– En algún momento se hablaba de Suecia como de una autoproclamada conciencia mundial -dice Hans Olofson desde su silla en la oscuridad.
– Ese tiempo ya ha pasado -contesta Lars Häkansson-. El papel de Suecia es insignificante, el primer ministro sueco asesinado fue probablemente una excepción. Por supuesto, el dinero sueco es solicitado, la ingenuidad política hace que una cantidad sin fin de políticos y hombres de negocios negros hagan grandes fortunas privadas con recursos de cooperación. En Tanzania hablé con un político que había dimitido y que era lo bastante viejo como para decir lo que quería. Era propietario de un castillo en Francia que había financiado en parte con dinero sueco de cooperación, destinado a instalaciones de agua en las zonas más pobres del país. Hablaba de una asociación sueca entre los políticos del país. Un grupo de personas que se encontraban regularmente y se transmitía sus experiencias acerca de cómo meterse en los bolsillos los recursos de cooperación de Suecia. Esto último no sé si es cierto, pero se puede suponer. El político con el que hablé de su castillo en Francia tampoco era especialmente cínico. Ser político en África es una posibilidad legítima de establecer una fortuna. Que luego salga de los más pobres es algo que pertenece a unas reglas de juego no escritas.
– Me cuesta creer lo que dices -contesta Hans Olofson.
– Precisamente por eso es posible que continúe un año tras otro -dice Lars Häkansson-. La situación es demasiado incomprensible como para que alguien la crea, y menos aún que saque un hacha.
– Todavía queda una pregunta sin responder -dice Hans Olofson-. ¿Por qué te marchaste tú?
– Un divorcio que fue un baño de sangre mental -contesta Lars Häkansson-. Mi esposa me abandonó del modo más banal. Encontró un agente inmobiliario en Valencia. Mi vida, que hasta entonces nunca había puesto en tela de juicio, se hizo añicos como si un camión hubiera entrado en mi mente. Viví durante dos años paralizado emocionalmente. Luego me levanté y me marché. Me habían abandonado las ganas de vivir. Pensé que lo mejor era viajar y morir. Pero todavía vivo.
– Las dos chicas -dice Hans Olofson.
– Ya te lo dije -contesta Lars Häkansson-. Serán bienvenidas, yo las cuidaré.
– Todavía falta un poco para que empiecen sus cursos de formación -dice Hans Olofson-. Pero me figuro que necesitan tiempo para acostumbrarse. Había pensado llevarlas a Lusaka dentro de unas semanas.
– Seréis bienvenidos -dice Lars Häkansson.
«¿Qué es lo que me preocupa?», piensa Hans Olofson de forma inmediata. «Hay algo que me asusta. Lars Häkansson es un sueco que inspira seguridad, lo suficientemente honrado como para confesar que ha formado parte de algo que ni siquiera podría denominarse un escándalo. Reconozco su disposición a ayudar. Sin embargo, hay algo que me inquieta.»
Al día siguiente visitan juntos a Joyce Lufuma y a sus hijas. Cuando Hans Olofson se lo dice a las hijas mayores, enseguida se ponen a bailar de alegría. Lars Häkansson se queda a un lado, sonriendo, y Hans Olofson se da cuenta de que ser atendidas por un hombre blanco es una garantía para Joyce Lufuma. «Me preocupo innecesariamente», piensa Hans Olofson. «¿Será porque yo no tengo hijos?
»Pero eso también es una verdad sobre este continente contradictorio. Para Joyce Lufuma, Lars Häkansson y yo somos las mejores garantías que pueda imaginar para sus hijas. No solamente porque somos mzunguz, hombres ricos. Tiene una confianza total e ilimitada en nosotros debido a nuestro color de piel.»
Dos semanas después, Hans Olofson lleva a las dos hermanas a Lusaka. Marjorie, la mayor, va sentada a su lado en el asiento delantero. Peggy detrás de él. Son de una belleza deslumbrante, sus ganas de vivir le hacen sentir de repente un nudo en la garganta. «Sin embargo hago algo», piensa. «Me ocupo de que estas dos jóvenes no se vean obligadas a dejar estancadas sus vidas sin sacarles ningún tipo de provecho, tengan demasiados hijos en pocos años, pobreza, privaciones, vidas que se acaban antes de tiempo.»
