Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– Siempre hay algunos que elevan más que otros la voz -contesta Ruth-. Pero los negros son cobardes, su método es la muerte a sueldo, nunca la guerra abierta. No hay que preocuparse por los que gritan. Sin embargo, hay que estar alerta con los que callan.

– Afirmas que los negros son unos cobardes -dice Hans Olofson, notando que empieza a emborracharse-. Eso suena como si fuera un defecto de la raza. Pero me niego a creerlo.

– Tal vez he hablado demasiado -se excusa Ruth-. Pero mira por ti mismo, vive en África, vuelve a tu país y cuenta lo que has visto.

Cenan los dos en la mesa grande. Los sirvientes les cambian los platos en silencio. Ruth dirige todo con miradas y movimientos precisos de las manos. De repente, uno de los sirvientes derrama salsa sobre el mantel. Ruth le dice que se marche.

– ¿Qué le va a pasar? -pregunta Hans Olofson.

– Werner necesita trabajadores en la pocilga -responde Ruth.

«Debería levantarme e irme», piensa Hans Olofson. «Pero no hago nada y me absuelvo a mí mismo diciendo que yo no formo parte de esto, que sólo soy un invitado que pasa de largo casualmente…»

Ha pensado quedarse en casa de Ruth y Werner algunos días. Su pasaje de avión le permite volver en una semana como muy pronto.

Pero, sin darse cuenta, las personas se agrupan a su alrededor, tomando posiciones de salida en el drama que le va a retener en África durante casi veinte años.

Muchas veces se preguntará qué ocurrió realmente, qué fuerzas le incitaron, provocaron la necesidad y, al final, lograron que le resultara imposible levantarse y marcharse.

El telón se levanta tres veces antes de que Werner lo lleve en su coche a Lusaka. Ha decidido retomar sus estudios de derecho, intentarlo otra vez.

El leopardo se deja ver una tarde por primera vez en la vida de Hans Olofson. Una mañana encuentran muerto un ternero Brahman. Van a buscar a un africano viejo que trabaja como jefe de tractor para que vea al animal hecho jirones. Enseguida reconoce las huellas apenas visibles como las garras de un leopardo.

– Un leopardo grande -dice-. Un macho solo. Audaz, tal vez también astuto.

– ¿Dónde está ahora? -pregunta Werner.

– Cerca -responde el hombre viejo-. ¿Quién sabe si nos estará viendo ahora?

Hans Olofson, que se halla con ellos, nota el miedo del hombre. El leopardo es temido, su astucia es superior a la de las personas…

Tienden una trampa. Levantan el ternero muerto y lo atan a un árbol. A cincuenta metros de allí hacen una choza, con un agujero para un arma.

– Tal vez venga otra vez -dice Werner-. Si vuelve lo hará poco antes del amanecer.

Cuando regresan a la casa blanca, Ruth está sentada en la terraza con una mujer.

– Es una buena amiga mía -dice Ruth-. Judith Fillington.

Hans Olofson saluda a una mujer delgada de ojos asustados y ve una cara pálida, avejentada. No puede determinar su edad, pero se imagina que tiene unos cuarenta años. Posee una granja que produce sólo huevos, según deduce de la conversación que mantienen. Una granja que está al norte de Kalulushi, con el río Kafue como uno de los límites con el campo de cobre.

Hans Olofson se esconde en las sombras. Lentamente van apareciendo fragmentos de una tragedia.

Judith Fillington ha venido a contar que por fin ha logrado que se reconozca que su marido está muerto. Ha superado finalmente un oscuro trámite burocrático.

Un hombre vencido por la melancolía, supone Hans Olofson. Un hombre que desaparece sin que se den cuenta en el monte. Un trastorno mental, tal vez un suicidio inesperado, un depredador tal vez. Un cuerpo que nunca se encuentra. Ahora hay un papel que certifica que ha muerto legalmente.

«Sin el sello, ha estado deambulando por ahí como un fantasma», piensa Hans Olofson. «Es la segunda vez que oigo hablar de hombres desaparecidos en el bosque…»

– Estoy cansada -le confiesa Judith Fillington a Ruth-. Duncan Jones se ha hundido totalmente en el alcohol, ya no va a poder encargarse de la granja. Si me ausento más de un día, todo se viene abajo. No se venden los huevos, se estropea el tractor y se acaba la comida de las gallinas.

