Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– ¿Sabes quién soy? -preguntó, mientras Fox se agachaba también, pasando el martillo a su mano derecha.

– La pequeña bastarda de Lizzie.

Con la izquierda, Nancy palpó la baldosa en busca de la navaja.

– Piensa otra vez, Fox. Soy tu peor pesadilla. Una mujer que devuelve el ataque. -Sus dedos estirados encontraron el mango de hueso y lo agarraron, colocándolo en la palma de su mano-. Vamos a ver qué tal te va contra un soldado.

Fox lanzó un martillazo de arriba abajo, pero era un movimiento predecible y ella estaba preparada. Lanzó un tajo hacia arriba y le hizo un corte en el antebrazo mientras se desplazaba a su derecha para que el reloj de sol quedara entre los dos.

– Eso es por mi abuela, hijo de puta.

El hombre soltó un gruñido de dolor y se quitó la capucha de la cara como si se estuviera ahogando. El reflejo de la linterna permitió a Nancy ver que el rostro de Fox estaba perlado de sudor.

– No estás acostumbrado a esto, ¿verdad? Por eso escoges niños y ancianas, ¿eh? -Fox lanzó otro martillazo salvaje y esta vez ella le hizo un corte en la muñeca-. Eso es por la madre de Wolfie. ¿Qué le hiciste? ¿Por qué te tiene tanto miedo?

El hombre soltó el martillo y se agarró la muñeca, y desde el frente de la casa les llegó el rugido del motor del Discovery al ponerse en marcha. Nancy vio una indecisión momentánea reflejada en los pálidos ojos de Fox antes de que enloqueciera y cargara contra ella como un toro enfurecido. Ella reaccionó instintivamente, tiró lejos la navaja y se hizo un ovillo para presentar el menor blanco posible. Todo sucedió con rapidez y violencia, una orgía de patadas con Nancy como saco de arena que se retorcía cada vez que las botas de Fox encontraban el blanco.

– La próxima vez pregúntame quién soy -gruñó él mientras jadeaba-. ¿Crees que me importó tu abuela?… La zorra me lo debía…

Ella se hubiera rendido si las luces del Discovery no hubieran desgarrado la noche, obligando a Fox a correr en busca de un escondite.

Nancy yacía de espaldas sobre el terreno, mirando la tenue luz de la luna y pensando que tenía todos los huesos rotos. Unos deditos le acariciaron el rostro.

– ¿Estás muerta? -preguntó Wolfie, arrodillándose a su lado.

– Nada de eso -respondió sonriente, viéndolo con claridad a la luz de los faros delanteros del Discovery-. Eres un niño valiente, Wolfie. ¿Cómo estás tú, amiguito?

– No muy bien -dijo, con un temblor en los labios-. No estoy muerto pero creo que mi madre sí y no sé qué hacer. ¿Qué me va a pasar?

Oyeron el portazo de un coche y pies que corrían. Mark se inclinó sobre ellos.

– ¡Oh, mierda! ¿Está bien?

– Muy bien. Estaba descansando un poco. -Nancy flexionó su mano izquierda y la pasó con cautela en torno a la cintura de Wolfie-. Es la caballería -le dijo-. Siempre son los últimos en llegar. No -dijo con firmeza cuando Mark estiró los brazos para apartar al niño de ella-. Déjenos aquí. -Nancy oyó pasos presurosos acercándose por la terraza-. Lo digo de veras, Mark. No interfiera y no deje que nadie lo haga hasta que yo esté lista.

– Está sangrando.

– Esa sangre no es mía; estoy agotada. -Levantó la vista hasta encontrar los ojos llenos de ansiedad del abogado-. Tengo que hablar con Wolfie en privado. Por favor -dijo-. Cuando usted me lo pidió, yo me aparté. Haga lo mismo por mí.

Mark asintió de inmediato y echó a andar al encuentro de los policías, moviendo los brazos para que no se acercaran más. En el interior de la casa las luces se iban encendiendo a medida que James pasaba de una habitación a otra.

