– ¿Qué se supone que significa eso?
– Averigüelo usted mismo. Como creyó que si la acusación no iba contra usted era divertido, y hasta sugirió que podía ganar dinero con eso…
Hubo un largo silencio.
– ¿Quiere explicarme eso con palabras sencillas?
– En las actuales circunstancias, no aconsejaría hacer eso.
– ¿Papá está escuchando?
– Sí.
La línea se cortó de inmediato.
Nancy había recibido tres mensajes contradictorios en tres horas. Uno de James que le decía con voz preocupada que, a pesar de que se había sentido encantado de conocerla, no consideraba que fuera correcto en las circunstancias actuales que ella lo visitara. Un mensaje de texto de Mark diciendo que James mentía, seguido de otro donde mencionaba una emergencia. Cada intento de llamar al móvil de Mark había sido desviado al buzón de voz, y el abogado no había respondido a su mensaje.
Preocupada, había decidido no deshacer el equipaje y hacer el recorrido desde Bovington a Shenstead, de apenas quince minutos. Ahora se sentía como una idiota. ¿Qué circunstancias? ¿Qué emergencia? La mansión Shenstead estaba a oscuras y no hubo respuesta cuando tocó el timbre. Una luna intermitente iluminaba la fachada, pero no había señales de vida por ninguna parte. Miró a través de los paneles de vidrio de la biblioteca en busca de luz bajo la puerta cerrada que daba al pasillo, pero lo único que pudo ver fue su propio reflejo.
Se sintió incómoda. ¿Qué pensaría James si regresaba y la encontraba fisgando por las ventanas? Peor aún, ¿qué estaría pensando en caso de que la estuviera observando desde dentro, a oscuras? Cualesquiera que fueran las circunstancias a las que se había referido, nada había cambiado y su mensaje no podía ser más claro. No quería volver a verla. Recordó sus lágrimas matutinas y el bochorno que ella misma había sentido. No debía estar allí.
Regresó junto a su Discovery y se sentó tras el volante. Intentó convencerse a sí misma de que estaban en el pub -es lo que sus padres habrían hecho-, pero no lo logró. En esas circunstancias -¿eran ésas las circunstancias?-, consideraba que era imposible que los dos hombres hubieran abandonado la casa. Los mensajes de Mark. El carácter de James, dado a la reclusion. Su aislamiento. La proximidad de los nómadas. La trampa que habían puesto al perro de James. Algo iba mal.
Con un suspiro, tomó una linterna de la guantera y volvió a salir del coche. Lo iba a lamentar. Creía que los dos estaban en el salón, haciendo ver que estaban fuera; imaginaba ver una desagradable expresión de cortesía en sus rostros cuando ella se asomara por la ventana. Dio la vuelta a la casa y recorrió la terraza.
Las luces del salón estaban apagadas y las grandes puertas de vidrio tenían echado el pestillo por dentro. Intentó abrirlas; estaban cerradas. Hizo visera con las manos para examinar el interior, pero el brillo mortecino de las pavesas en el hogar le mostró que la habitación estaba vacía. Como un último intento por cumplir un deber, dio un paso atrás para mirar hacia las habitaciones de arriba, y una sensación desagradable le recorrió la columna vertebral al darse cuenta de que estaba junto al sitio donde había muerto Ailsa.
Aquello era una locura, pensó Nancy con enojo. Una aventura a ciegas maquinada por el puñetero de Mark Ankerton, y se adueñó de ella un miedo supersticioso provocado por una mujer que nunca había conocido. Pero ella podía sentir el peso de una mirada en la nuca… podía incluso oír una respiración.
Se volvió de súbito, desplazando el haz de luz de la linterna en un arco oscilante…
El policía de más edad golpeó la puerta del autocar de Fox y no se mostró sorprendido cuando nadie respondió. Probó el picaporte por si tenía echado el pestillo y después miró a Wolfie con curiosidad. Bella suspiró con irritación.
– Estúpido cabrón -musitó para sus adentros antes de dibujar en su rostro una falsa sonrisa.
– ¿Sabes dónde está? -preguntó Barker.
Ella negó con la cabeza.
– Pensé que estaba durmiendo. Como dije, le toca hacer el turno de noche en la barrera… por eso comencé por el otro extremo… no quería despertarlo antes de lo debido.
