Se sienta un buen rato al lado del fuego, escucha, dice unas pocas palabras. Ahora que ha decidido deshacerse de su granja, marcharse, ya no tiene prisa. Ni siquiera está enfadado porque África le haya vencido, le haya consumido hasta tal punto que ya no pueda más.
El cielo estrellado sobre su cabeza es totalmente claro.
Al final están sentados solos él y Joyce Lufuma, las hijas duermen en la choza de adobe.
– Pronto va a amanecer de nuevo -dice utilizando el idioma de ella, el bemba, que ha aprendido a medias después de todos los años que ha estado en África.
– Si Dios quiere, otro día más -contesta ella.
Piensa en todas las palabras que no existen en el idioma de ella. Para expresar la felicidad, el futuro, la esperanza. Palabras que no han sido posibles porque nunca han representado experiencias que les ocurran a ellos.
– ¿Quién soy yo? -pregunta de repente.
– Un bwana mzungu -responde ella.
– ¿Nada más? -dice él.
Lo mira sin entender.
– ¿Hay algo más? -pregunta ella.
«Tal vez no», piensa. «Tal vez eso es lo que soy, un bwana mzungu. Un bwana extraño, que no tiene hijos, ni siquiera una esposa.» De repente decide decir las cosas como son.
– Voy a marcharme de aquí, Joyce -dice-. Otras personas van a encargarse de la granja. Pero voy a sentirlo por ti y por tus hijas. Tal vez sea mejor que vuelvas con ellas a las regiones que rodean Luapula, de donde viniste una vez. Allí está tu familia, tu punto de partida. Voy a darte dinero para que puedas construirte una casa y comprar suficientes limas de tierra de cultivo para que puedas vivir bien. Antes de viajar voy a encargarme de que Peggy y Marjorie puedan llevar a cabo sus estudios de enfermería. ¿Sería mejor tal vez que vayan a la escuela que hay en Chipata? No se encuentra tan lejos de Luapula y no es tan grande como Lusaka. Pero quiero que sepas que voy a irme y quiero pedirte que no se lo digas a nadie por ahora. La gente de la granja puede preocuparse y no quiero que eso pase.
Ella ha escuchado atentamente y él le ha hablado con calma para demostrarle la seriedad de la situación.
– Regreso a mi país -continúa-. Del mismo modo que tú quizá regreses a Luapula.
De repente ella le sonríe, comprendiendo el significado real de sus palabras.
– Allí te espera tu familia -dice-. Tu esposa y tus hijos.
– Sí -dice-. Están esperando desde hace tiempo.
Le pregunta con mucho interés sobre su familia y él crea para ella tres hijos y dos hijas, además de una esposa.
«No lo entendería nunca», piensa. «De todos modos, la vida del hombre blanco es incomprensible para ella.»
A última hora de la tarde se levanta y va hacia el coche. A la luz de los faros la ve cerrar la puerta de la choza de adobe. «Los africanos son hospitalarios», piensa. «Sin embargo, no he entrado nunca en su casa.»
Los perros vienen a su encuentro fuera de su casa.
«Nunca más voy a tener perros», piensa. «No quiero vivir rodeado de sirenas ruidosas y perros que están adiestrados para morder gargantas. Para un sueco, no es normal tener un revólver bajo su almohada, controlar cada noche que está cargado, que el tambor gira con las balas.»
Atraviesa la silenciosa casa preguntándose si en realidad tiene algo a lo que regresar. «¿Son tal vez dieciocho años demasiado tiempo? Apenas sé qué ha ocurrido en Suecia durante todos estos años.» Se sienta en la habitación que considera su estudio, enciende una lámpara y controla que las cortinas estén corridas.
«Cuando venda la granja voy a tener muchos billetes de kwacha que no podré llevarme ni tampoco cambiar. Seguro que Patel podrá ayudarme con una parte, pero se imaginará que tiene la posibilidad de exigir al menos un cincuenta por ciento de impuestos por el cambio. Tengo dinero en un banco en Londres, aunque no sé exactamente la cantidad. Cuando me marche, lo haré con las manos vacías.»
