Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.
Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?
Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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Mi teniente coronel exhaló un suspiro y me observó con semblante circunspecto durante unos segundos. Parecía estar buscando las palabras adecuadas. O simplemente trataba de hacerme recapacitar.

– Vila, yo tengo cuarenta y ocho tacos -dijo-. Sólo tres más que tú, pero coincide que soy tu jefe y que eso me otorga ciertas responsabilidades sobre ti. Eres el mejor de mis investigadores, ya lo sabes. Y sabes que por eso te aguanto todo lo que te he aguantado, hoy y antes de hoy. Pero creo que esta vez estás demasiado alterado.

Y creo que hay otras razones, aparte de las que dices. Razones que tienen que ver con cómo te implicaste en este asunto. Y con lo que pasó en la vista.

– Mi teniente coronel…

Pereira alzó la mano.

– Déjame terminar. Los jueces se equivocan. Y no sólo porque sean vagos, o porque teman a los poderosos y no les preocupen los débiles. Tu forma de verlo obedece a esas ingenuas ideas revolucionarias que no te has sacudido nunca del todo, perdona que te lo diga. Puede que analizaran honradamente el caso y creyeran que no había pruebas suficientes para condenar. O que como tú dices tomaran el camino fácil porque era un crimen viejo que ya no interesaba a la opinión pública. Pero eso ni a ti ni a mí nos toca juzgarlo. Hay tribunales superiores que resolverán los recursos que se presenten. Ellos decidirán, y que tú y yo estemos convencidos de que éstos han metido la pata es lo de menos. Somos policías y estamos contaminados por nuestro trabajo. Ellos, los grajos como tú los llamas, nos gusten o no, son los que mandan, y los que tienen que responder de si encierran a alguien con todas las de la ley o lo hacen saltándose su presunción de inocencia.

– ¿Responder, mi teniente coronel? ¿Me está tomando el pelo? ¿A cuántos jueces ha visto responder de sus meteduras de pata?

Por primera vez Pereira pareció algo impaciente.

– A pocos, pero a alguno. Y concédeme por lo menos que alguno tendrá una conciencia ante la que responder, si no ha de hacerlo en otra parte. La cuestión es, mi incorregible aprendiz de Bakunin, que después de oírte me reafirmo en mi decisión. Este muerto es tuyo. Te hace falta meterte cuanto antes otras cosas en la cabeza. Y en los ratos que te queden libres, si quieres, te piensas todo eso de irte y convertirte en perro guardián de algún oligarca, o de alguna sociedad anónima, igual me da. Podrás llevar trajes caros, y corbatas de color pastel. En fin, sólo conozco a una persona a la que todo eso le parece más deprimente de lo que me parece a mí. Y tú también la conoces.

Me conocía, sí, el muy zorro. No podía mostrarme con más nitidez, ni con más elegancia, que en su particular análisis se imponía la certeza de que no me quedaba otra que seguir por la senda que para bien o para mal había escogido hacía ya tantos años. Y mientras le oía, no supe qué me fastidiaba más, si la condescendencia con que achacaba mi reacción airada a mis prejuicios ideológicos, o la habilidad con que apoyaba su discurso en argumentos que formaban parte, como él bien sabía, de la filosofía en la que yo mismo había basado mi vínculo con aquel oficio. Un oficio que exigía acatar siempre las decisiones de una autoridad que a menudo nos complicaba la vida. Discrepábamos en muchas cosas, pero por caminos distintos habíamos llegado al convencimiento común de poner el alma en nuestro trabajo. A los dos nos había proporcionado nuestro lugar en el mundo, y ninguno de los dos iba ya a sentirse a gusto en otra parte. Me humillaba tener que dar mi brazo a torcer, y no por obediencia debida, sino porque mi superior tenía la cabeza más clara y el juicio menos ofuscado que yo. Quizá por eso intenté, ya sin mucho afán, una última resistencia.

