– ¿Quién soy yo? -le pregunta una mañana-. ¿Quién soy yo para los negros?
– Un nuevo Duncan Jones -responde ella-. Doscientos africanos están buscando en este momento tu punto débil.
Después de dos semanas ve al hombre al que ha venido a sustituir. Pasan cada día por delante de la casa en la que permanece sentado, encerrado con sus botellas y transformándose en un santo. La casa está en una colina, justo al lado del río, rodeada de una tapia muy alta.
Un coche oxidado, tal vez un Peugeot, se ve a veces al otro lado de la tapia. Siempre está aparcado como si lo hubieran dejado con prisa. La ventanilla de atrás está abierta, por una de las puertas sobresalen los flecos de una manta sucia.
Se imagina un estado de sitio, una batalla final que se va a librar sobre esa colina entre los trabajadores negros y el solitario hombre blanco que está dentro, en la oscuridad.
– Los guardias de noche están asustados -dice Judith-. Oyen sus aullidos por las noches. Tienen miedo, pero a la vez les transmite seguridad. Creen que su transformación en santo hará que los bandidos se mantengan lejos de esta granja.
– ¿Los bandidos? -pregunta Hans Olofson.
– Están por todos lados -contesta ella-. En los barrios bajos de las afueras de Kitwe y Chingola hay grandes cantidades de armas. Surgen bandas que son aniquiladas y vienen otras en su lugar. Se asaltan las granjas de blancos, los coches conducidos por blancos son parados en las carreteras. Seguramente hay muchos policías implicados, y también muchos trabajadores de las granjas.
– ¿Y si vienen? -pregunta.
– Confío en mis perros -contesta ella-. Los africanos temen a los perros. Y tengo a Duncan, que aúlla por las noches. La superstición puede ayudar si se sabe cómo manejarla. Quizá los guardias de noche creen que se está transformando en una serpiente.
Una mañana topa con Duncan Jones por primera vez.
Está de pie vigilando que los sacos vacíos de pienso se carguen en un camión abollado cuando los trabajadores negros dejan de trabajar repentinamente. Duncan Jones va andando despacio hacia él. Lleva unos pantalones sucios y una camisa rota. Hans Olofson ve a un hombre que tiene el rostro lleno de marcas de la maquinilla de afeitar. Un rostro bronceado, de piel curtida. Párpados gruesos, pelo gris enmarañado y sucio.
– No te vayas nunca a orinar antes de que estén cargados todos los sacos y la puerta trasera cerrada -dice Duncan Jones antes de toser-. Si vas a orinar antes, tienes que contar con que desaparecerán al menos diez sacos. Venden los sacos a un kwacha por unidad. -Alarga la mano para saludarlo-. Sólo hay una cosa que no entiendo -dice-. ¿Por qué ha tardado tanto Judith en encontrar un sucesor? Todas las personas tenemos que ser descartadas antes o después. Sólo se libra de ello quien muere antes de tiempo. ¿Quién eres?
– Soy sueco -responde Hans Olofson-. Estoy casualmente aquí.
El rostro de Duncan Jones se abre en una sonrisa y Hans Olofson ve ante sí una boca de dientes renegridos.
– ¿Por qué tienen que disculparse todos los que vienen a África? -pregunta-. Hasta los que han nacido aquí dicen que están de visita.
– En mi caso es verdad -dice Hans Olofson.
Duncan Jones se encoge de hombros.
– Judith se lo merece -dice-. Se merece la ayuda que le prestan.
– Ha puesto anuncios -comenta Hans Olofson.
– ¿A quién puede interesarle? -cuestiona Duncan Jones-. ¿Quién quiere venirse a vivir aquí? No la dejes. Y no me pidas consejos nunca, no tengo ninguno. Quizá tuve alguno en algún momento, que debería habérmelo dado a mí mismo. Pero ya no están. Viviré un año más, no creo que dure más…
De repente, ruge a los africanos que miran en silencio su encuentro con Hans Olofson.
– Trabajad -grita-. Trabajad, no os durmáis.
Inmediatamente agarran los sacos.
