Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– Bienvenido -dice ella-. Llámame Judith y yo te llamaré Hans.

Lo conduce a una habitación grande y luminosa, con las esquinas desparejas y el techo inclinado y a medio caer. A través de la ventana observa un patio medio cubierto de maleza con muebles de jardín deteriorados. En un espacio cercado, varios perros pastor alemán corren intranquilos de un lado a otro.

– Bwana -dice alguien detrás de él.

«Un massai», piensa rápidamente al darse la vuelta. «Así me los he imaginado siempre. Los hombres de Kenyatta. Así eran los guerrilleros Mau-mau que expulsaron a los ingleses de Kenya.»

El africano que tiene ante sí es muy alto y su semblante digno.

– Me llamo Luka, Bwana.

«¿Se puede tener un sirviente que es más digno que uno mismo?», piensa Hans Olofson de inmediato. «¿Un sirviente cortés que llena tu bañera?»

Judith está en la puerta.

– Luka cuida de nosotros -dice-. Me recuerda lo que se me olvida.

Más tarde, sentados en los deteriorados muebles de jardín tomando café, ella continúa hablando de Luka.

– No confío en él -revela-. Hay algo malévolo en su persona, incluso aunque nunca haya podido sorprenderlo robando o mintiendo. Pero, naturalmente, hace ambas cosas.

– ¿Cómo tengo que comportarme con él? -pregunta Hans Olofson.

– Con decisión -contesta Judith-. Los africanos buscan siempre tu punto débil, cada vez que puedan persuadirte de algo. No le des nada, busca algo de lo que quejarte la primera vez que te lave la ropa. Aunque no sea nada, sabrá que eres exigente…

A los pies de Hans Olofson duermen dos grandes tortugas. El calor le provoca un constante dolor de cabeza. Cuando vuelve a poner la taza de café sobre la mesa, ve una gran pata de elefante disecada.

«Podría quedarme a vivir aquí el resto de mi vida», piensa de pronto. Es un impulso repentino, que invade su conciencia sin que pueda formular objeción alguna. «Podría dejar atrás veinticinco años de mi vida sin que nadie me recordara lo que pasó anteriormente. ¿Cuáles de mis raíces morirían si intentara plantarlas aquí, en esta tierra roja? ¿La tierra de labranza de Norrland frente a la arenosa tierra rojiza que hay aquí? ¿Por qué iba a querer vivir en un continente donde tiene lugar un implacable proceso de rechazo? Me he dado cuenta de que África quiere que se marchen los blancos. Pero éstos perseveran, construyen sus reductos de defensa con el racismo y el desprecio como instrumento. Las cárceles de los blancos son cómodas, pero son cárceles al fin, un bunker con servidores reverentes…»

Sus pensamientos son interrumpidos. Judith mira la taza de café que sostiene en la mano.

– La porcelana es un recordatorio -dice-. Cuando Cecil Rhodes obtuvo sus concesiones de lo que hoy se llama Zambia, envió a sus sirvientes a las regiones salvajes para terminar los acuerdos con los caciques locales. Quizá también para obtener su ayuda para rastrear yacimientos de minerales. Pero esos empleados que a veces tenían que viajar sin interrupción durante años por la campiña serían también la vanguardia de la civilización. Cada expedición era como enviar una mansión inglesa con porteadores. Iban conducidos por bueyes. Cada noche, cuando acampaban, sacaban el servicio de porcelana. Se preparaba una mesa con mantel blanco, mientras Cecil Rhodes se bañaba en su tienda y se ponía la ropa de noche. Este servicio perteneció una vez a esos hombres que abrieron camino al sueño de Cecil Rhodes de que hubiera un territorio inglés continuo desde Ciudad del Cabo hasta El Cairo.

– A todos nos dominan a veces sueños imposibles -dice Hans Olofson-. Sólo los que están más locos tratan de realizarlos.

