Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Al subir a un avión por primera vez pende sobre él un cielo inmóvil, un muro de nubes infinito. Cuando cruza la pista, la humedad traspasa sus zapatos. Se da la vuelta como si, a pesar de todo, alguien hubiera ido a despedirlo…

Observa a los que van a ser sus compañeros de vuelo. «Nadie va a Mutshatsha», piensa. «En este momento eso es lo único de lo que puedo estar seguro.»

Con un leve movimiento de cabeza, Hans Olofson siente elevarse el avión.

Veintisiete horas después exactamente, como está indicado en el panel, aterriza en Lusaka. África lo recibe con un bochorno terrible. Nadie ha ido a esperarlo.

Un vigilante nocturno va a su encuentro con una porra en la mano.

Hans Olofson ve que está muy asustado. Dos grandes perros pastor alemán corren inquietos de un lado a otro por el descampado mal iluminado.

De pronto se siente molesto por tener que estar siempre rodeado de perros guardianes nerviosos y de altas tapias coronadas con puntas de vidrio incrustado. «Viajo de un bunker de blancos a otro», piensa. «Ese temor está por todas partes…»

Llama a la puerta del apartamento de servicio y contesta Peggy. Entra y ve que detrás de ella está Marjorie. Ambas se ríen y se alegran de que haya llegado. Sin embargo, enseguida nota que algo no va bien. Se sienta en una silla y escucha sus voces desde la cocina donde le están preparando té.

«Me olvido de que soy un mzungu incluso para ellas», piensa. «Sólo con Peter Motombwane he logrado tener un trato completamente natural con un africano.» Toma el té y les pregunta cómo les va en Lusaka.

– Nos va bien -contesta Marjorie-. Bwana Lars se encarga de nosotras.

No les habla del ataque nocturno y sí les pregunta en cambio si echan de menos su casa. Cuando responden que no, vuelve a notar que algo no va bien. Una especie de inseguridad detrás de la habitual alegría que siempre muestran. Algo que las atormenta. Decide esperar hasta que regrese Lars Häkansson.

– Mañana me quedo todo el día -dice-. Podemos acercarnos en coche a Cairo Road e ir de compras.

Al salir, oye que cierran con llave. «En los pueblos africanos no hay cerraduras», piensa. «En los búnkeres de los blancos es lo primero que aprendemos. Cerrar una puerta con llave da una seguridad ilusoria.»

El vigilante nocturno se dirige hacia él con su porra en la mano.

– ¿Dónde está bwana Lars? -pregunta Hans Olofson.

– En Kabwe, Bwana.

– ¿Cuándo vuelve?

– Tal vez mañana, Bwana.

– Me quedo aquí esta noche. Ábreme la puerta.

El vigilante desaparece en la oscuridad y va a buscar las llaves. «Seguro que las ha enterrado», se le ocurre a Hans Olofson.

Bruscamente, golpea a uno de los perros que olfatea sus piernas. Se retira gimiendo. «En este país hay una inmensa cantidad de perros que están adiestrados para atacar a personas de piel negra», piensa. «¿Cómo se puede adiestrar a un perro para que tenga un comportamiento racista?»

El vigilante abre la puerta, que está cerrada con llave. Hans Olofson toma las llaves y cierra desde dentro. Primero la verja con dos cerraduras y un travesaño con otra cerradura más. Después la puerta exterior con dos cerraduras y tres cerrojos.

«Ocho cerraduras», piensa. «Ocho cerraduras para poder dormir… ¿Qué podía agobiarlas? ¿Echan tal vez de menos su casa y no se atreven a reconocerlo?

»¿0 hay algo más?»

Va encendiendo las luces de la espaciosa casa de Lars Häkansson y recorre sus habitaciones, amuebladas con buen gusto. Hay equipos electrónicos de música que brillan por todas partes y deja que salga la música por los ocultos altavoces.

Elige una habitación de invitados que está preparada con sábanas limpias. «Aquí estoy más seguro que en mi propia granja», piensa. «Por lo menos eso creo, ya que nadie sabe dónde estoy.»

Se baña en un cuarto de baño reluciente, apaga el equipo de música y se acuesta.

