– Buenos días, señoría. A sus órdenes -la saludó Aparicio, que para eso era el oficial. Los demás nos quedamos en segundo plano.
– Buenos días -repuso la juez-. Asesinato, ¿no?
– Tiene toda la pinta. Dos tiros por la espalda, uno de gracia. Y en su propia casa, y de madrugada, deja poco lugar a dudas.
– ¿Encargo? -a lo que se veía, su señoría no gastaba saliva de más.
– También parece -dijo Aparicio-. La forma de matarlo requiere bastante frialdad, y una cierta competencia. Los dos tiros son mortales de necesidad, aunque eso ya lo confirmará la señora forense.
La forense, que ya se había inclinado sobre el cuerpo, se volvió y asintió con gesto grave. Pese a él, su poca envergadura y aquella ropa que llevaba le daban un aire de insolvencia, aunque me prohibí dejarme llevar por esa impresión. A veces la fragilidad aparente de una persona en un determinado contexto no es sino la mejor prueba de su dureza interior, que es la que la ha llevado allí. Para poder agacharse sobre aquel cadáver, aquella mujer había tenido que abrir antes muchos otros y demostrar en una oposición que valía para ello.
– Pues estamos buenos -dijo la juez-. Con éste ya tengo dos asesinatos de estas características. Y sólo hace año y medio que tomé posesión del juzgado. ¿Sabe alguno de ustedes qué está pasando?
Aparicio se encogió de hombros.
– Hay que analizar cada caso. Lo que hemos comprobado es que han aumentado los ajustes de cuentas entre mafias. Sobre todo de la droga. Y que recurren cada vez más a sicarios que traen de fuera.
– ¿Cree que puede ser ése el caso aquí?
– No lo sé. La víctima es de nacionalidad española. Lo que más nos encontramos es asesinatos entre mafias extranjeras. Entre colombianos, o entre colombianos y marroquíes, ya me entiende. Compiten por una zona, o tienen que escarmentar a alguien por falta de pago.
– Sí, mi otro asesinado es marroquí. Y la Policía, que es la que lleva la investigación, no ha conseguido dar siquiera con un sospechoso. No me hace mucha gracia sumar otro caso sin resolver, la verdad.
– Sabemos que el difunto tenía antecedentes por tráfico de cocaína, entre otros -explicó el teniente-, lo que inclinaría a pensar que se trate de lo que le estoy diciendo. Pero no se preocupe, señoría. Nosotros no se lo vamos a dejar pendiente. Daremos con el que lo hizo.
– Muy seguro está usted.
– Bueno, no hay color -bromeó Aparicio-. Y además, los compañeros de la Policía, con todos los respetos, no podrán ponerle nunca un equipo como el que le vamos a asignar para este caso. Hemos pedido apoyo a nuestra unidad central y nos han mandado al mejor.
En ese momento odié al teniente Aparicio. Con un odio espeso, feroz. No sólo había tenido la discutible ocurrencia de entregarse, ante aquella interlocutora que no parecía precisamente la más receptiva, a ese tonto impulso humano consistente en creer que la propia cofradía vale más que cualquier otra, análoga o no. Además, con su burda lisonja, confirmaba un axioma que la mayoría de las personas olvida, porque la vanidad tiene esas trampas, pero que otros, por razón de nuestra subalterna y expuesta posición en el mundo, nos obligamos a tener siempre presente: nadie es más proclive a elogiarte por exceso que quien pretende servirse de ti, para algo que le interesa o le conviene y que a ti ni va a convenirte ni a interesarte en absoluto.
Aparicio se volvió entonces hacia mí y la fatigada y reticente mirada de la magistrada se posó en mi nada extraordinaria persona.
– Le presento al brigada Bevilacqua, señoría. Ahí donde lo ve, nuestro máximo especialista en homicidios.
