No podía imaginárselo. No podía mirar a hurtadillas el mundo encubierto del futuro cuando en realidad era su último día de clase, había tirado los libros de clase bajo la cama y había salido hacia su primer trabajo de jornada completa como ayudante de almacén en la Asociación de Comerciantes. Entonces el mundo era comprensible y perfecto en sumo grado. Ahora tendría su propio dinero, cargaría con sus gastos, aprendería a ser adulto.
Lo que recordaría después de su época en la Asociación de Comerciantes era que tenía que empujar una carretilla sin parar por la cuesta que lleva a las vías del tren. La carretilla que le habían asignado estaba descuidada y gastada, y sin dejar de maldecir tiraba de ella y la arrastraba en un circuito interminable entre el despacho de mercancías y el almacén. Aprendió enseguida que las palabrotas no hacían que la cuesta fuera menos difícil de subir. Las palabrotas eran producto de la furia vengativa e impotente y, por lo tanto, una fuente de energía.
Pero no servían para allanar la cuesta.
Decide que ese infierno que es el almacén de la Asociación de Comerciantes no puede ser la verdad. El Honor del Trabajo y la Unión de los Trabajadores deben de ser algo distinto.
Y, naturalmente, es distinto empezar a trabajar como subordinado del comerciante de caballos Under, que necesita de repente un ayudante después de que uno de sus mozos de cuadra haya sido mordido gravemente en un brazo por un caballo furioso.
Hans Olofson hace su entrada en el extraño reino del comerciante de caballos un día a mediados de septiembre, cuando ya se percibe la nieve en el aire. Los preparativos para el invierno están en marcha, los compartimentos de la cuadra se tienen que volver a construir y ampliar, arreglar las goteras del techo, revisar los arreos, hacer un inventario de las existencias de herraduras y clavos. El lento otoño es el anticipo de la hibernación. Personas y animales van a dormir, pero Hans Olofson, en vez de eso, está de pie con un mazo en la mano derribando una de las paredes. Under da vueltas con sus chanclas alrededor del polvo del cemento, soltando buenos consejos. En una esquina está sentado Visselgren, remendando una pila de arreos, le guiña el ojo a Hans Olofson. A Visselgren, que es cojo y procede de Escania, se lo encontró una vez en el mercado de Skänninge. Los fornidos mellizos Holmström derriban uniendo sus fuerzas otra pared. Los caballos no podían haberlo hecho mejor y Under va de un lado a otro satisfecho.
En el mundo del comerciante de caballos hay una continua mezcla de distracción por falta de interés y de opiniones fundamentales que defiende apasionadamente. La columna principal de su imagen del mundo es que, en principio, no hay nada en verdad demostrable, excepto comerciar con caballos. Sin ningún tipo de pudor, considera que es uno de los pocos elegidos que lleva el peso del mundo sobre sus hombros. Sin negocios de caballos reinaría el caos, los caballos salvajes se apoderarían de la tierra como nuevos soberanos bárbaros.
Hans Olofson golpea con su pesado mazo y se alegra de haberse liberado de la pesada carretilla. ¡Aquí hay vida!
Durante un año va a formar parte de esta importante comunidad de comerciantes de caballos. Sus obligaciones van a variar continuamente, los días serán atractivos y distintos unos de otros.
Un día va corriendo por el puente en dirección a casa de Janine.
Esa tarde ella se ha adornado con su nariz de payaso y está sentada a la mesa de la cocina sacando brillo a su trombón, cuando oye los pasos de él en la escalera exterior.
Hace tiempo que dejó de llamar a la puerta para entrar. La casa de Janine es un hogar, una casa distinta a la de madera que está junto al río, pero que sin embargo es su casa. Una pequeña bolsa de piel que está colgada sobre la mesa de la cocina esparce un olor a comino. Janine, que ya no percibe ningún olor, puede, a pesar de ello, acordarse del comino de aquel tiempo que hubo antes de la desafortunada operación.
