Al acabar la subasta sólo queda su casa vacía y la pregunta de quién va a hacerse cargo de la granja. Las ofertas de Mister Pihri y de Patel coinciden, como si formaran parte de un pacto secreto. Pero Hans Olofson sabe que están enemistados y decide ponerlos frente a frente de una vez. Fija una fecha, el quince de diciembre a las doce del mediodía. El que en ese momento le haya dado la mejor oferta se hará cargo de la granja.
Espera en la terraza con un abogado que ha traído de Lusaka. Pocos minutos antes de las doce llegan los dos, Patel y Mister Pihri. Hans Olofson les pide que escriban sus ofertas cada uno en un papel. Mister Pihri se disculpa por no llevar bolígrafo y el abogado tiene que prestarle el suyo. La oferta de Patel es más alta que la de Mister Pihri. Cuando Hans Olofson comunica el resultado, ve el brillo del odio a Patel en los ojos de Mister Pihri.
«Patel tendrá problemas con él», piensa Hans Olofson. «Con él o con el hijo.»
– Hay una condición invisible -dice Hans Olofson a Patel cuando se han quedado solos-. Una condición que no dudo en imponer, ya que has comprado esta granja a un precio descaradamente bajo.
– Son tiempos difíciles -dice Patel.
– Los tiempos son siempre difíciles -interrumpe Hans Olofson-. Si no tratas bien a tus trabajadores voy a aparecerme en tus sueños. Los trabajadores son los que conocen esta granja. Ellos me han alimentado durante todos estos años.
– Todo seguirá como antes, por supuesto -contesta Patel sumiso.
– Más te vale -dice Hans Olofson-. De no ser así, volveré y colgaré tu cabeza en una estaca.
Patel se queda pálido y se agacha sobre el taburete en el que está sentado a los pies de Hans Olofson. Se firman los papeles, se transmiten las propiedades. Hans Olofson escribe su nombre con rapidez para dejar todo hecho.
– Mister Pihri se ha llevado mi bolígrafo -dice afligido el abogado mientras se levanta para irse.
– No vas a recuperarlo nunca -dice Hans Olofson.
– Ya lo sé -dice el abogado-. Pero era un bolígrafo bueno.
Patel y él se quedan solos.
Se pone como fecha del traspaso el primero de febrero de 1988.
Patel promete enviar todo el dinero que pueda al banco en Londres. Estima que las dificultades y riesgos costarán un cuarenta y cinco por ciento.
– No vengas por aquí hasta el día que me marche -dice Hans Olofson-. Ese día me llevarás a Lusaka, entonces tendrás tus llaves.
Patel se levanta enseguida y le hace una reverencia.
– Puedes irte -dice Hans Olofson-. Ya te informaré de cuándo tienes que venir a buscarme.
Hans Olofson emplea el tiempo que le queda para despedirse de sus vecinos. Visita una granja tras otra, bebe hasta emborracharse y regresa luego a su casa vacía.
La espera le produce inquietud. Reserva su billete, vende barato su coche al irlandés Behan, a cambio de que pueda usarlo mientras siga allí.
Cuando sus vecinos le preguntan qué va a hacer, dice que no lo sabe. Le sorprende descubrir que muchos envidian su partida. «Tienen miedo», piensa. «Un miedo totalmente racional. Saben que se les ha acabado el tiempo, igual que a mí. Sin embargo, no son capaces de marcharse…»
Unos días antes de partir le visita Eisenhower Mudenda. Le da una piedra con vetas y una bolsa de cuero marrón llena de polvo.
– Sí -dice Hans Olofson-. Va a haber otro cielo estrellado sobre mí. Viajo a un país singular en el que el sol brilla a veces incluso por la noche.
Eisenhower Mudenda piensa un rato lo que le ha dicho Hans Olofson.
– Lleva la piedra y la bolsa en tu bolsillo, Bwana -dice al fin.
– ¿Por qué? -pregunta Hans Olofson.
– Porque yo te las doy, Bwana -contesta Eisenhower Mudenda-. Eso te va a proporcionar una vida larga. Pero también implica que sabremos a través de nuestros espíritus cuando ya no estés. Entonces podremos bailar para ti cuando regreses con tus antepasados.