Barker miró atentamente a Wolfie.
– ¿Qué me dices, hijo? ¿Sabes dónde está tu padre?
El niño negó con la cabeza.
– ¿Siempre que se va pasa el pestillo a la puerta?
Gesto de asentimiento.
– ¿Te dice adónde va?
Temblor temeroso.
– ¿Y qué se supone que debes hacer? ¿Congelarte hasta que te mueras? ¿Y qué pasa si Bella no está cerca? -Estaba molesto y lo dejaba traslucir-. ¿Qué hay en ese autocar que es más importante que su hijo? -preguntó a Bella-. Creo que es hora de que tengamos una conversación con ese misterioso amigo tuyo. ¿Dónde está? ¿En qué anda metido?
Bella percibió un movimiento presuroso a su lado.
– ¡Por Dios! -dijo enfadada, mientras contemplaba a Wolfie desaparecer en el bosquecillo como si lo persiguieran bestias feroces-. Muy bien, señor Barker. ¿Qué vamos a hacer ahora? Porque hay una cosa en la que tiene razón: a su padre no le importa si se congela y se muere… ni le importa a nadie más. -Apuntó un dedo hacia el pecho de Barker-. ¿Y quiere saber por qué? No creo ni siquiera que esté inscrito en el registro civil, así que ese pobre pilludo no existe.
El mensaje de Nancy llegó en cuanto Mark colgó y, en ese momento, no hubo discusión alguna. Marcó el 999 en el móvil antes de poner el teléfono en el soporte de manos libres.
– Con la policía -dijo someramente por el micrófono del móvil antes de poner en marcha el Lexus y girar en redondo.
«Un perro devorando a otro perro», pensó Monroe mientras los Bartlett se agredían. No sentía la menor simpatía por Eleanor pero el desdén de Julian le crispaba los nervios. La dinámica de aquella relación era de una agresividad incansable y empezaba a preguntarse si algunos de los problemas de Eleanor no podrían deberse a su marido. A pesar de toda su urbanidad, aquel hombre era un matón.
– Te estás comportando como una idiota, Ellie. Es obvio que alguien te vendió un chisme y ahora estás tratando de armar un escándalo. ¿De dónde sacas toda esa basura sobre una fulana?
Ella estaba demasiado alterada para meditar sus respuestas.
– La gente del Soto -replicó-. Nos han estado vigilando.
Julian soltó una risa sorprendida.
– ¿Los gitanos?
– No tiene gracia. Saben muchas cosas de nosotros… mi nombre, la marca de tu coche.
– ¿Sí? No se trata de una información secreta. Probablemente la obtuvieron de alguno de los que sólo vienen aquí los fines de semana. Tienes que abandonar la terapia hormonal y las inyecciones de Botox, te están recalentando el cerebro.
Ella dio un pisotón.
– Registré tu ordenador, Julian. Todo está ahí. Los correos electrónicos a GS.
«Basta ya», pensó Monroe mientras Julian, divertido, volvía a encogerse de hombros. Le resultaba demasiado fácil. En cada ocasión iba un paso por delante de ella. El móvil de Monroe comenzó a vibrar en el bolsillo delantero de su pantalón. Lo cogió y oyó la solicitud de que se ocupara de un incidente en la mansión.
– Enseguida. Estaré ahí dentro de tres minutos. -Se levantó-. Ya hablaremos de nuevo con usted en otra ocasión -dijo mirando a Eleanor, y añadió-: Y con usted también, señor Bartlett.
Julian frunció el ceño.
– ¿Por qué conmigo? Yo no respondo de los actos de mi esposa.
– No, pero debe responder de los suyos, señor -sentenció Monroe, encaminándose hacia la puerta.
Desde la terraza, Nancy oyó unos neumáticos deslizarse sobre la gravilla y giró la cabeza con alivio. Su sargento tenía razón. La imaginación era algo terrible. Los arbustos y árboles del patio proyectaban demasiadas sombras y todos parecían oscuras siluetas de personas agazapadas. Recordó las palabras de James: «¿Quién de nosotros sabe lo valiente que es hasta que se queda solo?». Bueno, ahora lo sabía.
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