Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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La camisa de Judith está abierta en la parte superior. Cuando se inclina hacia delante, se ven sus pechos delgados. El sol le ha bronceado un triángulo en dirección hacia el ombligo. De repente corrige su postura, como si se hubiera dado cuenta de que él ya no está mirando el mapa. Sus ojos siguen escondidos bajo el sombrero, inaccesibles.

– Abastecemos a las cooperativas estatales -dice ella-. Vendemos a las compañías mineras, siempre remesas importantes. Los compradores locales adquieren como mucho mil huevos diarios. A cada empleado se le da un huevo al día.

– ¿Cuántas personas trabajan aquí? -pregunta él.

– Doscientas -contesta ella-. Intento aprenderme los nombres cuando tengo que pagarles el sueldo. Les descuento las borracheras y los que faltan al trabajo sin motivo justificado. Reparto avisos y sanciones, despido a la gente y le doy empleo, uso la memoria para garantizar que no se le vuelva a dar empleo a ninguno de los despedidos. De los doscientos que trabajan aquí, veinte son guardias de noche. Aquí hay diez corrales de ponedoras, cada uno de ellos atendido por un capataz y diez trabajadores que se turnan. Además hay matarife, carpintero, conductor y otro tipo de trabajadores. Sólo hay hombres, ninguna mujer.

– ¿Qué tengo que hacer realmente? -pregunta Hans Olofson-. Ya sé lo que comen las gallinas, dónde se venden los huevos. ¿Qué más tengo que hacer?

– Seguirme como una sombra, escuchar lo que digo, controlar que se haga. Todo lo que se pide tiene que ser repetido, exigido de nuevo, controlado.

– Debe de haber algún error -dice Hans Olofson-, algo que los blancos no han entendido nunca.

– Puedes amar a los negros -dice Judith-, pero sigue mi consejo. He vivido entre ellos toda mi vida. Hablo su idioma, sé cómo piensan. Busco médico a sus niños cuando fracasan los chamanes, pago sus entierros cuando no hay dinero. Dejo que los niños más capaces vayan a la escuela a mi costa. Cuando se acaba la comida, ordeno que envíen sacos de maíz a sus casas. Hago todo lo necesario por ellos, pero al que sea sorprendido robando un solo huevo lo llevaré a la policía. Despido a los que se emborrachan y a los vigilantes nocturnos que se quedan dormidos.

Hans Olofson se da cuenta poco a poco de lo que significa todo eso. El reglamento de una mujer sola, africanos que se someten porque no tienen otra alternativa. Dos formas distintas de pobreza, cara a cara en un punto de encuentro común. El miedo de los blancos, su vida como supervivientes colonialistas de un imperio consumido. Un montón de cenizas en una colonia negra nueva o que vuelve a surgir.

La pobreza de los blancos es lo que les duele. Su falta de alternativas es el punto en común con los africanos, sin que ellos mismos se den cuenta. Incluso un jardín como éste, con sus imperceptibles sueños de parque Victoriano cubierto de verdor, es un bunker fortificado.

La última defensa que le queda a Judith Fillington es ese sombrero que impide acceder a sus ojos.

La pobreza y la vulnerabilidad de los negros es la pobreza del continente. Modelos de vida forzados y caducos que pierden sus raíces en la niebla de la Edad Antigua, reemplazados por locos constructores de imperios que se vestían con frac hasta en los bosques tropicales y en el alto pasto elefante.

Este mundo entre bastidores se mantiene todavía. Los africanos intentan dar forma a su vida aquí. ¿Tienen acaso una paciencia infinita? ¿Acaso no están seguros todavía de cómo será su futuro? ¿Cómo van a poder llevar esos bastidores a la disolución y la aniquilación? Los blancos que quedan sólo han aplazado temporalmente su destrucción.

¿Pero qué ocurrirá entonces?

Hans Olofson empieza a preparar de inmediato un plan de huida.

«Estoy aquí sólo por poco tiempo», piensa. «Le estoy haciendo un favor pasajero a una mujer desconocida, como si le ayudara a levantarse después de caerse en una calle. Pero me mantengo todo el tiempo fuera del curso de los acontecimientos. No me inmiscuyo, no pueden pedirme ninguna respuesta…»

Ella se pone en pie súbitamente.

