Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Los arrendatarios y sus familias eligieron quedarse en sus casas con las escopetas apuntando hacia la puerta de entrada. Los Woodgate y sus hijos se marcharon a casa de la madre de Stephen en Dorchester, mientras que los hijos gemelos del banquero y sus amiguitas, aburridas de las tareas domésticas, aceptaron con satisfacción pasar la noche en un hotel. Los dos inquilinos regresaron a Londres, no sin antes comunicar a la policía que presentarían demandas compensatorias. Era una desgracia. No habían ido a Dorset para ser aterrorizados por un maníaco.

A Prue Weldon le dio un soponcio y se negó a marcharse o a quedarse sola; se aferró a la mano de Martin Barker como una lapa mientras le rogaba que hiciera cuanto estuviera en sus manos por que su marido regresara a casa. El agente se anotó un tanto, al asegurar a Dick que la policía no contaba con el personal suficiente para proteger edificaciones vacías. Borracho como una cuba, Jack y Belinda lo llevaron a Shenstead. Ellos decidieron quedarse cuando Dick cargó su escopeta y disparó contra el guiso de pollo de Prue.

Sorprendentemente, los Bartlett fueron unánimes en su decisión de quedarse, insistiendo en que había muchas cosas de valor en su casa para dejarla desprotegida. Eleanor estaba convencida de que saquearían sus habitaciones -«Ese tipo de gente defeca en las alfombras y se orina en las paredes»- y Julian temía por su bodega: «Ahí abajo hay una fortuna en vinos». Les aconsejaron subir al piso de arriba, permanecer en una habitación y colocar una barricada tras la puerta, pero por la manera en que Julian comenzó a recorrer el pasillo parecía poco probable que siguieran el consejo.

Vera Dawson aceptó que la llevaran a la mansión junto al coronel y el señor Ankerton. Dijo a los dos policías que Bob estaba fuera, pescando, mientras succionaba y mascullaba al ponerse el abrigo antes de pasar el pestillo a la puerta de entrada. Le aseguraron que cuando regresara lo detendrían en alguno de los controles de carretera y lo llevarían a la mansión para que se reuniera con ella. Coqueteando, Vera les acarició las manos. Eso le encantaría a Bob, les dijo con una sonrisita de felicidad. Él se preocupaba por su esposa. Ella todavía estaba lúcida, por supuesto, pero su memoria ya no era tan buena como antes.

El problema de qué hacer con los nómadas era harina de otro costal. La actividad policial en torno al autocar de Fox fue intensa y los nómadas no eran proclives a quedarse quietos mientras registraban el vehículo. Los perros alsacianos ladraban continuamente y los niños escapaban una y otra vez de los brazos de sus padres. También hubo insistentes demandas de que les permitieran marcharse puesto que la única que sabía algo sobre Fox era Bella. Eso no impresionó a la policía, que decidió escoltarlos formando un convoy hasta las afueras de Dorchester, dejándolos en un lugar seguro donde poder interrogarlos al día siguiente.

Sin embargo, la decisión no fructificó. Uno de ellos se negó a esperar su turno y a seguir instrucciones, por lo que se quedó atascado en la entrada cuando su vehículo quedó atrapado en el terreno reblandecido. Furioso, Barker le ordenó que regresara junto a su familia al autocar de Bella; mientras tanto, intentó diseñar otra estrategia para salvaguardar a nueve adultos y catorce niños sin un vehículo lo bastante grande para sacarlos del valle.

Veintisiete

Bella, espléndida en su vestido púrpura, condujo a sus tres hijas hasta la puerta principal y tendió la mano a James.

– Señor -le dijo-, les he dicho a todos que mantengan las manos dentro de los bolsillos, así que no va a tener problemas. -Echó una mirada de reojo a Ivo-. ¿No es así, Ivo?

– Cierra la boca, Bella.

La mujer no le prestó atención.

– El señor Barker me ha dicho que Wolfie está con usted -prosiguió, apretando los dedos de James como si fueran salchichas-. ¿Cómo está?

Abrumado, James le palmeó la mano.

– Está perfectamente, querida. De momento no podemos separarlo de mi nieta. Están arriba, en uno de los dormitorios. Creo que le está leyendo las Fábulas de Esopo.

