Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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De repente, se oye un ruido chirriante al otro lado de la puerta y Hans Olofson grita preguntando quién es. Duncan Jones está de pie desnudo ante él. Lleva un revólver en la mano.

«Esto es una locura», piensa otra vez Hans Olofson. «Nadie me creerá, ni yo mismo podré creerme mis propios recuerdos. Voy a buscar su medicina. Después me marcharé. Esto no es vida, es una locura.»

Duncan Jones está tan borracho que Hans Olofson tiene que explicarle una y otra vez por qué ha venido. Al final le apunta con la escopeta sobre el pecho.

– La medicina para la malaria -ruge-. La medicina para la malaria…

Duncan Jones entiende por fin y vuelve tambaleante a su casa. Hans Olofson entra en una indescriptible decadencia de ropa sucia, botellas vacías, restos de comida y periódicos amontonados.

«Esta es la casa de un cadáver», piensa. «La muerte está haciendo aquí una última reorganización.

»Por supuesto, Duncan Jones no puede encontrar las medicinas en ese caos», piensa, preparándose ya para emprender el largo viaje hasta la granja de los Masterton. Pero Duncan Jones viene tambaleándose de la habitación que se supone es su dormitorio, y lleva en la mano una bolsa de papel. Él tira de la bolsa y se marcha.

Una vez en casa y tras cerrar todas las puertas con llave, se da cuenta de que está empapado en sudor.

Con mucho cuidado, zarandea a Judith Fillington para que salga del sueño febril y la obliga a que tome tres pastillas, después de haber leído el envase. Ella vuelve a hundirse en las almohadas y él se sienta en una silla y respira profundamente. De pronto, se da cuenta de que todavía tiene el rifle en las manos. «No es natural», piensa. «Nunca podría acostumbrarme a esta vida. Nunca sobreviviría…»

Se mantiene en vela durante la noche, ve cómo se aplaca su acceso de fiebre y cómo vuelve luego. Al amanecer toca su frente. La respiración es profunda y regular.

Sale a la cocina y cierra la puerta. Luka está ahí, esperando.

– Café -dice Hans Olofson-. Nada de comer, sólo café. Madame Judith hoy está enferma.

– Ya lo sé, Bwana -contesta Luka.

El cansancio se apodera de la mente de Hans Olofson y estalla en una pregunta.

– ¿Cómo puedes saberlo? -pregunta furioso-. Los africanos lo sabéis todo de antemano.

Luka se mantiene impasible ante su arrebato.

– Un coche que va demasiado rápido por la noche, Bwana -contesta-. Cada mzungu conduce de forma distinta. Bwana para en la puerta de la casa de Bwana Duncan. Dispara el rifle, grita en medio de la noche. Luka despierta y piensa que Madame está enferma. Madame no está nunca enferma, sólo cuando tiene malaria.

– Prepárame el café -dice Hans Olofson-. Es demasiado temprano para escuchar explicaciones tan largas.

Poco después de las seis se sienta de nuevo en el jeep y trata de hacerse a la idea de que es Judith. Realiza sus quehaceres, marca en una lista los trabajadores que han venido, supervisa que se recojan los huevos y salgan de la granja. Hace un cálculo aproximado del excedente de comida y organiza el transporte en tractor al molino que le corresponde suministrar residuos de maíz.

A las once llega un coche oxidado con los amortiguadores desgastados y se detiene ante el cobertizo de adobe en el que Judith ha instalado su oficina. Hans Olofson sale al sol resplandeciente. Un africano, sorprendentemente bien vestido, va hacia él. Una vez más, Hans Olofson se encuentra implicado en un complejo procedimiento de saludos.

– Busco a Madame Fillington -dice el hombre.

– Está enferma -contesta Hans Olofson.

El africano le mira, le sonríe y le observa.

– Soy Mister Pihri -se presenta después.

– Yo soy el capataz provisional de Madame Fillington -responde Hans Olofson.

