– No podemos fiarnos nunca de los periodistas -dice-. Ahora está demostrado.
– Peter Motombwane era un buen periodista -replica Hans Olofson.
– Le interesaban demasiado ciertas cosas en las que no debía meterse -dice el oficial de policía-. Pero ahora sabemos que era un bandido.
– La piel de leopardo -dice Hans Olofson-. He oído vagos rumores de que es un movimiento político.
– Entremos -propone enseguida el oficial de policía-. Se habla mejor en la sombra.
Luka sirve el té, se sientan en silencio.
– Ciertos rumores lamentables se extienden con demasiada facilidad -dice el oficial de policía-. No existe ningún movimiento leopardo. El mismo presidente ha aclarado en público que no lo hay. Así que no existe. Por lo tanto sería lamentable que surgieran nuevos rumores. Nuestras autoridades se sentirían insatisfechas.
«¿Qué está intentando transmitirme?» piensa Hans Olofson. «¿Una información, una advertencia? ¿O una amenaza?»
– Ruth y Werner Masterton -dice Hans Olofson-. Esto habría quedado como la casa de ellos si yo no lo hubiera matado, y tal vez a otro hombre más.
– No existe ningún tipo de relación -dice el oficial de policía.
– Naturalmente que existe -afirma Hans Olofson.
El oficial de policía mueve su taza despacio.
– Una vez vine aquí con una orden expedida de modo erróneo -dice-. Usted se mostró muy solícito en esa situación. Para mí es una gran alegría poder devolverle el favor ahora. No existe ningún movimiento leopardo, lo ha decidido nuestro presidente. Tampoco hay motivo para relacionar cosas que no tienen ninguna relación. Además, sería muy inadecuado que se extendiera el rumor de que usted conocía al hombre que intentó matarlo. Eso crearía sospechas en las autoridades. ¿Se podría empezar a pensar, tal vez, que fue una forma de venganza? ¿Relaciones poco claras con un granjero blanco que originan rumores sobre el movimiento leopardo? Podría meterse en dificultades con mucha facilidad. Lo mejor es escribir un informe sencillo y claro sobre una agresión lamentable que por fortuna terminó bien.
«Ya salió», piensa Hans Olofson. «Después de una explicación confusa tengo que darme cuenta de que todo se va a enterrar. Peter Motombwane ya no será en lo sucesivo un desesperado luchador de la resistencia, sino que su recuerdo se asociará al de un bandido.»
– Las autoridades de inmigración se van a preocupar -añade el oficial de policía-. Pero le devolveré la amabilidad que tuvo usted conmigo olvidando este caso lo antes posible.
«Es inaccesible», piensa Hans Olofson. «Es evidente que tiene instrucciones. En este país no existe oposición política alguna.»
– Supongo que tendrá licencia de armas -dice el oficial de policía en tono amistoso.
– No -contesta Hans Olofson.
– Podría haber sido causa de problemas -contesta el oficial de policía-. Las autoridades se toman muy en serio la falta de licencias de armas.
– Nunca lo había pensado -reconoce Hans Olofson.
– Para mí será un placer olvidar eso también -dice el oficial de policía poniéndose en pie.
«El caso está cerrado», piensa Hans Olofson. «Sus argumentos eran mejores que los míos. Nadie quiere tener que pasar por una cárcel africana.»
Cuando salen, el cuerpo ha desaparecido.
– Mis hombres lo han hundido en el río -responde a su pregunta el oficial de policía-. Es más sencillo así. Nos hemos tomado la libertad de utilizar alguna chatarra que encontramos en su jardín.
El policía espera en el coche.
– Lamentablemente, la gasolina se ha acabado -informa-. Pero uno de mis hombres ha tomado prestados unos cuantos litros de combustible de su reserva mientras tomábamos el té.
– Por supuesto -dice Hans Olofson-. Cuando pase por aquí, puede parar y llevarse algunas cajas de huevos.
– Los huevos son buenos -reconoce el oficial de policía ofreciéndole su mano para saludarlo-. No es frecuente acabar las investigaciones criminales con tanta facilidad.
