La oscuridad de la casa no le preocupaba. Sin un reloj, el tiempo no tenía significado y supuso que el anciano y sus amigos dormían. Más preocupado por la policía que por lo que pudiera tener delante, avanzó a cuatro patas, abriéndose camino entre los árboles y arbustos que pespunteaban el terreno mientras se giraba de vez en cuando, mirando por encima del hombro. Cada vez que observaba la terraza para no perder la orientación, una luz parpadeaba al otro lado de una de las ventanas de los bajos. Pensó que la luz procedía del interior de la casa y no le prestó atención.
Pero el susto fue mayúsculo cuando, a unos veinte metros de la terraza, las nubes comenzaron a disiparse y pudo ver que se trataba de una linterna en la mano de una persona. Pudo distinguir el bulto de una figura vestida de negro delante de las puertas de vidrio y el reflejo pálido de un rostro. Se acurrucó temblando detrás de un árbol. Sabía que no se trataba de Fox. Siempre lo reconocía por el abrigo. ¿Sería un policía apostado allí para atraparlo?
La fría humedad del terreno penetraba a través de su ropa sencilla y un letargo horrible comenzó a apoderarse de él. Si se dormía quizá no volviera a despertar. La idea lo estimuló. Era mejor que estar asustado. Se agarró a la idea de que si su madre no se había largado, ella lo salvaría. Pero ella sí se había largado y esta voz nueva, salpicada de cinismo, le dijo por qué. Estaba más preocupada por ella misma y por el Cachorro que por Wolfie. Apoyó la cabeza en las rodillas mientras cálidas lágrimas resbalaban por sus mejillas congeladas.
– ¿Quién está ahí?
Reconoció la voz de Nancy y detectó en ella el miedo, pero pensó que hablaba con otra persona y no respondió. Como ella, contuvo el aliento y esperó a que ocurriera algo. El silencio se estiró, interminable, hasta que una nerviosa curiosidad lo impulsó a ver si ella aún se encontraba allí. Wolfie yacía sobre el vientre, enroscado en torno a la base del árbol, y esta vez vio a su padre.
Fox estaba a pocos metros, a la izquierda de Nancy, con la cabeza inclinada para que la luz de la luna no le diera en la cara; contra el fondo de la pared de piedra de la mansión, la silueta de su abrigo con capucha era inconfundible. Nancy hacía oscilar la luz de la linterna de un lado a otro y ése era el único movimiento que hacía alguno de los dos. Con su capacidad infinita para comprender el miedo, Wolfie sabía que ella había percibido la presencia de Fox, pero no podía verlo. Cada vez que la luz apuntaba en su dirección, iluminaba un arbusto frente a la casa, pero no alcanzaba a mostrar la sombra que se escondía detrás.
Wolfie clavó una mirada intensa en su padre, tratando de distinguir si estaba empuñando la navaja. Llegó a la conclusión de que no. No se veía ningún atisbo de Fox, sólo la sombra negra de su largo abrigo con capucha. No se veía el destello de la hoja y el niño sintió cierto alivio. Aunque Fox estuviera acariciando el arma en su bolsillo, sólo se volvía peligroso de veras cuando la tenía en la mano. No se molestó en preguntarse por qué su padre estaba acechando a Nancy, imaginaba que eso guardaba relación con su visita al campamento. Nadie invadía el territorio de Fox sin atenerse a las consecuencias.
Sus agudos oídos captaron el sonido de unos neumáticos rodando sobre la gravilla y percibió el alivio de Nancy cuando ella bajó la linterna para iluminar las losas bajo sus pies. No debió de hacer eso, pensó, porque la única vía de escape de Fox era pasar corriendo junto a ella en dirección a la parte trasera de la casa. El pánico se apoderó de él cuando volvió a mirar a su padre y contempló con alarma cómo Fox sacaba una mano del bolsillo.
Monroe aparcó junto al Discovery de Nancy y dejó el motor en marcha mientras descendía para examinar las ventanillas del todoterreno. La puerta del conductor no tenía seguro y el detective trepó al asiento y se inclinó para recoger un bolso de tela que yacía en el suelo frente al asiento del pasajero. Con el pulgar, marcó los números de su móvil mientras revisaba el contenido del bolso.
