Cada vez con más frecuencia se emborracha por las noches y recorre las habitaciones vacías tambaleándose. «Tengo que irme lejos de aquí», piensa. «Vendo la granja, le prendo fuego y me voy.»
Piensa que sólo le queda una tarea por hacer. Las hijas de Joyce Lufuma. «A ellas no puedo abandonarlas», piensa. «Aunque esté ahí Lars Häkansson, tengo que quedarme hasta cerciorarme de que estarán seguras para poder llevar a cabo su formación.»
Después de un mes decide de forma inesperada viajar a Lusaka para visitarlas. Piensa que debería comunicar su llegada, pero no llega a llamar por teléfono, sino que se sienta en el coche y se pone en marcha.
Cuando entra en la ciudad, se siente contento por primera vez después de mucho tiempo.
«Tendría que haber tenido hijos», piensa. «Mi vida no es natural incluso en ese aspecto.»
Mientras conduce hacia la casa de Lars Häkansson, piensa que tal vez no sea demasiado tarde todavía.
El vigilante nocturno le abre las verjas y entra en la pista de gravilla que hay fuera de la casa…
En el momento de la derrota, Hans Olofson hubiera querido poder soplar al menos una flauta de madera de sauce.
Pero no puede. No tiene ninguna flauta, sólo tiene entre las manos sus propias raíces arrancadas…
A principios de septiembre de 1969 está sentado en una cervecería de Estocolmo con Hans Fredström, el hijo del confitero de Danderyd, compartiendo sus reflexiones. No sabe quién les ha propuesto que esa tarde de miércoles tomen el tren que va a Estocolmo y se unan a otros más para beber cerveza, pero él acepta. Son cinco en total y se conocieron unos años atrás en el curso preparatorio de derecho que empezaron a la vez.
Hans Olofson había ido a su casa la primavera pasada con la amarga sensación de que nunca llegaría a terminar sus estudios. Hasta ese momento había vivido bastante tiempo en la casa de los relojes y también había aguantado lecciones y estudiado por su cuenta lo suficiente como para darse cuenta de que no encajaba en ningún sitio. La ambición que tuvo una vez de ser el defensor de las circunstancias atenuantes se había ido diluyendo hasta desaparecer como un espejismo fugaz. Oía el tictac de los relojes a su alrededor con una creciente sensación de irrealidad, y al final se había dado cuenta de que la universidad era un pretexto para pasar las tardes en la tienda de armas Wickberg, y no al revés.
La salvación del verano fueron los hermanos Holmström, que aún no habían encontrado a sus elegidas y siguieron buscándolas todavía durante algún tiempo en su viejo Saab por los luminosos bosques estivales. Hans Olofson se hundía en el asiento trasero y compartía el aguardiente de ellos mientras veía pasar bosques y lagunas. En una pista de baile lejana se encontró con una de las damas de honor de la fiesta de santa Lucía y enseguida se enamoró profundamente de ella. Su nombre era Agnes, la llamaban Agge y se estaba preparando para trabajar en la peluquería de señoras Die Welle, situada entre la librería y la tienda de motos y ciclomotores de segunda mano de Karl-Otto. Un día se dio cuenta de que el padre de ella era uno de los que trabajaban con él en el almacén de la Asociación de Comerciantes, uno al que compraba el rapé y le fregaba las tazas de café. Ella vivía con una hermana mayor en un pequeño apartamento encima del Handelsbanken; y como la hermana desapareció al marcharse en una caravana con un hombre en dirección a la Costa Alta, tenían el piso para ellos solos. Allí iban los hermanos Holmström levantando polvo con su Saab, hacían juntos los planes para la tarde y luego volvían.
Entonces decidió quedarse. Buscarse un trabajo, trazar una línea divisoria, no volver al sur en otoño.
Pero también el amor era imaginario, un nuevo escondite que se había creado, y volvió al sur a pesar de todo, para poder escapar por fin. Los ojos de ella le decían que se sentía traicionada.
