Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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– ¿Eres la nena del grupo? -susurró con un tono áspero.

Telamón no respondió. Avanzó y su rival dio un paso atrás.

– ¡Ven aquí, bonita! -se burló el veterano.

Telamón aflojó la capa que llevaba en el brazo, una treta que le había enseñado Cleito el Negro. El mercenario se lanzó al ataque. Telamón se apartó y le arrojó la capa a la cara. El hombre sin detenerse levantó una mano para apartar la capa. El físico levantó la espada y la descargó, con los ojos casi cerrados, contra la cabeza del hombre. La hoja se hundió, chocó contra el hueso, y se deslizó de la mano de Telamón. El mercenario se volvió. Telamón estaba indefenso, pero una mirada le bastó para saber que el hombre agonizaba. La sangre manaba a chorro de una tremenda herida que le abarcaba de la oreja a la barbilla. El tesalio se inclinó hacia un costado. Tosió. Ahora le salía sangre por la nariz y la boca. Se le cayó la espada de la mano inerte. Después cayó de rodillas y, con un gemido, se desplomó de costado.

Telamón recogió la espada. Alejandro estaba de rodillas junto al cadáver de su rival; limpiaba la espada frotándola en la hierba. Droxenius y Hefestión continuaban su combate. El capitán de los mercenarios había dejado caer el escudo. Hefestión había perdido la espada. Ahora estaban como dos siniestros amantes sujetos en un abrazo mortal, jadeaban mientras se empujaban para soltarse. Hefestión estaba decidido a arrebatarle el arma. Alejandro caminó hacia ellos como quien da un paseo. Se acercó a Droxenius por detrás, luego se movió a un lado y, antes de que el mercenario llegara a saber lo que estaba pasando, le hundió la espada entre las costillas, a través de la abertura entre las dos piezas de la coraza. Hefestión lo apartó de un empellón. Droxenius trastabilló y cayó de rodillas. Alejandro, sin soltar la espada, sujetó el penacho de crin de caballo y le arrancó el yelmo. Droxenius estaba perdido en su propio mundo de dolor. Extraños sonidos escapaban de su boca.

– Droxenius -murmuró Alejandro como si el hombre fuese su amigo, mientras aquel hombre, agonizante, levantaba la cabeza. Alejandro levantó la espada, que trazó un arco de plata mientras cruzaba el aire y decapitó limpiamente al mercenario. La cabeza rodó por el suelo. La sangre brotó del torso todavía erguido como el espumeante chorro del surtidor de una fuente. El rey tumbó el cuerpo de un puntapié y caminó de regreso hacia el arroyo. Telamón cayó de rodillas y, aunque lo intentó, no pudo evitar el mareo y vomitó todo lo que había comido y bebido. Tenía frío; su cuerpo se estremeció mientras miraba a los cadáveres dispersos por el terreno, a su propio oponente, que lo miraba con los ojos ciegos. El mercenario a quien Hefestión había herido en el bajo vientre continuaba gimiendo en un charco de sangre cada vez mayor. Telamón se volvió cuando oyó el sonido de la daga al cortar la carne seguido por el último gemido ahogado del hombre. El yelmo del hombre aún estaba colgado de una de las ramas del roble. Entre los hierbajos, yacía despatarrado el cadáver bañado en sangre de la otra víctima de Alejandro. Telamón advirtió que tenía a Hefestión a su lado, que le echaban la capa sobre los hombros y le acercaban la bota de vino a la boca.

– Vamos -murmuró Hefestión-. Bebe, Telamón. Confía en mí-le dijo agachándose-. Aunque yo no sea físico.

Telamón bebió.

– Ya está bien -advirtió Hefestión apartando la bota y ayudando a Telamón a levantarse.

Caminaron juntos hasta el arroyo. Aristandro y Antígona estaban sentados con Alejandro, que se había lavado las manos y ahora se interesaba solícitamente por el bienestar de Aristandro y Antígona. Guiñó un ojo a Telamón y palmeó el suelo a su lado.

– ¡Siéntate, siéntate! Ya se te pasará.

Telamón obedeció. La bota de vino pasó de mano en mano. Hefestión y Alejandro charlaban animadamente como una pareja de chiquillos. Antígona estaba pálida, todavía conmocionada por lo que había presenciado, y Aristandro continuaba con las protestas.