– He encontrado un coche -dijo-. No hay señales del dueño pero aquí hay una billetera con una Visa a nombre de Nancy Smith. El coche tiene las llaves puestas, pero yo diría que el motor lleva un rato apagado. No hace mucho calor aquí. -Miró a través del parabrisas-. Este lado está en total oscuridad… no, el coronel se sienta en la habitación que da a la terraza. -Frunció el ceño-. ¿Está fuera? ¿Quién llamó? ¿El abogado? -Volvió a fruncir el ceño-. Eso me suena raro. ¿Cómo sabe el abogado que esa mujer está en peligro si está a medio camino de Bovington? Y, de todos modos, ¿quién es ella? ¿Por qué el pánico? -La respuesta lo dejó anonadado-. ¿La nieta del coronel? ¡Dios mío! -Miró hacia atrás, al camino de acceso, al oír el sonido de un coche que se aproximaba-. No, colega, no tengo la menor idea de lo que ocurre aquí…
– No debió haberles dicho quién era Nancy -protestó James, molesto-. ¿Es que no se da cuenta? Mañana saldrá en todos los diarios.
Mark no le prestó atención.
– Leo la llamó «el fruto del amor de Lizzie» -dijo, acelerando a noventa en un tramo recto de la carretera-. ¿Habitualmente se refiere así a ella? Yo habría pensado que lo más adecuado para él era decir «bastarda».
James cerró los ojos mientras se acercaban a la curva antes de llegar a la granja Shenstead a gran velocidad.
– Nunca se refiere a ella de ninguna manera. No es un tema que hayamos tratado. Nunca lo hemos hecho. Preferiría que se concentrara en la carretera.
Mark hizo caso omiso.
– ¿De quién fue la idea?
– De nadie -dijo James con irritación-. En ese momento, aquello parecía igual de terrible que un aborto… y uno no habla de abortos en la mesa.
– Yo creía que usted y Ailsa habían discutido por eso.
– Razón de más para considerar cerrado el tema. Se había llevado a cabo la adopción. Nada que yo hubiera podido decir o hacer habría dado marcha atrás al proceso.
James apoyó las manos en el salpicadero mientras los arbustos de la cuneta flagelaban lateralmente el coche.
– ¿Por qué le molestó tanto?
– Porque yo no le entregaría un perro a un completo desconocido, Mark. Y un niño, menos todavía. Ella era una Lockyer-Fox. Teníamos un deber con ella. Está conduciendo demasiado rápido.
– Déjese de quejas. Entonces, ¿por qué Ailsa la entregó en adopción?
James suspiró.
– Porque no se le ocurrió otra salida. Sabía que Elizabeth rechazaría a la niña si la obligaba a reconocerla, y era imposible que Ailsa pudiera hacerla pasar como suya.
– ¿Qué otra opción había?
– Admitir que nuestra hija había cometido un error y hacernos responsables nosotros. Por supuesto, es fácil ser sabio en retrospectiva. No culpo a Ailsa. Me culpo a mí mismo. Ella creyó que mis puntos de vista eran tan rígidos que no valía la pena preguntarme. -Otro suspiro-. Todos habríamos deseado actuar de manera diferente, Mark. Ailsa asumió que Elizabeth tendría otros hijos, así como Leo. Como eso no ocurrió, el shock fue terrible.
Mark comenzó a frenar al ver las luces de otro coche que salía del Soto. Le echó un vistazo al pasar por su lado, pero no pudo ver nada tras los faros.
– ¿Dijo Lizzie alguna vez quién era el padre?
– No -respondió el anciano secamente-. No creo que ni ella misma lo supiera.
– ¿Está seguro de que Leo nunca tuvo hijos?
– Absolutamente.
Mark redujo una marcha cuando se aproximaron al camino de acceso a la mansión, mientras veía cómo las luces del otro vehículo bailaban a sus espaldas.
– ¿Por qué? Ha estado con un montón de mujeres, James. Según la ley de probabilidades debería de haber cometido un error por lo menos.
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