– No vas a encontrar otro Duncan Jones en este país -dice Werner-. Tendrás que poner un anuncio en Salisbury o en Johannesburgo. Tal vez también en Gaborone.

– ¿Quién puedo conseguir que venga? -pregunta Judith Fillington-. ¿Quién va a mudarse hasta aquí? ¿Otro alcohólico?

Vacía rápidamente su vaso de whisky y pide que le sirvan más alargando la mano con el vaso. Pero cuando llega el sirviente con la botella, ella retira el vaso vacío.

Hans Olofson escucha sentado en las sombras. Elige siempre la silla más alejada de la luz, piensa. «En medio de una reunión busco un escondite.»

Hablan del leopardo durante la cena.

– Existe una leyenda sobre los leopardos que los trabajadores negros cuentan a menudo -dice Werner-. El último día, cuando todas las personas hayan desaparecido, la lucha final por el poder será entre un leopardo y un cocodrilo. Dos animales que han sobrevivido hasta el final gracias a su astucia. La leyenda está inconclusa. Se interrumpe en el preciso momento en que los dos animales se atacan. Los africanos proponen que el leopardo y el cocodrilo prolonguen el duelo hasta la eternidad, en la oscuridad final o el renacimiento.

– El mero hecho de pensar en ello produce vértigo -dice Judith Fillington-. La absoluta lucha final en la tierra, sin espectadores. Únicamente un planeta perdido y dos animales clavándose garras y dientes uno a otro.

– Acompáñanos esta noche -sugiere Werner-. Puede que vuelva el leopardo.

– De todos modos no puedo dormir -dice Judith Fillington-. Así que ¿por qué no? No he visto nunca un leopardo a pesar de que he nacido aquí.

– Pocos africanos han visto un leopardo -dice Werner-. Las huellas de las patas están allí al amanecer, pegadas a las chozas y a las personas. Pero nadie ha visto nada.

– ¿Hay sitio para uno más? -pregunta Hans Olofson-. Tengo una gran capacidad para quedarme en silencio sin ser visto.

– Los caciques suelen ir vestidos con piel de leopardo como signo de dignidad e invulnerabilidad -explica Werner-. El rugido mágico del leopardo une distintas etnias y tribus. Un kaunde, un bemba, un luvale, todos respetan la sabiduría del leopardo.

– ¿Hay sitio? -pregunta de nuevo Hans Olofson, pero no recibe respuesta.

Salen poco después de las nueve.

– ¿Quién va contigo? -pregunta Ruth.

– El viejo Musukutwane -responde Werner-. Sin duda es el único de esta granja que ha visto más de un leopardo en su vida.

Dejan el jeep cerca de la trampa del leopardo. Musukutwane, un africano viejo con ropa gastada, encorvado y delgado, avanza hacia el bosque. Los guía en silencio a través de la oscuridad.

– Elegid bien el sitio donde sentaros. Vamos a estar aquí por lo menos ocho horas.

Hans Olofson se sienta en un rincón y todo lo que oye es la respiración de los otros y el sonido de la noche.

– Nada de cigarrillos -susurra Werner-. Nada. Si habláis, hacedlo en voz baja, al oído del otro. Pero cuando lo decida Musukutwane, todos debemos estar callados.

– ¿Dónde se encuentra ahora el leopardo? -pregunta Hans Olofson.

– Sólo el leopardo sabe dónde está -contesta Musukutwane.

El sudor corre por la cara de Hans Olofson. De repente, nota que alguien lo agarra del brazo.

– ¿Por qué hacemos esto en realidad? -susurra Judith Fillington-. Esperar toda la noche a un leopardo que probablemente ni aparezca.

– Tal vez encuentre una respuesta para mí mismo antes del amanecer -dice Hans Olofson.

– Despiértame si me quedo dormida -le pide.

– ¿Qué se le exige a un capataz de tu granja? -pregunta él.

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