A Janine le confía casi todo. No todo, eso es imposible. Mantiene en secreto pensamientos y sensaciones que él apenas puede reconocer. Incluido el descubrimiento, cada vez más inquietante y doloroso, del extraño deseo que hierve en su interior.
Hoy lleva su nariz roja, pero habitualmente el agujero de la nariz está tapado por un pañuelo blanco. Lo mete en el agujero de la nariz de modo que él puede ver la incisión roja hecha con el bisturí, y la visión de la carne roja desnuda bajo sus ojos se convierte en algo prohibido que le induce a pensar en cosas completamente distintas.
Se la imagina desnuda, con el trombón delante de la boca, y entonces se ruboriza de la excitación. No sabe si ella sospecha algo de lo que él piensa. Tan pronto le gustaría que así fuera como desea lo contrario.
Está tocando algo nuevo que ha aprendido. Se llama Wolverine Blues y lo ha seleccionado en su tocadiscos. Hans Olofson mueve el pie al compás, bosteza y escucha prestando poca atención.
Cuando termina, él no puede quedarse más tiempo. No hay nada que lo reclame, sin embargo tiene prisa. Ha estado corriendo desde que acabó la escuela. Hay algo que le incita, le preocupa y le atrae…
La casa está donde está. Una ligera capa de nieve descansa sobre el huerto de patatas que nadie cava. En una de las ventanas encendidas ve la sombra de su padre. Hans Olofson siente repentinamente pena por él. Intenta imaginarse a su padre de pie en la cubierta de popa de una nave que avanza bajo unos tibios vientos alisios.
A lo lejos, donde caen los últimos rayos de luz del atardecer, brillan débilmente las luces del siguiente puerto en el que va a atracar…
Pero cuando entra en la cocina se le hace un nudo en el estómago, porque su padre está sentado con una botella medio vacía sobre la mesa y le brillan los ojos.
Hans Olofson se da cuenta de que ha vuelto a naufragar en el alcohol…
«¿Por qué tiene que ser tan complicado vivir?», piensa. «Por todos lados, a cualquier sitio que vayas, hay hielo que te puede hacer resbalar…»
Durante ese invierno se desvela también que Under no es sólo un comerciante de caballos con buenas intenciones que va en chanclas. Tras su máscara amable hay maldad.
Hans Olofson se da cuenta de que la amabilidad tiene precio. Bajo el amplio abrigo se esconde un reptil. Lentamente, empieza a entender que en el mundo del comerciante de caballos no hay nada más que un par de brazos fuertes y unas piernas que le obedecen. A mediados de febrero, cuando Visselgren se siente mal porque le duelen las articulaciones, la diversión ya ha acabado para él. El tratante de caballos le da un billete de ida a Skänninge y lo conduce a la estación. Allí no se molesta siquiera en salir del coche y agradecerle el tiempo que ha trabajado para él. Cuando vuelve al establo suelta un sermón, de los que no había dado hacía tiempo, sobre la falsa naturaleza de Visselgren, como si quisiera decir que su cojera debería ser considerada en realidad un defecto de carácter.
Entran y salen nuevos empleados, hasta que finalmente sólo quedan de los antiguos los hermanos Holmström y Hans Olofson. Hans Olofson vuelve a pensar otra vez lo mismo que cuando arrastraba la carretilla entre el almacén y el despacho de mercancías.
¿Está de nuevo en el mismo lugar? En el esfuerzo diario que creía que era el gran Objetivo en la vida ¿dónde se hallan entonces el Honor del Trabajo y la Unión?
Algunas semanas después de la desaparición de Visselgren, el comerciante de caballos entra una tarde en el establo con una caja negra bajo el brazo. Los hermanos Holmström ya se han marchado en su melancólico Saab y Hans Olofson está solo preparando el establo para esa noche.
El tratante de caballos dirige sus pasos hacia una parte olvidada de la cuadra donde, encogido en un rincón, está un cansado caballo del norte de Suecia. Lo acaba de comprar por un precio simbólico y Hans Olofson se pregunta por qué no lo habrán llevado aún al matadero.
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