– Las llevaré -dice Hans Olofson.
Eisenhower Mudenda se prepara para irse.
– Mi perro -dice Hans Olofson-. Una mañana alguien le había cortado la cabeza y la había atado a un árbol con alambre de púas.
– El que lo hizo está muerto, Bwana -dice Eisenhower Mudenda.
– ¿Peter Motombwane? -pregunta Hans Olofson.
Eisenhower Mudenda lo mira un rato antes de contestar.
– Peter Motombwane vive, Bwana -dice.
– Entiendo -contesta Hans Olofson.
Eisenhower Mudenda se marcha y Hans Olofson ve su ropa rota. «Después de todo no va a maldecirme cuando deje África», piensa. «No he sido uno de los peores a pesar de todo. Además hago lo que ellos quieren, me marcho, me reconozco discriminado…» Se queda solo en su casa vacía, solo con Luka. Ha llegado el final. Le da mil kwacha.
– No esperes a que esté lejos -dice Hans Olofson-. Puedes irte ahora. ¿Pero adonde vas?
– Mis raíces están en Malawi, Bwana -contesta Luka-. Más allá de la montaña junto al gran lago. Es un largo camino para andar. Pero soy lo suficiente fuerte aún para hacer el largo viaje. Mis pies están preparados.
– Vete mañana. No estés fuera de mi puerta al amanecer.
– Sí, Bwana, me marcharé.
Al día siguiente se había ido. Nunca supo qué había en su mente. «Nunca lograré saber si era él el que vi la noche que maté a Peter Motombwane…», piensa Hans Olofson.
La última tarde pasa mucho tiempo sentado en la terraza. Los insectos zumban su despedida alrededor de su cara. Los pastores alemanes han desaparecido, sus vecinos se los han llevado. Escucha en la oscuridad sintiendo la caricia del cálido viento en su rostro. Otra vez es época de lluvias, otra vez retumba la lluvia torrencial sobre su cabeza. Pero en su última tarde el cielo está despejado.
«Ahora, Hans Olofson», piensa. «Ahora te marchas de aquí. No vas a volver nunca. Una piedra con vetas azules, una bolsa de piel marrón y algunos dientes de cocodrilo es todo lo que te llevas de aquí…»
Trata de pensar qué puede hacer. Lo único que es capaz de imaginar es buscar a su madre. «Si la encuentro, podré hablarle de África», piensa. «De este continente herido y lacerado. De la superstición y la infinita sabiduría. De la necesidad y el sufrimiento que hemos creado nosotros, los hombres y mujeres blancos. Pero puedo hablarle también del futuro que hay aquí, según yo lo he visto. Joyce Lufuma y sus hijas, la enorme resistencia que sobrevive siempre en el más pisoteado de todos los mundos. Tal vez haya entendido algo después de todos estos años. Que África ha sido sacrificada sobre un altar occidental, se ha arrebatado el futuro de una o dos generaciones. Pero no más, no por más tiempo, eso también lo he entendido…»
Se oye una lechuza en la oscuridad. Soplan fuertes vientos. Cigarras invisibles cantan al lado de sus pies. Cuando al final se levanta y entra, deja la puerta abierta tras de sí…
Despierta al amanecer. Es el día dos de febrero de 1988 y está dejando África. Un viaje de vuelta que se ha aplazado durante casi diecinueve años.
A través de la ventana de su dormitorio ve el sol rojo elevarse sobre el horizonte. La niebla se desliza lentamente sobre el Kafue. Desde un río regresa a otro. Desde los ríos Kafue y Zambezi vuelve al Ljusnan. Se llevará consigo el hipopótamo que suspira, y piensa que en sus sueños van a vivir los cocodrilos en el río de Norrland.
«Mi vida está dividida por dos ríos», piensa. «En mi corazón llevo una mezcla de Norrland y África.»
Recorre por última vez la casa silenciosa. «Siempre me voy con las manos vacías», piensa. «¿Será una ventaja a pesar de todo? Es algo que me facilita las cosas.»
Abre la puerta que da al río. El suelo está mojado. Va descalzo hasta el lecho del río. Le parece ver huesos de fémur de elefante en el fondo. Luego tira su revólver al río.
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