Aunque tal vez también se marchó porque no soportaba ver a su padre, Erik Olofson, luchando cada vez más a menudo con esos demonios que no podía evitar ni siquiera echándoles agua caliente. Ahora bebía de modo obstinado, había decidido vivir humillado ante su incapacidad de regresar al mar.
Ese verano, Erik Olofson se convirtió por fin en talador de bosques. Ya no era el marinero que se dejaba la vida entre cortezas y brotes de árboles para despejar el horizonte y calcular sus posiciones.
Un día Céléstine cayó al suelo. Hans Olofson la encontró como si se hubiera hundido en un inmenso huracán, mientras su padre dormía la borrachera en el sofá. Recuerda ese momento de furia e impotencia al ver dos fuerzas opuestas enganchadas entre sí.
Inmediatamente después volvió a Uppsala y ahora está sentado en una cervecería de Estocolmo y Hans Fredström le salpica la mano de cerveza.
Hans Fredström tiene algo que le parece envidiable. Tiene una vocación, ser fiscal.
– Al malhechor hay que agarrarlo por las orejas y juzgarlo -dice-. Ser fiscal es hacer limpieza. Lavar el cuerpo de la sociedad.
Hans Olofson le ha revelado que piensa ser el portavoz de los débiles.
Inmediatamente cae en desgracia con Hans Fredström.
Desde su adinerado punto de vista en Danderyd pone en marcha una hostilidad de la que Hans Olofson no puede desentenderse. Su discurso es tan incendiario y está tan lleno de prejuicios que le resulta repugnante. Las discusiones que mantienen siempre terminan antes de que comience la pelea. Hans Olofson procura evitarle. Si se enfrenta a él, siempre pierde. Cuando derrama cerveza sobre su mano, la retira.
«Voy a hacerle frente», piensa. «Ambos vamos a defender conjuntamente leyes y derechos cuando sea oportuno.»
Ese pensamiento le parece imposible por el momento. Debería poder hacerlo, debería obligarse a resistir. De otro modo, Hans Fredström causaría estragos libremente, como un depredador en las salas de juicio, aplastando con patas de elefante la circunstancia atenuante que tal vez estuviera allí a pesar de todo.
Pero no puede ponerse en pie. Está demasiado solo y mal equipado.
Se levanta de repente y se marcha. Oye la risa socarrona de Fredström a su espalda. «¿Cómo pueden oírse las muecas de una persona?», piensa.
Vaga inquieto por la ciudad, eligiendo las calles al azar. Su conciencia está vacía como los salones de un palacio en ruinas. Al principio cree que allí no hay nada, sólo las tapicerías estropeadas y el eco de sus pasos.
Pero en una de las habitaciones se encuentra Sture tumbado en su cama y un tubo grueso y ennegrecido sale de su garganta. El respirador mecánico lo envuelve con sus alas brillantes y se oye un silbido, como una locomotora que suelta vapor. En otra habitación resuena una palabra, Mutshatsha, Mutshatsha, y tal vez oye también los leves acordes de Some of these days…
Decide en ese instante visitar a Sture, y volver a verlo vivo o muerto…
Varios días después está en Västervik. Por la tarde se baja de un autobús al que ha subido en Norrköping y que continúa hasta Kalmar. Siente enseguida el olor del mar, y como si fuera un insecto guiado por el olor, se pone a buscar Slottsholmen.
Una brisa otoñal procedente del mar sopla mientras pasea por los embarcaderos mirando los barcos. Un velero solitario navega con viento en popa hacia el puerto y la vela golpetea rizada por una mujer…
No encuentra pensión y en un momento de ligereza entra en el Stadshotell. A través de la pared de su habitación oye a alguien que habla en tono excitado durante mucho tiempo. Se imagina que es un hombre que está ensayando una obra de teatro…
En recepción, un hombre muy amable con un ojo de cristal le ayuda a buscar el hospital donde se supone que está Sture.
– La Colina de los Abetos -dice el hombre del ojo de cristal-. Seguro que está allí. Es donde se llevaba a los que no tenían la suerte de morir inmediatamente. Accidentes de tráfico, motos, espaldas rotas. Seguro que lo encuentras allí.
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