Paul Doherty - Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte

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Alejandro Magno En La Casa DeLa Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Alejandro Magno es uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado y algunos de los mejores cultivadores de novela histórica le han dedicado obras inolvidables. Doherty se suma a esta pléyade de narradores situándose en la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro se dispone a invadir Persia, iniciando la que hoy conocemos como la batalla del Gránico.

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El físico observó atentamente el interior del cofre, que presentaba manchas de ceniza. Sin embargo, no se apreciaba ninguna señal del fuego en la madera.

– ¿Qué es esto? -susurró Aristandro arrebatando el cofre a Telamón-. Tenemos un cofre que contiene mapas y pergaminos enrollados y atados con un cordón. Su autor es apuñalado y los mapas acaban convertidos en cenizas sin que la madera ni siquiera se chamusque -observó agitando el cofre en el aire-. Mi señor, soy un nigromante. Nada de todo esto debe trascender -advirtió bajando la voz todavía más-. Los hombres hablarían del fuego celestial, de la furia de los dioses. ¡Perderíamos todo lo que ganamos con el sacrificio!

– ¡Eso es imposible! -exclamó Alejandro agarrando el cofre y pasando la mano por el interior antes de devolvérselo a Telamón; la madera estaba en perfecto estado y el monarca, desconcertado, comenzó a pasearse de un extremo al otro de la tienda golpeando con el puño la palma de la otra mano-. ¡Telamón, se supone que tienes los ojos de un halcón! ¡Aristandro, tú eres el custodio de mis secretos! ¡Sin embargo, me atacan en campo abierto, asesinan a mi dibujante de mapas y reducen a cenizas todo su trabajo!

Telamón no hizo caso del enfado del rey y se dedicó a inspeccionar atentamente cada uno de los trozos de la tienda. Todas las piezas de cuero estaban tensas y aseguradas en los agujeros. Ni una sola de las tiras se veía floja ni presentaba señales de haber sido manipulada. El físico salió al exterior. Se había reunido una enorme multitud. Vio a Ptolomeo, que parecía notablemente sobrio. Antígona, abrigada con una capa, conversaba con un muy asustado Perdicles. Telamón no respondió a sus preguntas. Caminó alrededor de la tienda sin apreciar ningún detalle fuera de lo normal. No parecía que nadie hubiese tocado los vientos y las estacas a las que estaban atados. Empujó las piezas de cuero; estaban tan tirantes que no se hubieran podido levantar para deslizarse por debajo. Volvió al interior de la tienda. Alejandro seguía fascinado con el cofre. Aristandro permanecía mudo; su expresión lúgubre era un claro testimonio de que había recibido una severa reprimenda de su amo. Telamón volvió a inspeccionar la escena del crimen: el cadáver que él mismo había dejado en el suelo, alumbrado por la luz de las lámparas; el charco de sangre en la mesa; la daga celta con alas en la empuñadura; el montón de cenizas, y el trozo de pergamino arrugado con la nota del asesino.

– ¿Qué es todo ese jaleo? -preguntó Alejandro.

Levantaron la tela de la entrada de la tienda y entró Ptolomeo acompañado por Antígona y Perdicles.

– ¿Qué pasa?

Ptolomeo echó una ojeada, sin pasar por alto ningún detalle.

– Otro cadáver, ¿eh?

La expresión de Alejandro borró la sonrisa burlona del rostro del general. Antígona se arrodilló junto al cadáver de Critias. Le sujetó el rostro suavemente con las manos y murmuró una plegaria.

– No preguntes nada, porque no lo sé -manifestó Alejandro-. ¡No tengo ninguna explicación para lo que ha ocurrido aquí!

Antígona miró el montón de cenizas en el suelo, con una expresión preocupada.

– Mi señor -dijo-, la muerte de Critias es un revés muy severo.

– Es algo que se debe mantener en secreto -ordenó Alejandro-. Eso también vale para ti, Perdicles. En cualquier caso, ¿qué queréis? ¿Por qué estáis aquí?

– Cleón se ha ido.

– ¿Qué?

Telamón se acercó.

– ¿Cleón? -preguntó recordando su rostro regordete y bondadoso y sus ensortijados cabellos rubios.

– Se ha llevado todo el equipaje con él -confesó Perdicles-. Los medicamentos y los manuscritos. ¡Todo ha desaparecido!

– ¿Desde cuándo? -preguntó Alejandro.

– Marchó a primera hora de la tarde. Lo vieron cerca de los corrales -precisó Perdicles encogiéndose de hombros-. ¡No ha vuelto!