De pronto, vuelve a dudar si es realmente necesaria su partida. «Tengo que aceptar la pistola bajo la almohada», piensa. «El miedo que está siempre presente, la inseguridad con la que he vivido hasta ahora.»
«Si me quedo otros quince años, podré jubilarme, irme a vivir a Livingstone o a Suecia. Otras personas aparte de Patel me pueden ayudar a sacar el dinero, asegurar los años que me quedan.
»En Suecia no tengo nada que espere mi regreso. Mi padre murió hace tiempo, en la aldea casi nadie recordará quién era yo. ¿Cómo voy a poder sobrevivir en una provincia invernal cuando ya me he acostumbrado al calor africano, cambiar las sandalias por unas botas?»
Durante un momento, juega con la idea de reanudar sus estudios, utilizar su madurez para terminar sus exámenes de derecho.
Ha trabajado durante veinte años para moldear su vida, a pesar de haberse quedado en África por una casualidad. Volver a Suecia no es un retorno. «Voy a tener que empezar otra vez desde el principio. ¿Pero con qué?»
Deambula inquieto por su habitación. Un hipopótamo grita desde el río Kafue. «¿Cuántas cobras he visto durante todos estos años que he estado en África?», se pregunta. «Tres o cuatro al año, incontables cocodrilos, hipopótamos y serpientes pitón. Una sola mamba verde durante todos estos años, que se había escondido en uno de los gallineros. Una vez atropellé a un mono con mi coche en las afueras de Mufulira, un babuino gigante macho. En Luangwa he visto leones y miles de elefantes, a veces se me han cruzado en el camino pocos y kudus, dando altos brincos por la hierba. Pero nunca he visto un leopardo, aparte de su sombra la noche que Judith Fillington me pidió que la ayudara con su granja.
«Cuando me marche de aquí, África se irá apagando como un sueño extraño, prolongado hasta abarcar una parte decisiva de mi vida. ¿Qué voy a llevarme de aquí? ¿Una gallina y un huevo? ¿El bastón con inscripciones que encontré una vez en el río, el bastón que dejó olvidado un hechicero? ¿O me llevaré el panga sagrado de Peter Motombwane, para mostrar a la gente el arma que destrozó a dos amigos míos y que una noche se alzaría sobre mi propia garganta? ¿Me llenaré los bolsillos de tierra roja?
»Llevo África dentro de mí, tambores lejanos que retumban en la noche. Un cielo estrellado cuya claridad no había presenciado antes. Los cambios de la naturaleza en el paralelo diecisiete. El olor a carbón vegetal, el constante olor de mis trabajadores a sudor rancio. Las hijas de Joyce Lufuma, que vinieron en fila con su carga sobre la cabeza…
»No puedo dejar África sin reconciliarme antes conmigo mismo», piensa. «Me he quedado aquí durante casi veinte años. La vida es como es, la mía ha sido lo que ha sido. No habría sido más feliz si hubiera acabado mis estudios y hubiera pasado este tiempo en el mundo de la justicia sueca. ¿Cuántas personas no sueñan con viajar? Yo lo hice y se puede decir también que he tenido suerte en algo. Sería una insensatez que no aceptara mis dieciocho años en África como algo que agradezco a pesar de todo.
»En el fondo también sé que tengo que marcharme. He matado a dos personas, África me está consumiendo, ello impide que me quede. Tal vez estoy huyendo, puede que sea una salida natural. Tengo que empezar a organizar mi viaje enseguida, mañana mismo. Tomarme el tiempo necesario, pero no más.»
Cuando está acostado en la cama, piensa que ya no se arrepiente de haber atropellado a Lars Häkansson. Su muerte apenas lo conmueve. La cabeza destrozada de Peter Motombwane le duele en lo más hondo. Sueña con el atento ojo del leopardo, que lo vigila sin descanso…
El último periodo de Hans Olofson en África se prolonga medio año más. Entrega su granja a la colonia blanca, pero, para su asombro, nadie se interesa por comprarla. Cuando pregunta el motivo, se da cuenta de que es porque está demasiado aislada. Es una granja que produce beneficios, pero nadie quiere hacerse cargo de ella. Después de dos meses sólo tiene dos presuntos compradores y comprende que le van a ofrecer poco dinero.
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