Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Un leve gesto de asentimiento.

Martin le sostuvo la mirada un instante, después le hizo un guiño y se incorporó. El miedo del niño era palpable, aunque era difícil decir si temía a los policías o a lo que encontrarían si registraban el campamento. Había una sola cosa clara: si Bella hubiera estado cuidando de él no hubiera llevado aquella ropa tan poco adecuada para una noche de invierno, ni su aspecto sería el de alguien muerto de hambre.

– Bien -dijo-, ¿quieres presentarnos a tus amigos, Bella? Mi colega es el agente de policía Sean Wyatt, y quizá quieras dejar bien claro que no estamos interesados en nada que no sea el intruso de la granja Shenstead.

Bella asintió, cogiendo con firmeza la mano de Wolfie con la suya.

– Por lo que yo sé no va a encontrar nada, señor Barker -dijo, con toda la convicción de que pudo hacer acopio-. Somos varias familias y nos embarcamos en este proyecto para hacer lo que le dijimos… conforme a la ley, para que la gente de los alrededores no tenga nada de qué quejarse. Puede que haya un poco de droga escondida por ahí, pero nada más.

El agente se echó a un lado para que ella los guiara; se dio cuenta de que Bella había elegido comenzar por el autocar situado a la derecha del semicírculo, el más distante, del que la luz salía por grietas en torno a las cortinas de las ventanas. Él, por supuesto, estaba más interesado en el autocar de la izquierda, que atraía los ojos de Wolfie como un imán y parecía estar en completa oscuridad.

El sargento detective Monroe pasó por delante del campamento en su camino hacia la casa Shenstead y vio varias figuras serrando madera delante de los autocares, sus perfiles resaltados por los faros delanteros del coche de sus colegas. Era razonable creer que el rostro asomado a la ventana pertenecía a un nómada recién llegado, pero tenía la intención de aprovechar la insistencia de la señora Weldon de que su amiga se había vuelto «peculiar» después de visitar el campamento. Era una excusa para entrevistar a la señora Bartlett porque no había nada más que investigar. No se había formulado ninguna queja contra ella y el caso Lockyer-Fox llevaba varios meses cerrado.

De todos modos, Monroe sentía curiosidad. La muerte de Ailsa seguía dando vueltas en su cabeza a pesar del veredicto del juez de instrucción. Había sido el primero en llegar a la escena del crimen y la impresión que le causó ver el cuerpo pequeño y triste recostado contra el reloj solar, vestido con una fina bata de noche, una bata masculina de punto y un par de botas Wellington, fue impactante. No importa cuál fuera la conclusión final, a Monroe le parecía un caso de asesinato. Las manchas de sangre a noventa centímetros del cuerpo, la incongruencia de las delgadas ropas de dormir y las sólidas botas Wellington, la conclusión inevitable de que algo había perturbado el sueño de la mujer y que ella había salido fuera para investigar…

Le había quitado importancia a la histérica conclusión de Prue de que la «peculiaridad» de Eleanor significaba que el rostro en la ventana pertenecía a Darth Vader -«Usted tiene el hábito de sumar dos y dos y que den cinco, señora Weldon»-, pero a él le interesaba la coincidencia entre la llegada de los nómadas y la ruptura entre las dos mujeres. Tenía demasiada experiencia para negarse a establecer una conexión sin pruebas, pero la mera posibilidad de que la hubiera permanecía agazapada en un rincón de su cerebro.

Se detuvo junto a la entrada de la mansión Shenstead, sin decidir aún si quería conversar con el coronel Lockyer-Fox antes de hablar con la señora Bartlett. Eso ayudaría a saber qué había dicho exactamente la mujer, pero si el coronel se negaba a cooperar, entonces las ya limitadas excusas de Monroe para interrogar a la mujer se esfumarían. Necesitaba una queja oficial, un hecho que el abogado del coronel destacara con certeza, suponiendo que fuera él quien le hubiera aconsejado mostrarse reticente.