Nancy acercó más a Wolfie, hasta percibir sus huesos a través de su vestimenta insuficiente. No tenía idea de lo que iba a decirle. No sabía si Fox era su padre o su padrastro, si su madre estaba muerta o si pensaba que lo estaba, de dónde venía, si tenía parientes. En realidad, tampoco sabía qué le iba a pasar, aunque adivinaba que se harían cargo de él y lo incluirían en un sistema de acogida mientras investigaban sus antecedentes. Sin embargo, no creía que decirle aquello fuera de mucha utilidad. ¿Qué alivio podían proporcionar esas ideas abstractas?

– Te diré cómo funciona esto en el ejército -comenzó-. Cada uno cuida a los demás. A eso lo llamamos vigilar la espalda de cada uno. ¿Has oído esa expresión?

Wolfie asintió.

– Bien, entonces cuando alguien vigila tu espalda tan bien que te salva la vida, eso se convierte en una deuda y uno tiene que hacer lo mismo por el otro. ¿Me entiendes?

– ¿Como el vejete negro en Robin Hood?

Ella sonrió.

– Exacto. Tú eres Robin Hood y yo soy el vejete negro. Tú me salvaste la vida, así que ahora yo tengo que salvar la tuya.

El niño negó ansiosamente con la cabeza.

– Pero yo no tengo miedo a eso. No creo que los maderos vayan a matarme. Creo que se van a cabrear mucho por lo de mi mamá y el Cachorro… y todo lo demás. -Respiró entrecortadamente-. Y que me mandarán con gente extraña… y que estaré solo.

Ella le apretó la cintura.

– Lo sé, da mucho miedo. Yo también estaría asustada. Entonces, ¿por qué no pago mi deuda asegurándome de que la policía no haga nada hasta que me digas que te sientes seguro? ¿Eso sería como salvarte la vida?

El niño se lo pensó un instante.

– Creo que sí. ¿Qué vas a hacer?

– Primero, voy a moverme un poco para saber si todo me funciona. -Al parecer las piernas sí, pero el brazo derecho estaba insensible del codo para abajo-. Después, vas a agarrar esta mano -volvió a apretarle la cintura-, y no la soltarás hasta que creas que no pasa nada si lo haces. ¿Qué te parece?

Como todos los niños, apeló a la lógica.

– ¿Y qué pasa si nunca te la suelto?

– Pues tendremos que casarnos -dijo, soltando una carcajada y frunciendo el entrecejo cuando el dolor le atravesó el costado.

El hijo de puta le había roto una costilla.

Ivo intentaba persuadir a los demás de que se marcharan.

– No seáis tontos -decía-. Ninguno de nosotros sabe lo que ocurre, pero podéis apostar vuestras vidas a que los maderos no se lo creen. Si tenemos suerte, pasaremos veinticuatro horas en un puñetero calabozo mientras ellos nos cuelgan todos los crímenes sin resolver de Dorset… y si no, nos quitarán a los niños y nos encerrarán por cómplices de todo lo que haya hecho Fox. Debemos largarnos ahora. Dejemos que el muy cabrón se enfrente solo al pelotón de fusilamiento.

– ¿Qué opinas? -preguntó Zadie a Bella.

La mujerona lió un cigarrillo entre sus rollizos dedos y pasó la lengua por el papel.

– Creo que debemos quedarnos y seguir las instrucciones del señor Barker.

Ivo se levantó de un salto.

– No eres tú quien decide -dijo, agresivo-. Hiciste un trato con él sin consultar a los demás. Yo digo que nos vayamos… recojamos ahora antes de que acabemos más hundidos en la mierda de lo que ya estamos. Estoy completamente seguro de que los maderos no anotaron la matrícula de ningún otro vehículo salvo la de Fox, así que, con excepción de Bella, a quien ya conocen de antes, sólo tienen unas descripciones bastante vagas de nosotros, por lo que no podrán seguirnos.

– ¿Y qué pasa con Bella? -preguntó Gray.

– Cuando se ocupen de ella, podrá convencerlos… dirá que temía por sus niñas y no necesitaba la tierra. Es la verdad. Ninguno de nosotros necesita la puñetera parcela.

Todos miraron a Bella.

– ¿Y bien? -preguntó Zadie.

– No veo qué sentido tiene -dijo ella con suavidad, intentando distender el debate-. Para empezar, todos tenemos cosas fuera que tendríamos que recoger, por ejemplo las bicicletas de mis niñas, y no quiero estar al raso cuando Fox regrese.

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