Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Se sienta en el pasillo y aguarda el amanecer. Con las primeras luces de la mañana retira el armario y abre la puerta de la cocina. Las luces del coche se han apagado, se ha agotado la batería. Luka no está ahí. Se dirige lentamente hacia la terraza, con el rifle aún en una de sus manos.

El cuerpo ha quedado atrapado por un pie en un canalón y está colgando con la cabeza sobre algunos de los cactus que un día plantara Judith Fillington. Una piel de leopardo ensangrentada pende sobre los hombros del africano muerto. Con el palo de un rastrillo, Hans Olofson mueve el pie del cuerpo, que se suelta y cae. A pesar de que casi todo el rostro está destrozado por los disparos, reconoce de inmediato que es Peter Motombwane. Las moscas zumban ya en la sangre. Busca en la terraza un mantel y lo extiende sobre el cuerpo. Junto al coche hay un charco de sangre. Unas huellas de sangre lo conducen hasta la espesa sabana. Allí terminan de repente.

Cuando se da la vuelta, ve a Luka de pie por debajo de la azotea.

Levanta el rifle al instante y va hacia él.

– Vives aún -dice-. Pero no vas a vivir mucho más. Esta vez no voy a fallar.

– ¿Qué ha ocurrido, Bwana? -pregunta Luka.

– ¿Me preguntas a mí?

– Sí, Bwana.

– ¿Cuándo quitaste la reja de la ventana?

– ¿Qué reja, Bwana?

– Sabes a lo que me refiero.

– No, Bwana.

– ¡Ponte las manos en la cabeza y camina delante de mí!

Luka hace lo que le dice y Hans Olofson lo lleva al piso de arriba. Le enseña el agujero de la ventana que ha sido destrozada por los disparos.

– Casi lo has logrado -dice Hans Olofson-. Pero sólo casi. Sabías que yo nunca entro en esta habitación. Cortaste los barrotes de la reja cuando yo no estaba aquí. Así no os habría oído cuando entraseis. Luego habríais bajado las escaleras a escondidas en la oscuridad.

– La reja ha desaparecido, Bwana. Alguien se la ha llevado.

– Alguien no, Luka. Tú te la has llevado.

Luka lo mira a los ojos y sacude la cabeza.

– Tú estabas aquí anoche -dice Hans Olofson-. Te vi y te disparé. Peter Motombwane está muerto. ¿Pero quién es el tercer hombre?

– Yo estaba durmiendo, Bwana -dice Luka-. Me despertó el disparo de un uta. Muchos disparos. Luego me quedé despierto. He venido cuando estaba seguro de que Bwana Olofson había salido.

Hans Olofson levanta el fusil y quita el seguro.

– Te voy a disparar -le dice-. Te dispararé si no me dices quién es el tercer hombre. Te mataré si no me cuentas lo que ha ocurrido.

– Yo dormía, Bwana -contesta Luka-. No sé nada. Veo que Peter Motombwane está muerto y que tiene una piel de leopardo por encima de los hombros. No sé quién se ha llevado la reja.

«Dice la verdad», piensa Hans Olofson enseguida.

«Estoy seguro de que lo vi anoche. Nadie aparte de él ha podido quitar la reja, nadie más que él sabe que casi nunca entro en esa habitación. Sin embargo, creo que dice la verdad.»

Vuelven al piso de abajo. «Los perros», piensa Hans Olofson de repente. «Me olvidaba de los perros.»

Los encuentra justo detrás del tanque de agua. Seis cuerpos extendidos en el suelo. De sus bocas cuelgan restos de carne. «Veneno concentrado», deduce. «Con un mordisco bastaba. Peter Motombwane sabía lo que se hacía.»

Observa que Luka mira los cuerpos muertos con incredulidad. «Naturalmente, hay una explicación posible», se dice a sí mismo. «Peter Motombwane conoce mi casa. A veces me ha esperado solo. Incluso los perros. Los perros lo conocían. Puede ser lo que dice Luka, que estaba durmiendo y se despertó cuando disparé el rifle. Puedo haber visto mal en la oscuridad. Me imaginaba que Luka estaría allí, por lo que también me pareció verlo.»