Lo que de veras intrigaba a Monroe era esa reticencia. La idea que se había alojado en su mente -reforzada por la necesidad de un distorsionador de voz y por el comentario hecho por el abogado a la señora Weldon de que aquel hombre sabía demasiadas cosas de la familia- guardaba relación con el hecho de que Darth Vader era pariente cercano del coronel.

Y seguía recordando que en las horas posteriores a la muerte de su esposa, el coronel había acusado a su hijo de asesinarla…

Fue Julian quien acudió a la llamada. Echó un vistazo a la identificación de Monroe, oyó su solicitud de entrevistarse con la señora Bartlett y después se encogió de hombros y abrió la puerta de par en par.

– Está ahí dentro -dijo mientras lo hacía entrar en un salón-. La policía quiere hablar contigo -dijo con indiferencia-. Me voy a mi estudio.

Monroe vio la alarma en el rostro de la mujer, que de inmediato se transformó en alivio cuando su marido anunció su intención de marcharse. Se movió para impedir la salida de Julian.

– Preferiría que no lo hiciera, señor. Lo que tengo que decir afecta a todos los que viven en esta casa.

– A mí no -replicó Julian con frialdad.

– ¿Cómo lo sabe, señor?

– Porque me he enterado este mediodía de lo de esas malditas llamadas telefónicas. -Miró el rostro inexpresivo del sargento-. Ésa es la razón por la que está aquí, ¿no es así?

Monroe echó un vistazo a Eleanor.

– No; no, exactamente. La señora Weldon nos informó de la presencia de un intruso en la granja Shenstead y ella parece creer que su esposa sabe de quién se trata. Eso ocurrió poco después de que el coronel Lockyer-Fox y su abogado la hicieran escuchar varias cintas en las que se oyen las voces de la señora Bartlett y un hombre, que hacen las mismas acusaciones contra el coronel, y la señora Weldon cree que ese individuo es el intruso. Tengo la esperanza de que la señora Bartlett pueda aclararnos algo al respecto.

Eleanor tenía el aspecto de alguien sometido a amenazas.

– No sé de qué habla -logró decir.

– Lo siento. No me he explicado bien. La señora Weldon cree que su intruso es el hombre que está detrás de la campaña contra el coronel Lockyer-Fox. Además, considera que es uno de los individuos que han acampado en el bosquecillo más allá del pueblo… y dice que usted debe de haber conversado con él esta mañana, ya que desde entonces se ha comportado de forma muy extraña. Usa un distorsionador de voz para ocultarse, pero ella asegura que usted sabe quién es.

La boca de Eleanor se curvó, formando una fea herradura.

– Eso es ridículo -espetó-. Prue es una fantasiosa… siempre lo ha sido. Personalmente creo que debe poner en duda la existencia de un intruso porque ella se prestaría a inventar uno para conseguir que alguien le preste atención. Supongo que sabe que tuvo una disputa con su marido y que éste pretende pedir el divorcio.

Monroe no lo sabía, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

– Está asustada -dijo-. Según lo que relató, ese hombre mutiló al perro del coronel y lo dejó fuera para que su dueño lo encontrara.

Los ojos de la mujer se movieron con nerviosismo hacia donde se hallaba su marido.

– No sé nada de eso.

– Usted sabía que el perro estaba muerto, señora Bartlett. La señora Weldon dice que usted se sintió complacida por eso -hizo una pausa para enfatizar-, y dijo algo así como: «Si escupes al cielo, en la cara te caerá».

– Eso no es verdad.

La reacción de Julian fue echarla a los lobos.

– Eso es muy propio de ti -dijo-. Nunca te gustó el pobrecito Henry . -Se volvió hacia Monroe-. Siéntese, sargento -lo invitó, indicando un butacón y acomodándose él en otro-. No me había dado cuenta de que había algo más allá de esta historia -hizo un gesto de disgusto- humillante de las llamadas telefónicas de mi mujer y Prue Weldon. Parece que me equivocaba. ¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente?

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