Mientras trataba de no descomponer el gesto, me juré a mí mismo que si algún día estaba en mi mano favorecer o ayudar de algún modo al teniente Aparicio, recordaría que tenía motivos suficientes para abstenerme de hacerlo. Pero todavía faltaba que la juez pusiera su granito de arena para complicarme mi ya esforzada compostura:
– ¿Ble… vil… cómo? Disculpe, brigada. ¿Nunca le han dicho que tiene usted un apellido un poco incómodo de pronunciar?
– No, nunca -respondí, impasible.
– Ah, bueno. Pues al menos para mí lo es.
– Es italiano, basta con traducirlo, bevi il acqua, «bebe el agua». Pero para facilitar las cosas también atiendo por Vila. Si le va mejor…
Chamorro contenía perceptiblemente el aliento. Incluso me propinó lo que supuse que pretendía ser un codazo, pero tan leve y disimulado que se quedó en un roce un poco ambiguo. Como ya nos conocíamos desde hacía unos cuantos años, sabía bien lo que en ese momento pasaba por su mente, y que, en modo alguno por casualidad, era lo mismo que acababa de acudir a la mía. Como yo, mi compañera pensaba en la memorable tarde que había vivido junto a mí, una semana antes, en la sala de vistas de la Audiencia, y en particular en las cuatro horas que había durado el interrogatorio al que me había sometido el conocido y muy oneroso abogado defensor que se había procurado el imputado en aquella causa. El célebre, a la par que incisivo y verboso letrado, me había tratado poco menos que como si yo fuera ex guardián de un campo de exterminio nazi, sin que una magistrada que se le daba un aire a aquella que ahora teníamos enfrente, y que presidía la sesión, considerase en ningún momento necesario pedirle que adoptara una actitud menos agresiva hacia quien allí deponía como testigo. Es más: cuando a las tres horas, con la paciencia ya algo desgastada, no había podido contenerme y le había demostrado a mi interrogador que yo también podía ser cáustico, me había reprendido a mí.
– Pues sí, mejor le llamaré Vila, si no le importa -dijo la juez, con un tono que denotaba su soltura a la hora de tomar decisiones que afectaban al estatus civil de las personas-. ¿Es usted italiano?
Otra pregunta que nunca me había hecho nadie, y a la que ardía en deseos de dar respuesta. La juez tuvo por tanto la suya:
– No. Mi abuelo. Conrado Bevilacqua, natural de Udine. Era un voluntario fascista de los que vinieron en la Guerra Civil para ayudar a Franco a ganarla. Le gustó el país, le gustó mi abuela y se quedó.
– No me diga. ¿Un voluntario fascista?
La juez parecía sinceramente sorprendida, u horrorizada, o lo que fuera. Chamorro parecía haberse tragado una escobilla de váter.
– Fascista hasta la médula -ratifiqué-. Con foto de Mussolini colgada en el salón y todo. Pero no se inquiete. No es genético.
Ahí su señoría debió de tener un leve barrunto de que le estaba tornando el pelo. Pero se había metido donde no la llamaban, y juez y todo no podía amonestarme fuera de su jurisdicción.
– No me inquieto -se limitó a decir, secamente-. Volvamos a lo que nos ocupa. ¿Tiene algo que añadir a lo que ha dicho el teniente? ¿Alguna otra idea sobre lo que puede haber pasado aquí?
Me pasé el índice por el entrecejo. Es un gesto que da a entender que estás meditando seriamente sobre la cuestión que acaban de someterte, y me dio la sensación de que a la señora juez eso le gustaría.
– El teniente dispone de la mejor información sobre cómo están las cosas en el área de Madrid -dije-. Es su territorio. Respecto del contexto del caso no puedo sino suscribir lo que él ha dicho. El crimen es obra de un profesional, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades. El quid del asunto es descubrir quién lo contrató.
La juez me observó con gesto suspicaz. No parecía haberla impresionado mucho mi rotundo cálculo probabilístico. Lástima, me dije. Ese tipo de pamplinas suele resultar bastante eficaz con los jerifaltes, pero ella parecía inmune. O quizá sucedía que era de letras.
– ¿Y tiene ya alguna idea de cómo va a llegar hasta él?
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