La recepción en casa de Lars Häkansson es tranquilizadora. El apartamento que pone a disposición de las dos chicas está recién pintado y bien equipado. Marjorie se queda asombrada ante el interruptor de la luz que por primera vez en su vida va a darle electricidad.
Hans Olofson se da cuenta de que la inquietud que ha sentido no significa nada. Piensa que proyecta su propia angustia en otras personas. Pasa la tarde en casa de Lars Häkansson. A través de la ventana del dormitorio puede ver a Marjorie y a Peggy, sombras que se vislumbran detrás de finas cortinas. De repente se acuerda del momento en que llegó a la capital procedente de la aldea. La primera salida, tai vez el viaje más decisivo de todos…
Al día siguiente hace una escritura de traspaso de la colina de su terreno y deja su número de cuenta en el banco inglés. Antes de marcharse de Lusaka se detiene impulsivamente en la puerta de una de las oficinas aéreas de Zambia y solicita los horarios de las conexiones con los vuelos a Europa.
El largo viaje de vuelta a Kalulushi también se ve interrumpido en ocasiones por los golpes de lluvia que impiden la visibilidad. A última hora de la tarde llega finalmente a la verja de su granja. El vigilante nocturno va hacia él bajo el resplandor de los faros del coche. De repente, le parece que no reconoce al hombre y se le ocurre que puede ser un bandido que se ha puesto el uniforme del vigilante. «Mis armas», piensa desesperado. Pero el vigilante es el de siempre, según puede comprobar Hans Olofson al verlo de cerca.
– Bienvenido a casa, Bwana -le saluda el vigilante.
«Nunca voy a entender si lo dice de verdad», piensa Hans Olofson. «Sus palabras pueden significar, del mismo modo que me da la bienvenida, que va a tener la posibilidad de arrancarme el corazón del cuerpo.»
– ¿Todo tranquilo? -pregunta.
– No ha ocurrido nada -contesta el vigilante.
Luka lo está esperando, ha dejado la cena preparada en un armario que la mantiene caliente. Dice a Luka que se marche a su casa y se sienta a la mesa. «La comida puede estar envenenada», se le ocurre de pronto, sin fundamento alguno. «Me encuentran muerto, se me practica una chapuza de autopsia, y nunca se descubre veneno alguno.»
Retira el plato con la comida, apaga la luz y se queda sentado en la oscuridad. Desde el hueco del techo oye el batir de alas de los murciélagos. Una araña pasa rápidamente por encima de su cabeza. De repente se da cuenta de que casi está al límite. Como un mareo, una vorágine de sentimientos y pensamientos que no han salido a la luz, que se va aproximando.
Permanece sentado mucho rato en la oscuridad hasta que se da cuenta de que va a tener un acceso de malaria. Le empiezan a doler las articulaciones, le palpitan las sienes y la fiebre se dispara por su cuerpo. Rápidamente levanta sus barricadas, pone armarios delante de las puertas exteriores, controla las ventanas y elige un dormitorio donde se tumba con su revólver. Toma una dosis de quinina y se pierde lentamente en el sueño.
En sus sueños hay un leopardo cazando. De pronto se da cuenta de que es Luka vestido con una sangrante piel de leopardo. El acceso de malaria lo persigue hasta un precipicio.
Cuando despierta al amanecer, siente que el acceso no ha sido demasiado fuerte. Se levanta de la cama, se viste rápidamente y va a abrirle la puerta a Luka. Retira un armario y de repente se da cuenta de que aún lleva el revólver en la mano. Ha dormido toda la noche con el dedo en el gatillo. «Estoy perdiendo el control», piensa. «Imagino sombras amenazantes por todos lados, pangas invisibles continuamente alrededor de mi laringe. Al proceder de Suecia no estoy preparado para poder controlar todo el tiempo el miedo. El miedo que me domina es una sensación reprimida que está al borde de la insurrección para liberarse de una vez por todas. El día que ocurra habré llegado a mi límite. Entonces África me habrá vencido, finalmente, definitivamente.»
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