Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– Todo -responde ella-. Hay que recoger quince mil huevos, envasarlos y entregarlos todos los días, incluso los domingos. Tiene que haber comida, hay que tirar de las orejas a doscientos africanos. Cada día hay que evitar un sinfín de crisis que pueden provocar una catástrofe.

– ¿Por qué no puede ser capataz un negro? -pregunta él.

– Si sirviera para algo -dice ella-. Pero no es así.

– Sin Musukutwane no hay leopardo -dice él-. No puedo entender que un africano no pueda llegar a ser capataz en este país. Hay un presidente negro, un gobierno negro.

– Vente a trabajar conmigo -le propone ella-. Todos los suecos son agricultores, ¿no es verdad?

– No del todo -responde él-. Tal vez antes, pero ya no. Y yo no sé nada de gallinas. No sé lo que comen quinientas gallinas. ¿Cobre con migajas de pan?

– Desperdicios del maíz molido -responde ella.

– No creo que sea capaz de tirarle de las orejas a nadie -dice él.

– Necesito que alguien me ayude.

– Me voy de aquí dentro de dos días. No creo que vuelva.

Hans Olofson espanta a una mosca que da vueltas delante de su cara. «Podría hacerlo», piensa rápidamente.

«Al menos podría intentarlo hasta que encuentre a alguien adecuado. Ruth y Werner me han dejado su casa y me han dado un respiro. Tal vez tendría que darle lo mismo a ella.»

Piensa que tal vez el atractivo esté en que él puede salir así de su espacio vacío. Pero, por supuesto, desconfía de esa atracción, ya que también puede ser un modo de esconderse.

– ¿No se necesitan papeles? -pregunta-. ¿Permiso de residencia, permiso de trabajo?

– Se necesita una cantidad enorme de papeles -contesta ella-. Pero conozco a un coronel del Departamento de Inmigración en Lusaka. Llevando quinientos huevos a la puerta de su casa se obtienen los sellos que haga falta.

– Pero no sé nada de gallinas -dice él de nuevo.

– Ya sabes lo que comen -contesta ella.

«Una choza y una oficina de empleo», piensa, imaginándose que está en presencia de algo muy poco habitual…

Cambia de postura con mucho cuidado. Le duelen las piernas y le molesta una piedra al final de la espalda.

Se oye pasar un pájaro nocturno que se queja en la oscuridad. Las ranas están en silencio y escucha las distintas respiraciones que le rodean. La única que no puede oír es la de Musukutwane.

Werner mueve la mano y produce un leve ruido metálico con el rifle. «Como en una trinchera», piensa. «A la espera del enemigo invisible…»

Poco antes de amanecer, Musukutwane emite repentinamente un sonido gutural apenas perceptible.

– A partir de ahora -susurra Werner-, ningún ruido, ningún movimiento.

Hans Olofson gira la cabeza con cuidado y hace un pequeño agujero con el dedo entre las ramas. Siente la respiración de Judith Fillington muy cerca de él. Un leve sonido revela que Werner ha quitado el seguro de su rifle.

La luz del amanecer llega despacio, como el leve reflejo de una hoguera lejana. Las cigarras no cantan, el pájaro nocturno se ha alejado.

De repente, la noche está en silencio.

«El leopardo», piensa. Cuando se acerca, le precede el silencio. A través del agujero de la pared de la choza, trata de distinguir el árbol al que está atado el cadáver del animal.

Esperan, pero no pasa nada. De pronto es completamente de día, el paisaje está al descubierto. Werner asegura su rifle.

– Podemos volver a casa -dice-. Esta noche no viene el leopardo.

– Ha estado aquí -dice Musukutwane-. Vino poco antes del amanecer, pero sospechó algo y desapareció de nuevo.

– ¿Lo has visto? -pregunta Werner con desconfianza.

– Estaba oscuro -responde Musukutwane-. Pero sé que ha estado aquí. Lo he visto en mi cabeza. Pero estaba receloso y no llegó a subir al árbol.

– Si el leopardo ha estado aquí, tiene que haber dejado huellas -dice Werner.