– Me tienen miedo -aclara Duncan Jones-. Sé que creen que voy a descomponerme y aparecer en la figura de un santo. Voy a transformarme en un kashinakashi. O tal vez en una serpiente. ¡Yo qué sé!
Luego se da la vuelta y se marcha. Hans Olofson ve que se detiene y se oprime con una mano la columna vertebral, como si le hubiera dado un dolor repentino.
Por la noche, cuando están cenando, le habla del encuentro a Judith Fillington.
– Tal vez sea capaz de alcanzar cierta claridad -dice ella-. África le ha liberado de todos los sueños. La vida para Duncan es un compromiso que se nos ofrece por casualidad. Bebe consciente y metódicamente hacia el gran sueño. Sin miedo, creo. ¿Deberíamos envidiarlo, quizás? ¿O tal vez deberíamos sentir compasión de él por su falta de esperanza?
– ¿No tiene esposa ni hijos? -pregunta Hans Olofson.
– Tiene relaciones sexuales con mujeres negras -contesta ella-. ¿Tendrá también hijos negros? Sé que a veces ha maltratado a mujeres con las que se ha acostado. Pero ignoro por qué lo ha hecho.
– Parecía que le doliera algo -dice Hans Olofson-. ¿Tal vez los riñones?
– Él contestaría que es África que le ataca por dentro -responde ella-. Nunca reconocería otra enfermedad.
Luego pide a Hans Olofson que se quede un poco más. Él se da cuenta de que está escuchando a una persona que está mintiendo cuando le dice que aún no ha obtenido respuesta a los anuncios que puso en los periódicos de Sudáfrica y Botswana.
– Pero no mucho tiempo -contesta-, un mes como máximo, no más.
Una semana antes de que haya transcurrido el plazo establecido, Judith se pone súbitamente enferma una noche. Él se despierta al sentir que ella, al lado de su cama, en la oscuridad, le toca el brazo. No va a olvidar nunca lo que ve cuando, medio somnoliento, logra encender la luz.
Una persona que está muñéndose, tal vez muerta ya. Judith lleva su vieja bata moteada. Tiene el pelo despeinado y enredado, la cara brillante por el sudor, los ojos muy abiertos, como si mirara algo insoportable. Lleva en la mano su escopeta de caza.
– Estoy enferma -dice-. Necesito que me ayudes.
Totalmente agotada, se cae en el borde de la cama. Pero el colchón es blando. Sin hacer nada por evitarlo, se desliza hasta el suelo y se queda sentada con la cabeza apoyada en la cama.
– Es la malaria -le aclara-. Necesito las medicinas. Coge el coche, ve a hablar con Duncan, despiértalo, dile que te dé medicinas. Si él no tiene, ve a buscarlas a casa de Werner y Ruth. Ya sabes cómo ir allí.
El le ayuda a subir a la cama.
– Llévate el rifle -dice ella-. Cierra con llave cuando salgas. Si Duncan no se despierta, dispara con el rifle.
Cuando gira la llave del coche, la noche se llena de una violenta música de rumba procedente de la radio.
«Es demencial», piensa mientras obliga a la lenta palanca de cambios a entrar en su sitio. «Nunca he tenido tanto miedo antes. Ni siquiera cuando de niño trepé por el puente del río.»
Conduce por los caminos de arena llenos de baches, demasiado rápido e inseguro, patina con la palanca de cambios y siente el cañón del fusil contra su hombro.
Fuera de la granja de gallinas, los guardias nocturnos aparecen a la luz de los faros del coche. «Un hombre blanco en la noche», piensa. «No es mi noche, es la noche de los negros.»
Toca el claxon frenéticamente a la puerta de Duncan Jones. Después sale del coche, busca una piedra en el suelo y empieza a golpear con ella la puerta de la tapia. Le estalla la piel de los nudillos, trata de escuchar algún ruido proveniente de la casa, pero sólo oye su propio corazón. Va al coche a buscar el rifle, quita el mecanismo de seguridad y luego dispara un tiro a las lejanas estrellas. La culata retrocede golpeando su hombro, el disparo retumba en la noche.
– ¡Sal de una vez! -grita-. ¡Despierta de la borrachera, sal con la maldita medicina!
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