Bob dio un puñetazo sobre la mesa.
– Mide tus palabras.
– Medio hombre, eso es lo que eres, Bob Dawson. En público, duro como el hierro. En la cama, blando como la gelatina.
– Cállate.
– No.
– ¿Quieres probar el dorso de mi mano? -preguntó con enojo.
Esperó que retrocediera, como hacía siempre; pero en lugar de eso, los ojos de la mujer brillaron con una sonrisa taimada.
¡Oh, Dios mío! Debió de haber sabido que las amenazas no funcionarían por sí solas. Se puso de pie haciendo que la silla se cayera al suelo.
– Te lo advertí -le gritó-. «Mantente lejos de él», te dije. ¿Dónde está? ¿Aquí? ¿Ésa es la razón por la que hay gitanos en el Soto?
– No es asunto tuyo -escupió Vera-. No puedes decirme con quién puedo hablar. Tengo mis derechos.
Bob le asestó una feroz bofetada.
– ¿Dónde está? -rugió.
Ella se agachó, apartándose de él con los ojos brillantes de odio y malicia.
– Él acabará contigo primero. Ya lo verás. Eres un anciano y no te tiene miedo. No le tiene miedo a nadie.
Bob estiró la mano y cogió su chaqueta, que colgaba de un gancho junto al fregadero.
– Será un idiota perdido -fue lo único que dijo antes de salir y cerrar la puerta de un tirón a sus espaldas.
Fueron unas palabras magníficas pero la realidad de la noche se burló de ellas. El viento de poniente había cubierto la luna de nubes y, sin una linterna, Bob estaba virtualmente ciego. Se volvió hacia la mansión con la intención de guiarse por las luces del salón, y tuvo tiempo de sorprenderse de que la mansión estuviera a oscuras antes de que un martillo le golpeara el cráneo y la negra noche lo devorara.
El sargento detective Monroe estaba harto de mujeres de mediana edad que alegaban ignorancia. Cruzó las piernas y recorrió con la vista la habitación mientras escuchaba cómo Eleanor Bartlett vociferaba su enojo ante la sugerencia de que sabía algo sobre el intruso en casa de Prue. El pueblo estaba infestado de nómadas y todo el mundo sabía que éstos eran unos ladrones. Y en lo relativo a una campaña de difamación, todo era una interpretación equívoca de una o dos llamadas telefónicas para advertirle al coronel que sus secretos habían pasado a ser de conocimiento público. ¿Era de suponer que la policía conocía la naturaleza de las acusaciones?
Se trataba de una pregunta retórica. Ella no esperó la respuesta e hizo una enumeración de los crímenes de James cometidos contra su hija con todo lujo de detalles salaces, tanto en provecho de Julian como en el suyo propio, en opinión de Monroe.
– Además, Henry no era el perro de James -concluyó airada-, era el perro de Ailsa… y si alguien lo mató lo más probable es que fuera el propio James. Es un hombre muy cruel.
Monroe volvió a obligarla a centrarse en sí misma.
– ¿Puede probar alguna de esas acusaciones?
– Claro que sí. Me las contó la propia Elizabeth. ¿Insinúa que mentiría en un asunto como éste?
– Alguien parece estar mintiendo. Según la señora Weldon, el coronel Lockyer-Fox estaba en el extranjero cuando el niño fue concebido.
Más resoplidos. Prue había elegido un simple cotilleo, algo que había oído y a todas luces inexacto. Si el sargento conociera a Prue tan bien como la conocía Eleanor, hubiera sabido que nunca entendía nada correctamente y, en cualquier caso, Prue cambió de opinión en cuanto Eleanor le contó los detalles de lo que Elizabeth le había dicho.
– Usted debería estar interrogando a James sobre el asesinato y los maltratos a su hija -espetó la mujer-, en lugar de intimidarme por haber hecho su trabajo. -Tomó aliento-. Por supuesto, todos sabemos por qué no lo está haciendo… son sus compinches.