– Hay huellas -contesta Musukutwane.

Salen arrastrándose de la choza y se dirigen al árbol. Las moscas zumban alrededor del ternero muerto.

Musukutwane señala al suelo.

Las huellas del leopardo.

Ha salido de la densa maleza, un poco más atrás del árbol, se ha desplazado en círculo para mirar el ternero desde distintos sitios antes de acercarse al árbol. Repentinamente se ha dado la vuelta y ha desaparecido raudo entre la densa maleza. Musukutwane lee las huellas como si estuvieran escritas.

– ¿Qué lo asustó? -pregunta Judith Fillington.

Musukutwane sacude la cabeza y pasa con cuidado la palma de la mano sobre la huella.

– No oyó nada -contesta-. Sin embargo sabía que corría peligro. Es un leopardo viejo y experto. Ha vivido mucho, por lo tanto es prudente.

– ¿Volverá esta noche? -pregunta Hans Olofson.

– Eso sólo lo sabe el leopardo -contesta Musukutwane.

Ruth los espera con el desayuno.

– No he oído ningún disparo esta noche -dice-. ¿No ha aparecido ningún leopardo?

– Ninguno -responde Judith Fillington-. Pero tal vez he encontrado un capataz.

– ¿De verdad? -pregunta Ruth mirando a Hans Olofson-. ¿Estás pensando en quedarte?

– Por poco tiempo -contesta-. Mientras encuentra a la persona adecuada.

Después del desayuno hace la maleta y Louis la lleva al Land Rover que está esperando.

Le asombra no arrepentirse en absoluto. «No me comprometo», piensa intentando defenderse. «Sólo me permito una aventura.»

– Tal vez el leopardo vuelva esta noche -dice a Werner cuando se despiden.

– Eso cree Musukutwane -responde Werner-. El hombre es la única debilidad del leopardo. No puede ver una presa tan abandonada y perdida.

Werner le promete a Hans Olofson cambiarle el pasaje de vuelta.

– Vuelve pronto -le pide Ruth.

Judith Fillington se coloca una gorra sucia sobre su pelo oscuro y pone la primera marcha con grandes dificultades.

– Mi marido y yo no tuvimos hijos -dice de repente, mientras gira para salir de la verja de la granja.

– No pude evitar escuchar -confiesa Hans Olofson-. ¿Qué ocurrió realmente?

– Stewart, mi marido, llegó a África cuando tenía catorce años -dice Judith-. Sus padres dejaron la depresión inglesa en 1932, sus ahorros alcanzaron para un viaje de ida a Capetown. El padre de Stewart era matarife y se las arreglaba bien. Pero su madre, de repente, empezó a salir en medio de la noche a predicar a los trabajadores negros de las chabolas. Enfermó de los nervios y se suicidó sólo algunos años después de que llegaran a Capetown. Stewart temía todo el tiempo que le pasara lo mismo que a su madre. Cada mañana, cuando se despertaba, buscaba alguna señal de que estaba perdiendo la razón. A menudo me preguntaba si pensaba que estaba haciendo o diciendo algo raro. No creo que heredara nada de su madre, creo que su propio miedo le hizo enfermar. Perdió el coraje después de la independencia de aquí, con todos los cambios, todos los negros que iban a tomar decisiones. Sin embargo, cuando desapareció no estaba nada preparado. No dejó ningún mensaje, nada…

Llegan después de una hora larga de camino. Hans Olofson lee GRANJA FILLINGTON en un cartel de madera resquebrajado que hay clavado en un árbol. Dan la vuelta hasta llegar a una verja que abre un africano vestido con ropa gastada, atraviesan hileras de incubadoras de huevos y paran al final en la entrada de una casa de ladrillos de color rojo oscuro. Una casa que, por lo que ve Hans Olofson, no está acabada.

– Stewart siempre andaba cambiando la casa -le cuenta ella-. Derribaba y volvía a construir. Nunca le gustó la casa, hubiera preferido derribarla del todo y hacer una nueva.

– Un palacio en medio de la campiña africana -comenta Hans Olofson-. Un edificio peculiar. No creía que los hubiera.

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