– ¡Se ha ido! -exclamó Alejandro-. ¡Se ha ido sin mi permiso!

– Es un hombre libre -apuntó Ptolomeo-. Tiene su propio caballo. Como cualquiera de nosotros, puede ir y venir a su antojo.

– ¡No en este campamento! -exclamó Alejandro mientras sujetaba a Ptolomeo por un hombro y lo obligaba a darse la vuelta-. ¡No estás tan borracho como aparentas, amigo mío!

Telamón decidió intervenir antes de que estallara una pelea.

– ¿Mi señor, puedo hablar contigo un momento a solas?

Alejandro los despidió a todos, incluido a Aristandro, que miró a Telamón como si quisiera fulminarlo con la mirada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Alejandro vivamente.

– En este ejército, tienes de todo -respondió Telamón-. Has contratado a físicos para tu atención personal y la de aquellos que forman parte de tu corte -observó mientras Alejandro asentía con expresión severa-. Sé la razón por la que me llamaste, pero no la de traerte a los demás.

– ¡Sangradores y curanderos! -exclamó Alejandro encogiéndose de hombros-. De ésos hay a montones. Los buenos físicos escasean. Quizá no te agraden tus colegas, Telamón, pero tenéis mucho en común. Todos sois muy hábiles. No tenéis patria y, por encima de todo, no tenéis nada que perder acompañándome. Mi madre preparó una lista; tu nombre la encabezaba. Lo mismo con los demás. Todos tenéis secretillos que mi madre conoce -advirtió dejando ir una carcajada desabrida-. Todos habéis tenido tratos con Macedonia, y no sois muy populares en otros lugares. Todos compartís una gran falta -observó habiendo cogido la daga que estaba sobre la mesa y sacudiéndola para que cayeran las gotas de sangre mientras miraba a Telamón con el entrecejo fruncido-. A los físicos, como a los filósofos, les gusta mucho viajar. Todos habéis cruzado el Helesponto. Habéis tenido tratos con los griegos y los persas. Todos podríais estar a sueldo del enemigo. Leontes está claro que lo estaba. Ahora todo parece indicar que el gordo y amable Cleón tenía un pie en cada bando.

– ¿Por qué decidiría marcharse precisamente ahora? -preguntó Telamón, sospechoso de la actitud despreocupada de Alejandro.

– ¿A qué te refieres?

En el exterior discutían airadamente. La voz chillona de Aristandro se escuchaba con toda claridad.

– ¿Por qué Cleón decidió marcharse ahora? -insistió Telamón-. ¿Es posible que sea el espía Naihpat?

Alejandro puso los ojos en blanco.

– Es posible. Él, como los demás, estuvo al servicio de mi padre. Lo contrataron como físico del ejército. Conoce alguno de nuestros secretos. No tengo claro si Naihpat es de carne y hueso o sólo es una sombra, pero, desde luego, Cleón pudo haber envenenado a la muchacha y haber asesinado a los guías.

– Si no lo he entendido mal -comentó Telamón-, Cleón escapó antes del sacrificio, así que no sabe que estamos a punto de cruzar el Helesponto, ni se le puede implicar en el asesinato de Critias. Quizá Cleón simplemente se aburrió o…

Alejandro se inclinó hacia adelante con una expresión alerta.

– ¿O qué?

– Al parecer abandonó el campamento después de nuestro regreso. ¿No podría ser Cleón el propio Naihpat o su mensajero? Escapó para comunicar a sus amos el fracaso de la intentona de asesinato. Es una información de mucho interés, una cuestión muy urgente para ellos.

Alejandro se levantó para pasar un brazo por los hombros de Telamón. El físico olió el vino en el aliento del monarca.

– No me dejarás, ¿verdad, Telamón?

– Como tú mismo has dicho, no tengo otro lugar al que ir.

– Aristandro está fuera de su terreno -consideró Alejandro apartando el brazo-. Está acostumbrado a escurrirse por los pasillos de palacio. Es muy bueno a la hora de espiar a los demás, pero no sabe cómo pillar a quienes nos espían. Ése es tu trabajo, Telamón -advirtió señalando el cadáver-. Quiero atrapar a Naihpat. Esto ha llegado demasiado lejos -lamentó después de exhalar un suspiro-. Ya podemos ordenar que incineren el cuerpo de Critias. Mañana el ejército saldrá de maniobras. Condenados haraganes, Ptolomeo y los demás sudarán la gota gorda -avisó golpeando suavemente el brazo de Telamón y se marchó.

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