– Karlsson.
– Mary Karlsson o Mary Olofson de Askersund. ¿Qué más?
– Cuando era pequeña tenía un perro que se llamaba Buffel. Recuerdo que me lo contó.
– Ese perro debe de estar muerto desde hace cincuenta años.
– De todos modos se llamaba Buffel.
– ¿Eso es todo lo que sabes?
– Sí, ¿por qué?
– ¿Un condenado perro que se llamaba Buffel?
– Se llamaba así, lo recuerdo perfectamente.
Hans Olofson lo acompaña hasta el tren.
«Voy a buscarla», piensa. «No puedo tener una madre que sea un misterio. Puede que me esté mintiendo y ocultando algo, o puede que mi madre sea una mujer importante.»
– ¿Cuándo vuelves a casa? -pregunta Erik Olofson.
– Para el verano. No antes. ¿Quién sabe si no serás de nuevo marinero para entonces?
– Tal vez. Quizá…
Hans Olofson le acompaña en tren hasta Uppsala. Lleva el asado de alce bajo el brazo.
– ¿Quién caza ilegalmente? -le pregunta.
– Nadie que tú conozcas.
Hans Olofson vuelve a la casa de los relojes.
«No puedo rendirme», piensa. «Nada puede impedirme realmente que sea defensor de las circunstancias atenuantes. Las barricadas las levanto dentro de mí mismo.
»No puedo rendirme…»
Mira la serpiente muerta.
¿Qué le transmite? ¿Qué mensaje lleva? El hechicero interpreta las voces de los antepasados, las masas se inclinan movidas por el miedo y el servilismo. Piensa que tiene que marcharse, dejar la granja, dejar África.
De repente le parece inconcebible. «Pronto llevaré casi veinte años en África. Una vida irreal, incomprensible. ¿Qué creía que iba a poder conseguir en realidad? La superstición es verdadera, eso es algo de lo que siempre me olvido. Todo el tiempo me dejo engañar por el punto de vista de los blancos. Nunca he logrado comprender el modo de pensar de los negros. Pronto habré vivido veinte años aquí sin conocer realmente el terreno que piso.
»Ruth y Werner murieron porque se negaron a comprender…»
Se sienta en su coche con la sensación de que ya no puede más y se dirige a Kitwe. Entra en el Hotel Edinburgh para poder dormir, corre las cortinas y se tumba desnudo sobre las sábanas. Hay una fuerte tormenta, los rayos caen por delante de él. La lluvia torrencial azota la ventana como golpes de mar.
De repente echa de menos su casa. Una sed melancólica del agua clara del río, las copas inmóviles de los abetos. Tal vez era eso lo que quería transmitirle la serpiente blanca. ¿O acaso intentó darle un último aviso?
«Salí corriendo de mi propia vida», piensa. «Donde en principio había una posibilidad, una adolescencia, que tal vez era pobre, pero era totalmente mía, con el olor de los perros grises. Podría haber continuado haciendo realidad una ambición, velar por las circunstancias atenuantes.
«Casualidades más fuertes que yo originaron mi confusión. Acepté el ofrecimiento de Judith Fillington sin saber bien lo que realmente significaba.
«Ahora que estoy entrando en la mediana edad, temo que parte de mi vida se haya ido a pique. Todo el tiempo quiero algo distinto. En este momento quisiera volver, empezar desde el principio si fuera posible.»
Se viste con desasosiego. Baja al bar del hotel. Saluda a algunas caras conocidas y ve a Peter Motombwane en un rincón, inclinado sobre un periódico. Se sienta a su mesa sin decirle lo que ha ocurrido en la granja.
– ¿Qué pasa? -pregunta-. ¿Nuevos motines? ¿Nuevos saqueos? Cuando llegué a Kitwe parecía que todo estaba tranquilo.
– Las autoridades han puesto en el mercado reservas de emergencia de maíz -dice Peter Motombwane-. Va a llegar azúcar procedente de Zimbawe, en Dares-Salaam hay trigo canadiense. Los políticos han decidido no tener más disturbios. Muchas personas han sido encarceladas, el presidente está escondido en el State House. Lamentablemente, todo va a volver a la tranquilidad. Una montaña de sacos de harina de maíz es suficiente para posponer por un tiempo indeterminado un motín africano. Los políticos pueden dormir seguros sobre sus fortunas, tú puedes quitar los obstáculos que has puesto en las puertas y volver a dormir tranquilo.
