– Esa conclusión hace imposible nuestra amistad -declara Hans Olofson levantándose.
– ¿Ha sido posible en algún momento? -pregunta Peter Motombwane impasible.
– Creía que sí -contesta Hans Olofson-. Al menos ésa era mi sincera intención.
– No soy yo el que lo impide -dice Peter Motombwane-. Eres tú el que no se atreve a ver ante sí la realidad de dos personas muertas, en lugar de ver la amistad de alguien que está vivo. En este momento estás adoptando una actitud racista. De verdad que me sorprende.
Hans Olofson siente ganas de agredir a Peter Motombwane, pero se contiene.
– ¿Qué haríais sin nosotros? -dice-. Sin los blancos, este país se hundiría. No son palabras mías, sino tuyas.
– Estoy de acuerdo contigo -contesta Peter Motombwane-. Sin embargo, la ruptura no sería tan grande como te imaginas. Pero sería lo bastante importante como para provocar un cambio. Podría surgir algo que estaba latente desde hacía tiempo. En el mejor de los casos lograríamos deshacernos de la influencia europea que nos oprime sin que estemos preparados realmente. Tal vez entonces por fin podamos llevar a cabo nuestra independencia africana.
– O si no, nos cortamos las cabezas unos a otros -dice Hans Olofson-. Raza contra raza, bemba contra luvale, kaonde contra luzi.
– De cualquier modo, ése es nuestro problema -contesta Peter Motombwane-. No podemos culparos de ello.
– África se hunde -dice Hans Olofson indignado-. El futuro de este continente ya ha pasado. Lo que queda es sólo una decadencia cada vez mayor.
– Si vives el tiempo suficiente, te darás cuenta de que estás equivocado -contesta Peter Motombwane.
– Según todos los cálculos, mi expectativa de vida es superior a la tuya -dice Hans Olofson-. Tampoco va a poder acortarla nadie poniendo un panga contra mi cabeza.
El desenlace no tiene arreglo posible. Hans Olofson se marcha sin más, Peter Motombwane se agazapa entre las sombras. Cuando vuelve a su habitación y cierra la puerta, siente pena y desamparo. El perro solitario ladra en su interior y ve de repente ante sí el impotente refriegue de su padre. «Concluir una amistad», piensa. «Como romperse las falanges de los dedos. Con Peter Motombwane pierdo mi enlace más importante con África. Voy a echar de menos nuestras conversaciones, su razonamiento de que las ideas de los negros sean como son.» Se tumba en la cama y piensa. «Naturalmente, Peter Motombwane puede tener razón. ¿Qué sé yo en verdad acerca de Ruth y Werner Masterton?
»Hace casi veinte años compartimos el vagón de un tren entre Lusaka y Kitwe, me ayudaron en lo sucesivo, me cuidaron cuando volví de Mutshatsha. Nunca ocultaron su oposición a la transformación que se está llevando a cabo en África, siempre se referían a la época colonial como el momento que podría haber impulsado a África hacia delante. Se sentían traicionados y decepcionados a la vez. Pero ¿y esa brutalidad extrema que según Peter Motombwane había marcado la vida diaria de los Masterton?
»Quizá tenga razón», piensa Hans Olofson. «¿Estaré negando una verdad? ¿Tendré reacciones racistas?» Regresa rápidamente al bar para tratar de reconciliarse con Peter Motombwane.
Pero la mesa está vacía. Uno de los camareros le dice que de repente se marchó de allí. Duerme cansado y desolado en su cama del hotel.
Por la mañana, cuando está desayunando, le vuelve el recuerdo de Ruth y Werner Masterton. Uno de sus vecinos, un irlandés que se llama Behan, entra en el comedor y se acerca a su mesa. Ha aparecido un testamento en la casa ensangrentada, en un armario de acero que ha sobrevivido al incendio. Un bufete de abogados que hay en Lusaka está autorizado a vender la granja y transferir el beneficio correspondiente a la residencia británica de ancianos que hay en Livingstone.
Behan le adelanta que la subasta de la granja se va a llevar a cabo dentro de quince días. Hay muchos presuntos compradores blancos, no van a permitir que la granja caiga en manos negras.
«Esto es una guerra», piensa Hans Olofson. «Una guerra que sólo se ve por casualidad. Pero el odio racial se palpa en todas partes, el de los blancos a los negros y a la inversa.»
Vuelve a su granja. Un violento aguacero, que impide la visibilidad a través del parabrisas, le obliga a quedarse en el arcén poco antes de llegar. Una mujer negra con dos niños pequeños pasan andando al lado del coche, manchados de barro y agua. Ella es la esposa de uno de los trabajadores de la granja. «No me pide que la lleve», piensa. «Yo tampoco me ofrezco a llevarla. Nada nos une, ni siquiera una fuerte tromba de agua cuando sólo uno de nosotros tiene paraguas.»