Cuando está a punto de quedarse dormido, se sobresalta y se espabila de nuevo. Piensa en Marjorie y en Peggy, percibe que algo no va bien. Trata de convencerse a sí mismo de que África le ha hecho demasiado vulnerable en sus juicios, que después de todos esos años le parece ver miedo en la cara de todas las personas.

Se levanta y recorre la casa, abre puertas, observa los lomos de los libros y el dibujo de una estación de enlace que está colgado en una de las paredes del estudio de Lars Häkansson. «Todo se ha hecho a la perfección», piensa Hans Olofson.

Lars Häkansson se ha instalado en África sin una mota de polvo, poniendo cada cosa en su lugar. Abre cajones y ve ropa interior colocada en montones dispuestos de modo meticuloso. Una habitación la ha convertido en estudio fotográfico, detrás de otra puerta hay una bicicleta de entrenamiento y una mesa de ping-pong.

Vuelve a la gran sala de estar pensando que no encuentra nada que aporte una imagen del pasado de Lars Häkansson. No ve por ningún sitio fotos de los hijos ni de la esposa de la que se separó. Se imagina que Lars Häkansson se aprovecha de que África está demasiado lejos de Suecia. Lo que está lejos, no está; no tiene que acordarse de nada si él mismo no quiere.

Abre el cajón de una pequeña cómoda. Allí hay montones de fotografías. Al enfocarlas con una lámpara ve lo que representan. Son fotos pornográficas de personas negras. Imágenes de relaciones sexuales, poses individuales. Todos los de las fotos son muy jóvenes. Ahí están también Peggy y Marjorie. Abandonadas e indefensas.

Entre las fotos hay también una carta, escrita en alemán. Hans Olofson logra descifrar que es de un hombre de Frankfurt que le da las gracias por las fotos que le ha enviado, quiere que le mande más y le comunica que se han remitido tres mil marcos alemanes a un banco de Liechtenstein, según lo acordado.

Hans Olofson se asusta de su arrebato de cólera. «Ahora estoy en condiciones de hacer cualquier cosa», piensa. «Ese hijo de puta en el que puse toda mi confianza está engañando, amenazando o seduciendo a mis hijas negras para que hagan esto. No merece vivir. ¿Las estará forzando también? ¿Estará tal vez una de ellas o ambas ya embarazada?»

Escoge las fotos en las que aparecen Peggy y Marjorie y se las mete en el bolsillo. Vuelve a cerrar el cajón y se decide.

A través de una ventana que queda abierta por la noche habla con el vigilante y se informa de que Lars Häkansson vive en un department guest-house, cerca del campamento militar de Kabwe, en el acceso sur de la ciudad.

Hans Olofson se viste y sale de la casa. El vigilante nocturno lo mira asombrado cuando se sienta en el coche.

– Es peligroso conducir a un lugar tan apartado por la noche, Bwana -dice.

– ¿Qué peligro puede haber? -pregunta Hans Olofson.

– Hombres que roban y matan, Bwana -contesta el vigilante.

– No tengo miedo -dice Hans Olofson.

«Además es cierto», piensa mientras atraviesa la verja. «Lo que experimento ahora es una sensación más fuerte que todo el miedo con el que he convivido tanto tiempo.»

Sale fuera de la ciudad, se obliga a no conducir demasiado deprisa para no arriesgarse a chocar con un coche africano que no lleve faros. «Con qué facilidad me dejo embaucar», piensa. «Encuentro a un sueco y enseguida me apoyo en él. Me inspiró confianza al verlo delante de mi casa queriéndome comprar una colina de mis propiedades.

»Puso una casa a disposición de Peggy y Marjorie con excesiva rapidez. ¿Qué habrán recibido? ¿Dinero o amenazas? ¿Ambas cosas? En realidad no hay castigo posible», piensa. «Pero quiero entender cómo puede comportarse alguien de ese modo.»

A mitad de camino entre Lusaka y Kabwe llega a un control militar. Disminuye la velocidad y para en el puesto de control. Los soldados en uniforme de camuflaje y con cascos van hacia él bajo la luz de los focos, llevan los rifles automáticos en alto. Baja la ventanilla y uno de los soldados se inclina y mira adentro del coche. Hans Olofson percibe que el soldado es muy joven y está muy borracho. Le pregunta adonde va.

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