– ¿Por qué no trajimos a Cleito el Negro o a más guardaespaldas?

Alejandro, todavía con la excitación de la batalla, se secó el sudor de los brazos.

– Si voy a alguna parte, ¿debo llevar conmigo a la mitad de Macedonia? Te doy gracias, padre Zeus, por los favores dispensados a tu hijo -proclamó levantando el rostro y las manos al cielo-. Haré sacrificios como testimonio de mi agradecimiento. Interpretaré esta victoria como una muestra de tu buena voluntad -concluyó, bajando las manos y agachando la cabeza.

Telamón cerró los ojos. Alejandro se sentía feliz, no sólo por su amor al combate, a la conquista y a la victoria; había buscado una señal y se la habían concedído. El físico abrió los ojos y miró al monarca, que oraba para sus adentros con la cabeza inclinada. ¿Alejandro había esperado que ocurriera esto? ¿Había salido intencionadamente a campo abierto en busca de alguna señal, algún testimonio de la aprobación divina? Aristandro tenía toda la razón, incluso aquí en Tracia: Alejandro se encontraba entre enemigos, hombres dispuestos a cortarle la cabeza y recibir la cuantiosa recompensa ofrecida por sus enemigos, tanto en la patria como en el extranjero. Telamón se quitó la capa.

– Ahora ya estoy mejor -anunció, sintiéndose un tanto somnoliento pero ya sin aquel mareo ni escalofríos.

– ¿Estás herido? -preguntó Alejandro.

– Sólo en mi dignidad.

Hefestión se encogió de hombros.

– Entonces es una cuestión de: «Físico, cúrate a ti mismo».

Telamón se levantó para ir de nuevo al lugar donde se había librado el combate. Los cadáveres mostraban las primeras señales de rigidez y los charcos de sangre se coagulaban; las moscas se posaban sobre los muertos como nubes negras. Quería escapar y ya había subido casi hasta la mitad de la ladera cuando el rey lo alcanzó.

– No te ofendas por las bromas de Hefestión -le dijo Alejandro entrelazando su brazo con el de Telamón-. Lo has hecho muy bien, físico. Un guerrero que mata a su primer hombre en combate.

– Confío en que será el último -replicó Telamón antes de hacer una pausa-. ¿Por qué viniste aquí?

En el rostro de Alejandro no se veía ahora ni una sola arruga; tenía la piel tersa, era un rostro del pasado. La mirada de sus extraños ojos era limpia y sincera. Telamón se fijó en las líneas de la risa alrededor de la boca, en los cabellos ensortijados de un color oro rojizo, en el dulce perfume que siempre emanaba del cuerpo de Alejandro, con independencia de los esfuerzos que hiciera.

– Buscabas una señal, ¿no es así? Sabías que los asesinos infiltrados en el campamento vigilan todos tus movimientos.

– Mi vida está en manos de los dioses, Telamón. Tengo un destino que cumplir -proclamó Alejandro en un tono de voz amable, pero duro como el hierro-. Hubiese salido bien librado aunque todas las hordas de Persia hubieran atravesado el arroyo. Tus sueños fueron correctos, físico: mi fortuna ha cambiado -apuntó apretando el brazo de Telamón-. Me has traído buena suerte. Tienes todo el derecho a llevar la corona de plata. Has luchado junto a tu rey y has ganado aristeia. Valor en combate -precisó viendo la extrañeza en el rostro de Telamón al escuchar la palabra-. Ahora, mientras Hefestión se ocupa de los caballos, vayamos a ver qué ha pasado con esos pobres desgraciados que supuestamente eran mis guardaespaldas.

Los dos oficiales de caballería yacían muertos en la hierba unos pocos pasos más allá, al otro lado de la cumbre. Los charcos de sangre casi coagulada eran un festín para las moscas. Uno de los hombres ni siquiera había tenido tiempo para desenvainar la espada; lo habían matado instantáneamente con un golpe en el cuello. El segundo estaba a unos pasos más allá, tumbado de cara al cielo, con los ojos abiertos y una mano cerca del tajo que le había cercenado la garganta.

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