«El comportamiento bárbaro de las personas siempre ha tenido rostro humano», piensa lleno de confusión. «Es lo que hace a la barbarie tan inhumana.»
La lluvia retumba contra el techo del coche, espera en soledad a que se pueda volver a ver. «Podría tomar una decisión aquí y ahora», piensa. «Decidir romper con todo. Vender la granja, volver a Suecia. No sé cuánto dinero exactamente me ha sacado Patel, pero no creo tampoco que esté sin un céntimo. Esta granja de gallinas me ha dado algunos años de respiro.
»Hay algo de África que me asusta tanto como aquella vez que salí del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka. Veinte años de experiencia en este continente en el fondo no han cambiado nada, ya que nunca he cuestionado el punto de partida del blanco. Si alguien me pidiera que le contara lo que ocurre en este continente, ¿qué diría en realidad? Estoy en posesión de recuerdos arriesgados, espantosos, exóticos. Pero apenas tengo algún conocimiento real.»
De repente cesa la lluvia, se abren entre las nubes espacios claros y el terreno empieza a secarse. Antes de poner en marcha el motor decide que va a dedicar una hora al día a su futuro.
La granja está sumida en una calma total. Parece que no ha pasado nada. Se encuentra casualmente con Eisenhower Mudenda, que se inclina hacia el suelo. «Un hombre blanco en África es alguien que forma parte de una obra de teatro sin saberlo», piensa. «Sólo los negros conocen el contenido del diálogo.»
Cada noche alza sus barricadas, controla sus armas y cambia de habitación entre los distintos dormitorios. Cada amanecer es un alivio y se pregunta cuánto tiempo podrá aguantar. «Todavía no sé cuál es mi límite», piensa. «Pero debe de estar en alguna parte…»
Lars Häkansson vuelve una tarde y aparca su brillante coche ante la puerta del cobertizo de adobe. Hans Olofson descubre que se alegra de verlo. Lars Häkansson tiene pensado quedarse dos noches y Hans Olofson decide rápidamente organizar sus barricadas interiores en silencio.
A la hora del crepúsculo se sientan en la terraza.
– ¿Por qué venimos a África? -dice Hans Olofson-. ¿Por qué nos marchamos? Supongo que te lo pregunto a ti porque estoy cansado de preguntármelo a mí mismo.
– No creo que un experto de Cooperación para el Desarrollo sea la persona más indicada para preguntárselo -contesta Lars Häkansson-. Al menos si quieres tener una respuesta sincera.
»Más allá de lo superficial, con sus motivos ideológicos, se esconde un panorama de razones egoístas y económicas. Firmar un contrato en el extranjero es tener una posibilidad de hacer dinero llevando a la vez una vida agradable. El bienestar sueco te sigue a todas partes y se eleva a cotas insospechadas cuando se trata de expertos de cooperación bien remunerados. Si tienes hijos, el Estado sueco subvenciona la mejor educación para ellos, vives en un mundo marginal en el que prácticamente todo es posible. Comprar un coche libre de impuestos de importación cuando llegas a un país como Zambia y venderlo con contrato de modo que luego tienes dinero para vivir y no necesitas tocar tu sueldo, que crece y prospera en una cuenta bancaria en alguna parte del mundo. Tienes una casa con piscina y personal de servicio, vives como si te hubieras llevado contigo una mansión sueca. He calculado que en un mes he ganado tanto como la mujer del servicio en sesenta años. Lo calculo basándome en el valor de mi moneda extranjera en el mercado negro. Aquí en Zambia no creo que haya un solo experto sueco que vaya a un banco a cambiar su dinero por la moneda oficial. No aportamos ningún beneficio que tenga una relación razonable con nuestros ingresos. El día que los contribuyentes suecos se den cuenta realmente de adónde va a parar su dinero, el gobierno actual caerá en las siguientes elecciones. Los contribuyentes suecos de la clase trabajadora han aceptado durante muchos años lo que se llama "ayuda al tercer mundo". De hecho, Suecia es uno de los pocos países del mundo en el que el concepto de solidaridad todavía goza de esplendor. Pero quieren, por supuesto, que la recaudación de sus impuestos se utilice correctamente. Y eso casi nunca ocurre. La historia de la cooperación sueca es un sedal con un sinfín de proyectos frustrados, muchos escandalosos, unos pocos descubiertos y denunciados por los periodistas, la mayoría enterrados y silenciados. La cooperación sueca es un cementerio de perros. Digo esto porque tengo la conciencia limpia. Desarrollar las comunicaciones es, a pesar de todo, una posibilidad de acercar a África al resto del mundo.
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