Vuelve a la casa a recoger su maleta. En su chaqueta lleva el pasaporte y el dinero en una funda de plástico. Patel está sentado en la terraza esperando. Se levanta rápidamente y hace una reverencia cuando llega Hans Olofson.
– Dame cinco minutos -dice-. Espera en el coche.
Patel baja tan deprisa la escalera que la tela de sus pantalones va agitándose. Hans Olofson intenta reducir los casi diecinueve años para que quepan en un último instante. «Tal vez pueda entenderlo después», piensa. «¿Qué han significado todos estos años en África? ¿Estos años que han pasado con indescriptible rapidez y que me han lanzado desprevenido a la mediana edad? Es como si estuviera flotando en el vacío. Sólo mi pasaporte confirma que aún existo…»
Un pájaro de alas púrpura semejantes a una capa pasa volando. «Voy a recordarlo», piensa. Se sienta en el coche en el que Patel está esperando.
– Conduce con cuidado -dice.
Patel lo mira preocupado.
– Yo siempre conduzco con cuidado, Mister Olofson.
– Llevas una vida que hace que te suden siempre las manos -dice Hans Olofson-. La avaricia es lo que has heredado, nada más. No tu falso gesto preocupado y de buenas intenciones. ¡Ahora, conduce sin responder!
Después de mediodía se baja del coche en el Hotel Ridgeway. Arroja las llaves de su casa al asiento y deja a Patel. Ve que el africano que abre la puerta lleva los mismos zapatos rotos que cuando llegó hace cerca de diecinueve años.
Según ha solicitado en la reserva, le dan la habitación 212. Pero no la reconoce. La habitación ha cambiado. Los rincones son distintos. Se desnuda y se pasa el tiempo de espera en la cama.
Después de muchos intentos, consigue que le confirmen su reserva. Hay un sitio reservado para él bajo las estrellas.
«Alivio y preocupación», piensa, «eso es lo que siento. Estos dos sentimientos componen mi escudo de armas mental. Debería enmarcarse en mi futura lápida mortuoria. Busco los elementos de mi peculiar vida en el olor de los perros grises y en las hogueras de carbón africanas…
»Sin embargo también hay algo más. Las personas como Patel o Lars Häkansson entienden que el mundo está hecho para aprovecharlo. Peter Motombwane entendió que era para cambiarlo. Tenía el conocimiento, pero eligió un arma equivocada y un momento equivocado. Sin embargo, ambos tenemos algo en común. Entre Patel y yo hay un abismo. Y Lars Häkansson está muerto. Peter Motombwane y yo somos los supervivientes, a pesar de que el único corazón que late es el mío. Esos conocimientos nadie me los va a poder arrebatar…»
Al anochecer, en la habitación del hotel piensa en Janine y sus sueños acerca de Mutshatsha. Su solitaria guardia en la esquina de la Casa del Pueblo y la ferretería.
«Peter Motombwane», piensa. «Peter, Janine y yo…»
Un taxi oxidado lo lleva al aeropuerto. Hans Olofson da sus últimos billetes de kwacha al joven conductor.
En la cola de facturación de equipajes casi todos son blancos.
«Aquí se acaba África», piensa. «Europa ya está más cerca que las llanuras de alto pasto elefante.»
En el murmullo del mostrador escucha los suspiros del hipopótamo. Detrás de las columnas cree ver el ojo del leopardo vigilándolo. Luego atraviesa los distintos controles.
De repente empiezan a retumbar dentro de él tambores lejanos. Marjorie y Peggy bailan, sus caras negras resplandecen.
«Nadie me encontró», piensa.
«Sin embargo, me encontré a mí mismo.»
«Nadie me acompaña al partir, excepto el que yo era entonces, el que ahora dejo aquí.»
Ve su propia sombra en una de las ventanillas del avión.
«Ahora viajo a casa», piensa. «No es más extraordinario que eso, aunque ya sea de por sí bastante extraordinario.»
El gran avión reluce por la lluvia y las luces de los reflectores de luz. Lejos, bajo una luz amarilla hay un africano que está solo en la pista de despegue. Está de pie, totalmente inmóvil y absorto en sus pensamientos. Hans Olofson lo mira durante un buen rato antes de subir al avión que lo llevará lejos de África.
«Nada más», piensa. «Ahora ya ha pasado.»
Mutshatsha, buen viaje…
***
[1]El 13 de diciembre, día de santa Lucía, hay una tradición sueca por la que, en todos los establecimientos, oficinas, clubes, colegios, etcétera, incluso en cada casa, se elige a una mujer joven que, portando una corona de siete velas encendidas sobre la cabeza, vestida de blanco y acompañada de sus damas de honor, llega cantando para dar los buenos días, anunciando de ese modo la llegada de la luz después de las noches más largas del invierno. (N. de la T.)