente a los bailarines que interpretaban su propia música.

Telamón, contento de tener una excusa para marcharse, saludó a Antígona con un gesto, se escabulló por uno de los laterales y salió al fresco aire nocturno. Esperó un par de minutos para permitir que la brisa le refrescara el rostro y el cuello. A lo lejos sonaban las campanas de los centinelas que se pasaban los unos a los otros: un sistema creado por Alejandro para asegurar que el perímetro estaba sellado y que ningún guardia se quedara dormido.

El físico se dirigió a la tienda de Aristandro. Ante la entrada, montaban guardia los miembros del coro, que recibieron a Telamón como a un hermano perdido, aunque no parecieron muy dispuestos a dejarle pasar.

– ¡Es una orden del rey! -les advirtió Telamón.

– ¡Ya está bien, dejad pasar al muchacho! -ordenó Aristandro desde el interior.

Levantaron la tela de entrada de la tienda. Telamón entró y se detuvo sorprendido. Aristandro estaba solo, reclinado en un diván rodeado de pequeñas lámparas de aceite. Era casi imposible reconocer al nigromante: llevaba el rostro cubierto con una gruesa capa de maquillaje, se había pintado los labios y las uñas de un color rojo violento y se había dibujado anillos de kohl negro alrededor de los ojos. Vestía una túnica de mujer negra y dorada con un manto blanco sobre los hombros. Cómodamente instalado en los cojines, sostenía con mucha elegancia una copa con el pie de plata, mientras que la otra revoloteaba sobre un plato de ciruelas maduras.

– ¡Pasa, muchacho! -susurró Aristandro.

Telamón se sentó en el taburete que le ofrecía. De no haber estado tan sorprendido, se hubiera echado a reír, pero la mirada de amenaza en los crueles ojos de Aristandro hizo que mantuviera el rostro impasible.

– Un hombre tiene que relajarse al final de la jornada -comentó Aristandro con un mohín-. ¿Qué puede ser mejor que relajarse como una mujer? Pasé tanto miedo, Telamón, ante aquellos hombres horribles con aquellas espadas tan siniestras… ¿Por qué Alejandro se negó a llevar más guardaespaldas? ¿Por qué no me dejó llevar a mis preciosos chiquillos? ¡El coro hubiese acabado con ellos en un periquete! ¿Quieres una copa de vino? Podrías presenciar una de sus actuaciones. Son muy buenos interpretando Los pájaros de Aristófanes.

– Aristandro…

– ¡No, llámame Narcisa!

– Aristandro -continuó Telamón sin hacer caso de la mirada de reproche que recibió-, el rey reclama tu presencia en la tienda. Sabe que estás enojado.

– Pues tendrá que esperar. Todavía estoy alterado. Me preocupa mucho Hércules. Siempre está aquí cuando anochece. No tengo a nadie que me sirva. ¿Te gusto, Telamón? -preguntó inclinándose hacia delante.

– ¿Por qué el rey confía en ti?

Aristandro agitó un dedo.

– Eso es lo que me gusta de ti, físico, que siempre eres claro como el agua. ¡Por las tetas de los caballos, Telamón es lo que ves! En respuesta a tu pregunta, chico, el rey confía en mí porque… -movió una mano con coquetería-, porque confía en mí. Sé muchos secretos. Descubro a sus enemigos. Los destruyo.

– No se puede decir que estés haciendo un buen trabajo con Naihpat.

– No, lo reconozco. Es como pretender atrapar la bruma.

– ¿Cuánto tiempo hace que existe Naihpat?

– Unos cuatro años, quizá cinco.

– ¿No tienes ninguna pista?

– Ninguna en absoluto.

– ¿Por qué es tan peligroso este espía? -quiso saber Telamón.

– Los persas conocen nuestros secretos -respondió Aristandro-. No tardaron en descubrir los planes de Filipo para Asia. A Parmenio le resultó difícil, casi imposible, establecer una cabeza de puente. No le fue muy bien contra Memnón, que le obligó a retroceder.

– ¿Así que tiene que ser alguien cercano a la corte macedónica?

– ¡Eres un chico muy listo!

– ¿Han ocurrido antes otros asesinatos?

A Aristandro le tembló el labio inferior.