– No toques nada -ordena-. No entres en la casa, espera fuera hasta que vuelva.

– Sí, Bwana -dice Luka.

Empujan el coche para ponerlo en marcha, el motor diesel empieza a trabajar y Hans Olofson va a su cobertizo de adobe. Los trabajadores negros se quedan mirándolo inmóviles. «¿Cuántos de ellos pertenecen a los leopardos?», piensa. «¿Cuántos creen que he muerto?»

El teléfono del cobertizo funciona. Llama a la policía de Kitwe.

– Decid a todos que estoy vivo -comunica a los oficinistas negros-. Decidles que maté a los leopardos. Tal vez uno de ellos sólo esté herido de bala. Decidles que pago el salario de un año al que encuentre al leopardo herido.

Regresa a su casa. Sobre el cuerpo de Peter Motombwane, que yace bajo el mantel, hay un enjambre de moscas.

Trata de pensar mientras espera a la policía. «Peter Motombwane vino para matarme», se dice a sí mismo. «Del mismo modo que fue una noche a matar a Ruth y Werner Masterton. Su único error fue llegar demasiado pronto. Subestimó mi miedo creyendo que ya había vuelto a dormir por las noches.

»Peter Motombwane vino para matarme, eso no debo olvidarlo nunca. Ése es el punto de partida. Me habría cortado la cabeza y me habría convertido en un cuerpo de animal masacrado. La ambición de Peter Motombwane debe de haber sido muy grande. Sabía que tenía armas, por lo tanto estaba dispuesto a ofrecer su vida. Ahora me doy cuenta de que al mismo tiempo intentaba alertarme diciéndome que me marchara de viaje para evitar tener que hacerlo. Probablemente ese conocimiento se había convertido en una penosa desesperación, un convencimiento de que era necesario el máximo sacrificio.

»E1 hombre que trepó por mi tejado no era un bandido. Era una persona convencida de que hacía lo que él llamaba un encargo necesario. Eso tampoco tengo que olvidarlo. Al matarlo, tal vez he matado también a una de las mejores personas de este lacerado país. Alguien que, más que un sueño de futuro, tenía una disposición a actuar él mismo. Al matar a Peter Motombwane he matado la esperanza de muchas personas.

»A1 mismo tiempo, se dio cuenta de que mi muerte era importante. No creo que viniera porque fuera vengativo. Creo que Peter Motombwane prescindía de tales sentimientos. Trepó por mi tejado porque estaba atormentado. Sabía lo que estaba ocurriendo en este país, no vio otra salida que unirse al movimiento de los leopardos, iniciar un ataque desesperado y tal vez lograr presenciar algún día la necesaria sublevación. ¿Fue tal vez él el que creó el movimiento de los leopardos? ¿Lo hizo solo, con unos pocos partidarios, o quería asegurar un resurgimiento antes de que él mismo cogiera su panga?»

Hans Olofson se aleja en dirección a la terraza, evitando mirar el cuerpo bajo el mantel. Encuentra lo que busca detrás de unas rosas africanas. El panga de Peter Motombwane está reluciente, en la empuñadura hay distintos símbolos tallados. Le parece ver la cabeza de un leopardo, un ojo tallado profundamente en la madera marrón. Vuelve a dejar el panga entre las rosas y, para que no se vea, lo cubre con unas hojas que arrastra con el pie.

Por la carretera se aproxima un coche oxidado y al que le falla el motor, dentro van policías. Se detiene justo al lado del camino, parece que se le ha terminado la gasolina. «¿Qué habría ocurrido si hubiera podido llamarlos por teléfono anoche?», piensa. «¿Si les hubiera pedido venir en mi auxilio? ¿Habrían comunicado que lo sentían, que no tenían gasolina? ¿O quizá me habrían pedido que fuera a buscarlos con mi coche?»

De pronto reconoce al policía que se dirige hacia él delante de cuatro soldados agentes. Es el policía que estuvo una vez en su casa con una orden de inspección equivocada. Hans Olofson recuerda su nombre, Kaulu.

Hans Olofson muestra el cuerpo muerto, los perros, describe el curso de los hechos. Admite también que conocía a Peter Motombwane. El oficial de policía sacude la cabeza con resignación.

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