– ¿Cómo puedes saber que he puesto obstáculos en las puertas? -pregunta Hans Olofson.
– Lo sabría aunque no tuviera imaginación -contesta Peter Motombwane.
– Pero Werner y Ruth Masterton no van a recuperar sus vidas -dice Hans Olofson.
– Algo es algo -contesta Peter Motombwane.
Hans Olofson se sobresalta. Siente una furia repentina.
– ¿Qué quieres decir? -pregunta.
– Había pensado en ir a verte algún día -dice Peter Motombwane con indiferencia-. Soy periodista. He investigado el país en penumbra en que se ha convertido la Granja Rustlewood. Las verdades se descubren, nadie teme que los muertos vuelvan a andar porque les cortaron la cabeza. Cuando hablan los trabajadores negros aparece un mundo desconocido. Tenía pensado ir un día a tu casa para contártelo.
– ¿Por qué no ahora? -pregunta Hans Olofson.
– En tu granja estoy cómodo -contesta Peter Motombwane-. Viviría allí con mucho gusto. En tu terraza se puede hablar de todo.
A Hans Olofson le parece captar un doble sentido en las palabras de Peter Motombwane. «No lo conozco», piensa rápidamente. «Más allá de nuestras conversaciones y de las tardes que hemos pasado juntos, vuelve una y otra vez a la cuestión fundamental, que él es negro y yo un europeo blanco. Las diferencias entre los continentes no son nunca tan grandes y evidentes como cuando están representadas por dos personas particulares.»
– Dos cuerpos asesinados y destrozados -dice Peter Motombwane-. Dos europeos que han vivido aquí durante muchos, muchos años, asesinados y hechos jirones por negros desconocidos. Tomé la decisión de ir por detrás, de buscar luz entre las sombras. Quizá porque podía estar equivocado, a pesar de todo, y lo de los Masterton no fue casual. Estoy haciendo mis indagaciones y un mundo subyacente ha empezado a emerger. Una granja siempre es algo reservado, los propietarios blancos levantan vallas visibles e invisibles alrededor de ellos y de sus trabajadores. Hablo con los negros, unos rumores sueltos, y de pronto surge algo coherente y claro. Estoy ante una suposición que empieza a confirmarse. Werner y Ruth Masterton no fueron asesinados por casualidad. Nunca estaré seguro, las casualidades y las decisiones tomadas de forma consciente también pueden estar entretejidas por hilos invisibles.
– Cuéntamela -dice Hans Olofson-. Cuéntame la historia de las sombras.
– Empezaba a aparecer una imagen -dice Peter Motombwane-. Dos personas con un odio irrazonable hacia los negros. Un régimen de terror con amenazas y castigos continuos. Antes nos azotaban con látigos hechos con piel de hipopótamo. Actualmente sería imposible hacerlo. Los látigos son invisibles, sólo dejan huella en el cerebro y en la delicada piel del corazón. Los negros que trabajaban en la Granja Rustlewood vivían expuestos continuamente a humillaciones y amenazas de despido, traslados degradantes, multas y sanciones. Este país es evidentemente un territorio sudafricano de un racismo desmesurado. El alimento principal de Ruth y Werner era el desprecio que cultivaban.
– No lo creo -dice Hans Olofson-. Los conocía. No eres capaz de descubrir la intención de las mentiras que sacas de ese mundo de sombras que has visitado.
– No te pido que me creas -dice Peter Motombwane-. Lo que te doy es la verdad negra.
– Una mentira nunca va a ser verdad por más que la repitas -dice Hans Olofson-. La verdad no tiene matices, o al menos no debería tenerlos en una conversación amistosa.
– Las versiones coincidían -insiste Peter Motombwane-. Los detalles aislados se confirmaban entre sí. Ahora que lo sé, me encojo de hombros ante el destino que corrieron. Quiero decir que creo que se hizo justicia.
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