– Algunas personas creen que sí. Están en lo cierto. Hay quienes creen que Filipo fue asesinado por orden de Naihpat y de Mitra, su amo.

– El asesinato de Filipo fue obra del loco Pausanias, uno de los antiguos amantes de Filipo, violado y atormentado por algunos de los amigos del rey.

– Era el candidato ideal -replicó Aristandro con una sonrisa astuta-. Es muy fácil convencer a un loco, animar sus deseos de venganza.

– ¿O sea que no fue Olimpia?

– No he dicho tal cosa -manifestó Aristandro tajantemente-. Hay tantas teorías sobre el asesinato de Filipo como pelos tiene un oso. Créeme, Telamón -continuó Aristandro quitándose la peluca rubia y arrojándola al suelo-, he buscado a Naihpat por todas partes como un perro que olfatea en una granja. Sospechaba que Naihpat cobraba de los atenienses, pero he comprado Atenas y no he descubierto nada. No, es persa, persa en cuerpo y alma. Su trabajo es evitar que Macedonia cruce el Helesponto. Ése es el motivo por el que enviaron hoy a esos mercenarios, la razón por la que asesinaron a los guías y por eso el pobre Hércules… -concluyó interrumpiéndose con la voz quebrada.

– ¿Crees que tu enano descubrió algo?

– Quizá. Hércules se desliza como una sombra por el campamento. Estaba muy interesado en tus amigos físicos -apuntó agachando la cabeza y sonriendo-, sobre todo en Perdicles y su relación con el general Ptolomeo. ¿Sabes algo al respecto?

Aristandro le miró imperturbable. Aristandro se inclinó hacia él.

– Tienes dudas, ¿verdad? ¿Sobre los mercenarios, los que hoy intentaron matarnos?

– He estado pensando -respondió Telamón echando una ojeada a la tienda.

Se preguntó qué estaría haciendo Casandra. Apenas había tenido un momento para hablar con ella a su regreso. Había visto la tienda limpia y ordenada, y Casandra incluso había dicho que había encontrado algunas hierbas que podían ser muy útiles.

– ¿En qué ha estado pensando mi buen físico?

– En que Naihpat asesinó a los guías, y quizá, Apolo no lo quiera, incluso a tu enano Hércules, si es que se acercó demasiado. Pero lo de los mercenarios no lo tengo tan claro.

Aristandro apartó las piernas del diván y se sentó. Comenzó a quitarse los collares y brazaletes.

– Estoy intrigado, Telamón.

– Los persas quieren que Alejandro cruce el Heles-ponto y entre en Asia -continuó Telamón-. Es obvio; el propio rey me lo ha dicho. Si Darío quisiera, no tendría más que silbar para reunir una flota de guerra o, lo que es peor, desembarcar un ejército en Tracia. Quiere que Alejandro entre en Asia para derrotarlo, capturarlo, deshonrarlo y matarlo. Si Naihpat es su espía, cumplirá las órdenes de Darío: confundir a Alejandro, asustarlo, sabotear a su ejército, pero dejarle seguir.

Aristandro se levantó. Se quitó el vestido de mujer y dejó a la vista su cuerpo huesudo, que cubrió rápidamente bajo una túnica verde oscuro con un cordón dorado en la cintura.

– Entiendo lo que dices, Telamón. ¡Muy bueno! Esta tarde aquellos malditos dijeron que los había enviado Memnón, y es probable que sea cierto. Por lo tanto, eso indicaría, y a Alejandro le interesará saberlo, que hay tensiones entre Memnón y sus amos persas. Cuando Darío se entere de lo sucedido, se pondrá furioso. Se ampliará la brecha entre Memnón y Darío. Tú conoces a los persas, Telamón: no les gustan los griegos -le advirtió sentándose en el diván y golpeándose los labios con la punta de los dedos-. ¿Puedo ser yo quien se lo diga a Alejandro?

– Será un placer -respondió Telamón-. La conclusión es tuya.

– Memnón tiene fincas no muy lejos de Troya -observó Aristandro chasqueando la lengua, un gesto que había copiado de Olimpia-. Diré a Alejandro que no se debe causar el menor perjuicio a estas posesiones. Veamos si podemos ampliar más la división entre el rodio y sus patrones. ¡Venid aquí, chiquillos! -gritó.

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