El sargento la aplastó con la mirada.
– No me rebajaré a responder a eso, señora Bartlett.
La boca de ella se torció en un gesto despectivo.
– Pero es la verdad. Ustedes no investigaron correctamente la muerte de Ailsa. Lo escondieron todo bajo la alfombra para evitarle un escándalo a James.
Monroe se encogió de hombros.
– Si eso es lo que usted cree, creerá cualquier cosa y tendré que asumir que nada de lo que diga tiene la menor credibilidad… incluyendo todas esas acusaciones contra el coronel.
Ella siguió justificándose de sus actos. Por supuesto, decía la verdad. De no ser así, ¿por qué James había dejado que siguieran? No había ocultado su identidad, a diferencia de Prue que era una cobarde. Si James se hubiera molestado en ir a verla y contarle su versión de la historia, ella lo habría escuchado. Lo único que le interesaba era la verdad. Ailsa era su amiga y no había duda alguna de que los dos hijos de James lo consideraban culpable de asesinato. Se había sentido traumatizada al pensar en cómo sufría Ailsa en manos de un marido violento… sobre todo después de oír lo que Elizabeth decía que le había ocurrido a ella cuando era niña. Si la policía hubiera hecho las preguntas correctas lo hubieran descubierto todo por sí mismos.
Monroe la dejó hablar, más interesado en comparar la sala de estar de los Bartlett con el ruinoso salón de la mansión. En la sala de Eleanor todo era nuevo e inmaculado. Muebles color crema sobre una lujosa alfombra mullida. Paredes color chocolate para darle más vitalidad. Cortinas en tonos pastel colgadas al estilo austríaco para imprimir un aire romántico a aquel recinto Victoriano de techo alto.
Todo era de diseño y muy caro, y no dejaba traslucir nada de las personas que vivían allí, excepto que eran ostentosas y pudientes. En las paredes no había cuadros ni reliquias familiares, ni desechos hogareños que indicaran que los que allí vivían se sentían cómodos entre ellos. Pensó que prefería con mucho el salón de la mansión, donde los gustos de distintas épocas competían por llamar la atención y cien personalidades, junto a generaciones de perros, habían dejado marcas en los sofás arañados y las alfombras persas deshilachadas.
Cada cierto tiempo sus ojos se posaban en el rostro afilado de la mujer. Le recordaba una envejecida estrella de cine americana que mostraba demasiados dientes porque el último lifting había sido un intento excesivo de aferrarse a la juventud. Se preguntó con quién competía Eleanor Bartlett -la señora Weidon quedaba descartada-, y sospechó que era con el marido, quien se teñía el cabello y vestía vaqueros ceñidos. ¿Qué tipo de relación tendrían en la que la imagen era más importante que la comodidad? ¿O cada uno de ellos temía perder al otro?
Cuando ella hizo un alto, el detective dejó que el silencio se adueñara de la sala, negándose a ofrecerle una victoria moral mediante la defensa de la acción policial en lo relativo a la muerte de Ailsa.
– ¿Cuándo se mudaron? -preguntó a Julian.
El hombre miraba a su esposa como si le hubieran salido cuernos.
– Nos marchamos de Londres hace cuatro años.
– Entonces ¿fue antes del boom inmobiliario?
Eleanor parecía irritada, como si perderse el boom por un pelo tuviera aún alguna importancia.
– En realidad no nos afectó -dijo, pomposa-. Vivíamos en Chelsea. Allí las fincas siempre han sido caras.
Monroe asintió.
– Estuve en la Metropolitana hasta hace año y medio -dijo, en tono confidencial-. El valor de nuestra casa aumentó un veinte por ciento en doce meses.
Julian se encogió de hombros.
– Es el único momento en que la inflación trabaja a favor de uno. La economía de Londres está en pleno crecimiento, pero la del oeste no. Tan simple como eso. Si Dorset comienza a declinar, será imposible regresar a Londres.
Monroe sonrió levemente.
– ¿Usted tampoco podría, supongo?
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