– El trabajo espera -dice-. La mayoría de tus preguntas sólo puedes responderlas tú mismo. África es dominio de cada uno de nosotros por separado, nunca en conjunto.

– No sabes nada de mí -dice él-. Mis antecedentes, mi vida, mis sueños. Aun así, estás dispuesta a darme una amplia responsabilidad. Eso es incomprensible desde mi punto de vista, como sueco.

– Estoy sola -contesta ella-. Abandonada por un hombre al que ni siquiera tuve la posibilidad de enterrar. Vivir en África significa siempre asumir la responsabilidad…

Mucho tiempo después recordará sus primeros días en la granja de Judith Fillington como un viaje irreal en un mundo que, por mucho que lo intenta, parece entender cada vez menos. Rodeado de las caras de los trabajadores negros, tiene la impresión de que se encuentra en medio de una catástrofe latente, pero que todavía no se ha desencadenado.

Durante esos días descubre que las sensaciones segregan ciertos olores. Imagina que el odio tiene un olor amargo, como el estiércol o el vinagre. Por todos lados, adondequiera que siga a Judith como una sombra, ese olor lo envuelve. El olor está también ahí cuando despierta por la noche, como una ligera oleada que atraviesa el mosquitero que cuelga sobre la cama como protección contra la malaria.

«Algo tiene que pasar», piensa. «Un estallido de rabia entre la impotencia y la pobreza.

»No tener ninguna alternativa no significa no tener nada en absoluto», piensa. «No ver nada más allá de la pobreza es otro tipo de pobreza…»

Piensa que tiene que marcharse, abandonar África antes de que sea demasiado tarde. Pero después de un mes sigue todavía allí. Está tumbado en su habitación con el techo inclinado escuchando los perros, que se mueven inquietos alrededor de la casa. Cada tarde, antes de irse a dormir, ve a Judith controlar que puertas y ventanas estén cerradas. La ve que apaga antes la luz de la habitación y luego entra para correr las pesadas cortinas. Está continuamente al acecho, se queda inmóvil de repente, en medio de la escalera o de un movimiento. Todas las noches se lleva a su dormitorio una escopeta de caza y un pesado rifle de elefantes. Durante el día, las armas están cerradas bajo llave en un armario de acero, del que ha visto que ella siempre lleva consigo las llaves.

Después de un mes se da cuenta de que ha empezado a compartir incluso el miedo de ella.

Como un brusco atardecer, esa peculiar casa se convierte en un bunker silencioso. Le pregunta si ha encontrado algún sucesor, pero ella mueve la cabeza negativamente.

– En África, todo lo importante lleva mucho tiempo -responde.

Empieza a sospechar que ella no ha puesto anuncios en ninguna parte, que nunca se ha puesto en contacto con los periódicos que le propuso Werner Masterton. Pero procura que no perciba su desconfianza.

Judith Fillington le infunde un extraño respeto, tal vez también devoción. Él la sigue desde el amanecer hasta el atardecer, sigue los continuos esfuerzos que conlleva que quince mil huevos salgan a diario de la granja, a pesar de las malas condiciones en las que están los camiones, deteriorados por los choques y el maltrato; de la constante carencia de residuos de maíz, que es la base de la alimentación de las aves, y de los repentinos brotes de un virus que en una sola noche se cobra la vida de todas las gallinas de una de las alargadas hileras de ladrillo, llenas de jaulas en las que las aves están comprimidas. Una noche Judith lo despierta, empuja la puerta, apunta hacia su rostro con una linterna y le dice que se vista rápidamente.

Fuera de la casa, cerrada a cal y canto por todos lados, un aterrado vigilante nocturno está gritando que han entrado hormigas en uno de los bloques de gallinas. Cuando llegan ve que unos africanos igualmente asustados están buscando las infinitas colonias de hormigas, intentando quemarlas. Sin dudar, asume la dirección para que las hormigas cambien el sentido de la marcha y le grita cuando él no entiende qué quiere que haga.

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