Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Julian cruzó los dedos bajo el mentón y siguió mirando a Eleanor.

– No, a no ser que estemos dispuestos a llevar otro nivel de vida. No podríamos conseguir una casa Shenstead en Chelsea… probablemente ya ni siquiera un cajón construido en las afueras en los años setenta. Por desgracia, mi esposa parece que no ha considerado las implicaciones financieras de una inflación que funciona en un solo sentido.

Aquel «ya ni siquiera» llamó la atención de Monroe.

– ¿Qué los trajo aquí?

– La indem…

Eleanor lo interrumpió abruptamente.

– Mi marido era director en una compañía constructora -dijo-. Le hicieron una generosa oferta de jubilación y decidimos aceptarla. Siempre hemos tenido la ilusión de vivir en el campo.

– ¿Qué compañía? -preguntó Monroe, sacando su libreta de notas.

Se hizo el silencio.

– Lacey's -dijo Julian con una risita-, y no era director. Era gerente principal. La inflación londinense también logra impresionar a los nuevos vecinos, me temo. Y, para más exactitud, vivíamos en Croydon Road, en el número doce, que tenía un código postal de Chelsea debido a que el límite pasaba por detrás de nuestro jardín. -Sonrió con expresión de desagrado-. Creo que te están empezando a caer salivazos del cielo, Ellie.

Ella parecía más preocupada de lo debido por unas mentiras sin importancia.

– No digas tonterías -replicó molesta.

Julian soltó un bufido de desprecio.

– ¡Dios mío, eso es genial! ¿Qué puede ser más tonto que ensuciar tu propio nido? ¿Cómo podemos seguir viviendo aquí después de espantar a nuestros vecinos? ¿Con quién vas a ir de compras? ¿Con quién vas a jugar al golf? Volverás a encerrarte en casa, gimiendo y quejándote de lo sola que estás. ¿Tienes idea de lo que eso significa para mí? ¿Cómo supones que tus ridículos actos van a influir en mis amigos? Eres tan puñeteramente egoísta, Ellie… Siempre lo has sido.

Eleanor hizo un burdo intento de centrar la atención en Monroe.

– El sargento no ha venido aquí a ser testigo de una riña. Estoy segura de que se da perfecta cuenta de lo estresante que resulta para nosotros esta situación… pero no hay por qué perder los estribos.

La ira congestionó el rostro de Julian.

– Perderé los estribos cuando me dé la gana -dijo enfurecido-. ¿Por qué demonios no puedes decir la verdad por una sola vez? Esta tarde me juraste que no tenías nada que ver con esa estupidez y ahora me sueltas un montón de mierda sobre James acusándolo de abuso a menores. ¿Y quién es el hombre del distorsionador de voz? ¿De qué va todo esto?

– Por favor, no digas palabrotas -dijo ella con remilgos-. Es grosero e innecesario.

Monroe pensó que no era muy inteligente por parte de ella dejar que las mejillas del señor Bartlett se volvieran de color púrpura.

– ¿Bien, señora Bartlett? -insistió el detective-. Es una buena pregunta. ¿Quién es ese hombre?

Eleanor se volvió hacia el policía con gratitud mientras la furia de Julian amenazaba con estallar.

– No tengo la menor idea -respondió-. Es obvio que Prue le ha llenado la cabeza de tonterías. Es verdad que hablé con alguno de los nómadas para tratar de saber qué pasaba allá arriba, algo que, por cierto, hice a petición de Prue, pero no puedo imaginar por qué cree que conozco a alguno de ellos. -Se estremeció, disgustada-. Es imposible. Es gente horrible.

Parecía convincente, pero Monroe recordó que ella había tenido más de veinte minutos para inventar excusas.

– El hombre que me interesa es el que habla a través de un distorsionador de voz.

Ella se mostró genuinamente intrigada.

– Me temo que no comprendo.

– Estoy pidiéndole un nombre, señora Bartlett. Usted ya ha cometido un delito al efectuar esas hostigantes llamadas telefónicas. Estoy seguro de que no querrá empeorar su situación reteniendo información.

Ella sacudió la cabeza con nerviosismo.

– Pero no sé de qué habla, sargento. Nunca he oído a nadie hablar a través de un distorsionador.

Quizás era más inteligente de lo que el detective creía.

– Quizá cuando habla con usted no usa el distorsionador, así que enfoquémoslo de otra manera. ¿Quién le ha estado informando de lo que tiene que decir? ¿Quién le ha dado la pauta?