– No están locos -contesta Judith-. En eso te equivocas. No están locos, sino que son inteligentes y previsores. El sueño de Cecil Rhodes no era imposible, el problema que tenía es que estaba solo, a merced de los impotentes y temperamentales políticos ingleses.

– Un imperio construido sobre el menos firme de los cimientos -replica Hans Olofson-. Opresión, alienación en su propio país. Una construcción así tiene que venirse abajo antes de que esté terminada. Hay una verdad inevitable.

– ¿Cuál? -pregunta Judith.

– Que los negros estaban aquí antes -argumenta Hans Olofson-. El mundo está lleno de distintos sistemas judiciales, en Europa tenemos el romano como punto de partida. En Asia hay otros modelos, en África, en todas partes. Pero siempre se defiende el derecho de origen, incluso cuando tiene un sentido político. El indio norteamericano fue exterminado casi constantemente durante cientos de años. Sin embargo, sus derechos de origen estaban registrados en la ley…

Judith se echa a reír.

– Otro filósofo -dice-. Duncan Jones se pierde también en vagas reflexiones filosóficas. Nunca he entendido nada, aunque al principio me esforzaba. Ahora su cabeza es un caos a causa de la bebida, tiembla y se muerde los labios hasta romperlos. Quizá viva algunos años antes de que tenga que enterrarlo. En su día fue una persona con dignidad y decisión. Ahora vive constantemente en un país de sombras, alcohol y decadencia. Los africanos creen que se está transformando en un santo. Le tienen miedo. Es el mejor perro guardián que puedo tener. Y ahora llegas tú, el siguiente filósofo. ¿Tal vez África invita a elucubrar a ciertas personas?

– ¿Dónde vive Duncan Jones? -pregunta Hans Olofson.

– Mañana te lo diré -contesta Judith.

Hans Olofson se queda un buen rato tumbado en su habitación irregular con el techo que se cae. Por la habitación se esparce un olor que le recuerda al de las manzanas de invierno. Antes de apagar la luz mira una gran araña que está, inmóvil, en una de las paredes. Una viga se queja en algún lugar del armazón del techo y de pronto se siente transportado a la casa que se halla junto al río. Escucha los perros que Luka ha soltado. Inquietos, corren alrededor de la casa dando vueltas.

«Por poco tiempo», piensa. «Un visitante ocasional que tiende una mano para prestar su ayuda a personas con las que no tiene nada en común, pero que sin embargo se han hecho cargo de él durante su viaje a África.

»Han abandonado África, pero no los unos a los otros. Ésa va a ser también su perdición…»

En sus sueños aparece, en una choza, el leopardo que esperaba la noche anterior.

Ahora está cazando en su interior, en busca de una presa que Hans Olofson ha dejado atrás. El leopardo se adentra en su territorio más secreto y de pronto ve a Sture ante sí. Se sientan en las piedras que hay junto al río y miran un cocodrilo que se ha arrastrado hasta un banco de arena, muy cerca de las enormes piedras del río.

Janine se balancea con su trombón sobre una de las vigas del puente. Trata de oír lo que está tocando, pero el viento nocturno se lleva las notas.

Al final sólo queda el ojo avizor del leopardo, que lo mira desde el espacio de los sueños, esos sueños que van alejándose y no recordará cuando despierte en el amanecer africano.

Es un día de finales de septiembre de 1969.

Hans Olofson va a quedarse en África dieciocho años…

SEGUNDA PARTE. La granja de gallinas en Kalulushi

Cuando abre los ojos en la oscuridad, la fiebre ha desaparecido. Sólo quedan restos del dolor y una especie de silbido en la cabeza.

«Aún estoy con vida», piensa. «Todavía no me he muerto. La malaria aún no me ha vencido. Todavía tengo tiempo, antes de morir, de llegar a entender por qué he vivido…»

El pesado revólver oprime una de sus mejillas. Gira la cabeza y siente en su frente el frío del cañón. A través de la nariz le entra un vago olor a pólvora, como a estiércol de vaca quemado en un pastizal.

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