El coche de policía desaparece y Hans Olofson dice a Luka que queme el mantel manchado de sangre. Lo mira mientras lo quema.
«Aun así puede haber sido él», piensa Hans Olofson. «¿Cómo voy a poder seguir viviendo con él a mi lado? ¿Podré continuar aquí?»
Se sienta en su coche y lo estaciona fuera del gallinero en el que trabaja Eisenhower Mudenda. Le enseña el panga de Peter Motombwane.
– Ahora es mío -dice-. A quien ataque mi casa lo mataré con el arma que no pudo vencerme a mí.
– Es un arma muy peligrosa, Bwana -admite Eisenhower Mudenda.
– Conviene que todos lo sepan -dice Hans Olofson.
– Todos lo van a saber enseguida, Bwana -dice Eisenhower Mudenda.
– Entonces nos entendemos -dice Hans Olofson de camino a su coche.
Se encierra en su dormitorio, corre las cortinas y ve a Luka enterrando los perros muertos. «Vivo en un cementerio africano», piensa.
En el techo de la terraza está la sangre de Peter Motombwane. «Una vez fue mi amigo, mi único amigo africano.» La lluvia viene a enjuagar su sangre; los cocodrilos destrozan su cuerpo en el fondo del río Kafue.
Se sienta en el borde de la cama agotado por el cansancio. «¿Cómo voy a poder soportar lo que ha ocurrido?», piensa otra vez. «¿Cómo voy a seguir adelante en este infierno?»
La impotencia que siente Hans Olofson va en aumento durante el mes siguiente. El periodo de lluvias está llegando a su fin y él mantiene a Luka bajo control. Los vecinos van a visitarlo cuando oyen el rumor del ataque, y él vuelve a contar la historia de la noche en que murieron Peter Motombwane y los perros. Nunca encuentran al otro hombre, el rastro de sangre acaba en el vacío. En su imaginación, el tercer hombre se va convirtiendo en una sombra y la imagen de Luka como sospechoso se desvanece poco a poco.
Padece sucesivos accesos de malaria en los que tiene alucinaciones y vuelve a vivir la situación de ser atacado por bandidos. Una noche cree que va a morir. Cuando despierta, la luz está cortada, el golpe de fiebre hace que pierda la orientación. Dispara con su revólver hacia la oscuridad.
Cuando despierta, el acceso de malaria ha pasado y Luka está como siempre, esperando fuera de la puerta al amanecer. Alrededor de su casa corren nuevos pastores alemanes que le han llevado los vecinos como regalo incuestionable de la colonia blanca.
Controla como siempre el trabajo diario en la granja. Los coches de huevos ya no son saqueados, sobre el país reina la tranquilidad.
Se pregunta cómo va a aguantar. «Nunca podría haber evitado matar a Peter Motombwane», piensa. «Él no me lo hubiera permitido. Si hubiera podido, me habría cortado la cabeza. Su desesperación debe de haber sido tan grande que no podría haber vivido más tiempo esperando a que llegara el momento oportuno, que la insurrección fuera creciendo poco a poco. Debe de haber pensado que ese momento podía acelerarse y echó mano de la única arma que tenía. ¿Acaso era consciente también de que fracasaría?»
Se compara con Peter Motombwane, rememora prolongados y dolorosos episodios de su vida. «Mi vida está hecha con cemento de mala calidad», piensa. «Las grietas del edificio son profundas y algún día se derrumbará todo. Mis ambiciones han sido siempre superficiales y deficientes. Mi actitud moral se basa en los sentimientos o en la impaciencia. En realidad casi nunca me he exigido nada a mí mismo.
«Estudié buscando una salida, un modo de quitarme de en medio. Viajé a África para llevar a cabo el sueño de otra persona. Se me puso en las manos una granja. Cuando Judith Fillington se marchó, el trabajo ya estaba hecho. Sólo tenía que repetir las mismas cosas que ella hacía como rutina. Finalmente me asigné el indignante papel de matar a una o tal vez a dos personas. Personas que estaban dispuestas a hacer algo que yo nunca me hubiera atrevido a hacer. Apenas se me puede reprochar que defendiera mi vida. Sin embargo lo hago.»
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