– ¡Pobre chiquillo! Tiene esas ideas sobre los maderos… salió disparado como un puñetero cohete cuando el señor Barker le hizo unas preguntas. Le dije que no se preocupara, pero no sirvió de nada. ¿Puedo verlo? Él y yo somos amigos. Si sabe que no lo he abandonado se sentirá mejor.

James miró a su abogado para que acudiera en su ayuda.

– ¿Qué opinas, Mark? ¿Wolfie cambiará a Nancy por Bella? Quizás eso permita que Nancy se avenga a ir al hospital.

Mark sufría en su cuerpo el asalto de los maltratados alsacianos que se entretenían en olisquear las perneras de sus pantalones.

– Podríamos ponerlos en la trascocina -sugirió.

– Se van a pasar toda la noche ladrando -advirtió Zadie-. No les gusta estar lejos de los niños. Toma -dijo, dándole la cadena a uno de sus hijos-. Vigila que no levanten la pata en cualquier sitio y mantenlos alejados de los sofás. Y tú -dijo, acariciándole la cabeza a otro de sus hijos-, procura no romper nada.

Martin Barker, detrás de ella, contuvo una sonrisa.

– Es muy generoso de su parte, señor -dijo a James-. Dejo aquí a Sean Wyatt, se hará cargo de todo. Si permanecen en la misma habitación será más fácil protegerlos.

– ¿Y qué lugar de la casa sugiere?

– ¿En la cocina?

James contempló el mar de rostros.

– Pero los niños parecen muy cansados. ¿No sería mejor acostarlos? Tenemos habitaciones suficientes para todos.

Martin Barker miró a Mark y con un gesto señaló varias piezas de plata sobre una mesa Chippendale junto a la puerta y negó con un breve movimiento.

– La cocina, James -dijo Mark con firmeza-. Hay comida en el congelador. Comamos primero y luego veremos cómo van las cosas, ¿eh? No sé los demás, pero yo estoy muerto de hambre. ¿Qué tal se le da a Vera la cocina?

– Muy mal.

– Ya me encargo yo -dijo Bella, interponiendo a sus hijas entre Ivo y la mesa Chippendale en el preciso instante en que la mano del hombre avanzaba hacia una cigarrera-. Aquí mi amigo puede pelar las patatas. -Agarró a James por el brazo con firmeza y se lo llevó con ella-. ¿Qué le pasa a Nancy? ¿Le hizo daño el cabrón de Fox?

Wolfie pellizcó frenéticamente a Nancy cuando Vera Dawson empezó a fisgar por la abertura de la puerta.

– Ella ha vuelto… ha vuelto… -le susurró al oído.

Nancy se apartó de «Androcles y el león» con un silbido de dolor.

– ¡U-ushhh!

Estaba sentada en un butacón en el dormitorio de Mark con Wolfie sobre el regazo. Cada vez que el niño se movía, su costilla se movía con él, lo que le provocaba temblores en el brazo derecho. Tenía la vana esperanza de que si le leía él se dormiría, pero la anciana no quería dejarlos solos y Wolfie se retorcía de pánico cada vez que la veía.

Nancy suponía que lo que aterrorizaba al niño eran los balbuceos y susurros de Vera, ya que era una reacción muy extraña para tratarse de una desconocida. Estaba tan asustado que podía percibir cómo temblaba. Trató de calmarlo en su regazo y miró a la anciana con el ceño fruncido. ¿Cuál sería el problema de aquella vieja idiota? Nancy le había pedido en varias ocasiones que bajara, pero Vera se sentía atraída por ellos como si fueran monstruos de feria y Nancy comenzaba a sentir hacia ella la misma aversión que sentía el niño.

– ¡No te va a hacer daño! -susurró a Wolfie al oído.

Pero el niño negó con la cabeza y siguió agarrándose de Nancy con desesperación.

Desconcertada, Nancy abandonó la cortesía y emitió una orden.

– Cierre la puerta y vayase, señora Dawson -dijo bruscamente-. Si no lo hace, llamaré a Mark Ankerton y le diré que nos está molestando.

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