– Nadie -protestó la mujer-. Sólo he repetido las cosas que Elizabeth me dijo. -Pareció querer sacar fuerzas de alguna parte-. Está muy bien que lo intente conmigo pero yo la creí… y usted también la creería si la oyera. Estaba segura de que su padre había matado a su madre… y contó las cosas más terribles… daba horror escucharla. Es una mujer muy dañada… muy triste… los demás sólo podemos imaginar lo que es tener un niño nacido en tan terribles circunstancias… y que después te lo quiten.

Mientras ella hablaba, Monroe la observaba detenidamente.

– ¿Quién contactó con quién?

Ella parecía preocupada.

– ¿Que si yo llamé a Elizabeth?

– Sí.

– No. Leo escribió y me invitó a reunirme con él en Londres. -Ella levantó los ojos con preocupación hacia Julian, como si supiera que él no lo aprobaría-. Fue algo totalmente inocente. La carta llegó de improviso. Yo nunca había hablado antes con él. Me presentó a Elizabeth. Nos vimos en Hyde Park. Había miles de testigos.

La desaprobación de Julian no tenía nada que ver con el carácter inocente o no del encuentro.

– ¡Por Dios! -gruñó-. ¿Qué razón tenías para reunirte con Leo Lockyer-Fox? Él y su padre se aborrecen mutuamente. -Vio que los labios de ella se volvían una terca línea-. Supongo que ésa es la razón -dijo, sarcástico-. ¿Se trataba de un poquito de movimiento para vengar los desaires de James y Ailsa? ¿O quizá pensaste que ascenderías socialmente cuando Leo se trasladara a la mansión? -Se frotó el pulgar y el índice-. Quizás esperabas que te diera las gracias por arrastrar a su padre por la mierda.

Parecía haber dado en el clavo, pensaba Monroe, mientras la cara de Eleanor se llenaba de manchas de un color revelador.

– No seas tan vulgar -espetó.

Los ojos de Julian refulgieron destellos de ira.

– ¿Por qué no me preguntaste por él? Te hubiera podido decir lo que vale la gratitud de Leo Lockyer-Fox. -Hizo un círculo con el índice y el pulgar y apuntó hacia ella-. Cero. Nada. Es un perdedor… como su hermana. Son un par de parásitos que viven de la caridad de su padre. Ella es una alcohólica y él es un ludópata, y si James es tan estúpido como para dejarles la mansión, la venderán antes de que lo entierren.

Monroe, que se había entrevistado con los dos hijos de Ailsa, pensó que la descripción era precisa.

– Usted parece conocerlos mejor que su esposa -hizo notar-. ¿A qué es debido?

Julian se giró para mirarle a los ojos.

– Sólo sé lo que he oído. Los arrendatarios de James los conocen hace años y no tienen una sola buena palabra para ninguno de los dos. Consentidos hasta el máximo cuando eran unos niños e inclinados hacia el mal ya adultos, ésa parece ser la visión consensuada. Según Paul Squires, se suponía que heredarían el dinero de Ailsa a la muerte de ésta… pero el año pasado modificó el testamento, después de que James echara a su anterior abogado y contratara a Mark Ankerton. Ésa es la razón por la que había tan mal ambiente en el funeral. Esperaban medio millón para cada uno… y no recibieron nada.

Monroe sabía que eso no era cierto. Cada uno había recibido cincuenta mil pero quizás, en comparación con medio millón, aquello recibía el calificativo de «nada».

– ¿Asistió al funeral?

Julian asintió.

– En la parte de atrás. No pudimos ver gran cosa, salvo filas de cabezas… pero daba igual. Todo el mundo podía percibir la animosidad. James y Mark estaban sentados a un lado, y Leo y Elizabeth al otro. Salieron en tromba en cuanto concluyó la ceremonia, sin despedirse siquiera del pobre James… Con toda seguridad lo culpaban de convencer a Ailsa para que modificara el testamento. -Lanzó una mirada acusatoria a su esposa-. Por supuesto, las lenguas de las mujeres comenzaron a desatarse. Los padres tienen la culpa… los hijos son inocentes… toda esa mierda. -Se rió amargamente-. La mayor parte de los hombres se limitaban a sentirse contentos por no estar en el pellejo de James. Pobre infeliz. Debió darle de azotes a sus hijos hace muchos años.

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