– Está bien -concedí-. Supongamos por un momento que tiene algún sentido seguir jugando a policías. Y examinemos, con esa frialdad profesional que me pedía antes, la mercancía que nos ponen entre las manos. Varón, treinta y nueve años, con antecedentes por lesiones, amenazas y drogas, dos balazos en la nuca despachados por una Glock con silenciador. Un encargo evidente. Una de dos: o el sicario ha cometido algún error, y él solito se descubre, o no lo ha cometido y ya podemos echarle un galgo. ¿Por qué nos metemos nosotros? ¿Por qué no se lo guisan y se lo comen los chicos de la comandancia competente, que para eso les ha tocado y además se conocen mejor el terreno?

El teniente coronel no pestañeó. Se sabía la pregunta.

– Han pedido apoyo a la unidad central y la jefatura ha considerado oportuno dárselo. Están desbordados, ya llevan diez casos de similares características en tres meses, y aunque los periodistas todavía no se han dado por aludidos, tarde o temprano el delegado del gobierno se desayunará con un reportaje en el que se le cuente a la ciudadanía que los ajustes de cuentas están convirtiendo a Madrid en una especie de parque temático del crimen organizado. Y para cuando eso ocurra, quiere poder exhibir una estadística aceptable de casos resueltos. No necesita más, ya cuenta con que los muertos individuales no le interesan a nadie. Para empezar porque la mayoría son sudacas, y porque quien se mete en según qué cosas le da menos pena a la gente.

– Ya veo. ¿Y esa estadística se la vamos a proporcionar nosotros? Lo digo para irme mentalizando de la que se me viene encima.

– No, lo harán los compañeros de la comandancia. Nosotros sólo vamos a echarles una mano con éste, de momento.

– Claro, a fin de cuentas éste es español. Interesa más aclararlo.

– Es cierto que hay más posibilidades de que nos busquen problemas si no lo esclarecemos. Pero yo en eso ni entro ni salgo. La superioridad ha decidido que nos involucremos en éste y acato la orden.

Decidí llevarlo al límite. Como una especie de experimento.

– En serio, mi teniente coronel, ¿no puede usted mandar a otro? Me vendría bien un par de días para ordenar los asuntos pendientes y sobre todo para tratar de recobrar la fe en mi obligación de continuarlos. Ese trabajo lo puede hacer cualquiera. Que vaya Rosas. Seguro que a él todavía le pone atrapar a un asesino a sueldo. Se lucirá.

De pronto, pero sin alterar por ello su flema natural, Pereira se levantó de la silla. Como manda el protocolo militar, hice otro tanto.

– No, vas tú -zanjó la discusión-. ¿Y quieres saber por qué?

– No estoy seguro.

– Te lo diré, de todos modos. Porque sé que te da pereza, y que te aburre, y que en este momento incluso te revienta tener que enfrentarte a un homicidio tan poco atrayente, después de haber fracasado en un caso en el que volcaste tu espíritu creativo. Eres un buen policía en crisis. Si ahora te dejo a tu aire, te puedes estropear para siempre. Y si obrando así corro el riesgo de que explotes y te largues, lo prefiero. Mejor eso antes que tener a alguien tan listo como tú amargado y dando mal ejemplo a los chavales. Así que mueve el culo. Y antes de la hora de comer quiero una evaluación preliminar del caso.

No había más que decir. Me rendí a la evidencia.

– A sus órdenes, mi teniente coronel.

Salí de su despacho y tomé a regañadientes el camino de mi cubil. Aunque denominarlo así no deja de ser algo injusto. Desde hacía un año ocupábamos un edificio nuevo, en las afueras. El entorno no resultaba muy bucólico, un polígono industrial tan deslavazado, desaliñado y caótico como casi todos los polígonos industriales españoles. Pero el edificio en sí era de lo más aparente: espacioso, luminoso y perfectamente acondicionado. De hecho mi área de trabajo no se diferenciaba de la que le correspondería a un administrativo en la sede central de un banco. Lo que, comparado con la anterior, una de esas viejas y oscuras oficinas de estilo militar donde los ocupantes nos apiñábamos como piojos en costura, suponía una mejora espectacular.

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