– Ya lo sé -dice Mister Pihri-. Precisamente por ser usted quien es, he venido con unos papeles importantes. Como le he dicho, soy Mister Pihri, que de vez en cuando hace pequeños servicios a Madame. No son servicios grandes, pero a veces los servicios pequeños también pueden ser necesarios para evitar problemas que pueden resultar inquietantes.

Hans Olofson se imagina que debe tener cuidado.

– ¿Papeles? -pregunta.

Mister Pihri, de repente, parece estar afligido.

– Madame Fillington suele invitarme a té cuando la visito -dice.

Hans Olofson ha visto una tetera en el cobertizo y le grita que prepare té a uno de los africanos que están agachados con las ilegibles listas de asistencia. El rostro afligido se transforma inmediatamente en una amplia sonrisa. Hans Olofson decide sonreír también él.

– Nuestras autoridades son muy cuidadosas con las formalidades -informa Mister Pihri-. Eso lo aprendimos de los ingleses. Tal vez nuestras autoridades actualmente exageran la minuciosidad. Pero hemos de tener cuidado con las personas que visitan nuestro país. Todos los papeles deben estar en regla.

«O sea, que se trata de mí», piensa Hans Olofson. «¿Por qué tiene que venir este hombre sonriente justo hoy, cuando Judith está enferma?»

Toman té en la oscuridad del cobertizo y Hans Olofson observa que Mister Pihri pone en su taza ocho cucharadas de azúcar.

– Madame me pidió ayuda para que agilice los trámites de su permiso de residencia -dice Mister Pihri, mientras bebe su té a lentos sorbos-. Por supuesto, es importante evitar problemas innecesarios. Madame y yo solemos intercambiar servicios para nuestro mutuo beneficio. Lamento mucho oír que está enferma. Sería extremadamente desfavorable que ella muriera.

– Quizás yo pueda ayudarle en representación de ella -dice Hans Olofson.

– Me parece excelente -contesta Mister Pihri.

Saca unos papeles de su bolsillo interior, escritos a máquina y sellados.

– Soy Mister Pihri -dice otra vez-. Oficial de policía y un buen amigo de Madame Fillington. Espero que no muera.

– Naturalmente, le estoy muy agradecido en su nombre. Le haré con gusto un favor en representación de ella.

Mister Pihri continúa sonriendo.

– Mis amigos y colegas del Departamento de Inmigración están muy ocupados en estos momentos. La carga de trabajo es especialmente elevada. También se deniegan muchas solicitudes de permiso de residencia temporal. Por desgracia, a veces también tienen que rechazar a personas que quisieran residir en nuestro país. Naturalmente, no es agradable tener que dejar un país en veinticuatro horas. Sobre todo ahora que Madame Fillington está enferma. Sólo espero que no muera. Pero mis amigos del Departamento de Inmigración son muy comprensivos. Me alegro de poder dejar esos papeles, firmados y sellados en el debido orden. Siempre hay que evitar los problemas. Las autoridades miran con recelo a las personas que carecen de los documentos necesarios. Por desgracia, a veces también están obligadas a meter a personas en la cárcel por tiempo indeterminado. -Mister Pihri parece afligido de nuevo-. Desgraciadamente, las cárceles de este país están muy abandonadas. En especial para los europeos, que están habituados a otras condiciones.

«¿Qué quiere?», piensa Hans Olofson.

– Como es natural, le estoy muy agradecido -dice-.

Quiero mostrarle mi aprecio también en nombre de Madame Fillington.

Mister Pihri vuelve a sonreír.

– El maletero de mi coche no es muy grande. Pero caben quinientos huevos sin dificultad.

– Carga quinientos huevos en el coche de Mister Pihri -ordena Hans Olofson a uno de los empleados de oficina que están en cuclillas.

Mister Pihri le da los documentos sellados.

– Desgraciadamente, de vez en cuando hay que renovar esos sellos. Siempre hay que evitar problemas. Por eso Madame Fillington y yo nos vemos con regularidad. De ese modo, pueden evitarse muchas dificultades.

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