Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– Diez… doce. Dejé de hacerlo cuando vi que no me devolvía las llamadas.

– ¿Cuándo fue eso?

– Poco tiempo después de que comenzaran las amenazas. No creí que tuviera sentido insistir porque suponía que ella era cómplice de todo aquello.

– Entonces ¿fue a mediados de noviembre?

– Más o menos.

– Pero ¿ella no ha devuelto ninguna llamada desde marzo?

– No.

– ¿Y siempre pudo dejarle un mensaje? ¿Nunca fue rechazado por un buzón de voz lleno?

James negó con la cabeza.

– Bien, al menos sabemos que alguien los borraba. ¿Y Leo? ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?

Hubo una pausa.

– La semana pasada.

Mark lo miró sorprendido.

– ¿Y…?

El anciano emitió una risa apagada.

– Yo hablaba… él escuchaba… finalmente colgó. Fue más bien un monólogo.

– ¿Qué le dijo?

– Casi nada. Perdí los estribos cuando comenzó a reírse.

– ¿Lo acusó de ser Darth Vader?

– Entre otras cosas.

– ¿Y no dijo nada?

– No, simplemente se rió.

– Antes de eso, ¿cuántas veces habló con él?

– ¿Quiere decir desde la muerte de Ailsa? Una sola… la noche del funeral. -La voz se le quebró varias veces, como si sus emociones no estuvieran tan controladas como él intentaba demostrar-. Me… llamó a eso de las once de la noche, para decirme que era un canalla por darle su nombre a la policía. Dijo que me merecía todo lo que me pasara… y esperaba que alguien encontrara cómo endosarme esa muerte. Fue muy desagradable.

Mark lo miró con curiosidad.

– ¿Mencionó a Ailsa?

– No. Su único interés era arremeter contra mí. Era la habitual repetición de la historia en la que el culpable era siempre yo… y no él.

Mark retrocedió mentalmente a los dos días en los que James había sido interrogado.

– ¿Cómo supo Leo que había sido usted quien mencionó su nombre?

– Me imagino que se lo dijo la policía.

– No lo creo. Era algo que me preocupaba en ese momento; usted estaba delante cuando lo mencioné y nos aseguraron que no informarían a Leo ni a Elizabeth del nombre de la fuente. El sargento Monroe explicó que siempre interrogan a los parientes cercanos cuando hay indicios de que la muerte no se ha producido por causas naturales, por lo que la pregunta no tendría sentido.

James vaciló.

– Es obvio que no cumplieron su palabra.

– Entonces, ¿por qué Leo no lo llamó la primera vez que la policía lo visitó? Parece como si alguien hubiera dicho algo en el funeral y él se hubiese cabreado mientras volvía a su casa.

James frunció el ceño.

– No habló con nadie. Elizabeth y él entraron como una tromba y se marcharon como una tromba. Eso hizo que algunos empezaran a hacer comentarios al respecto.

Mark volvió a revisar su libreta de direcciones.

– Voy a telefonearlo, James, y aplicaré las mismas reglas de antes. O sale del coche, o mantiene la boca cerrada. ¿Está de acuerdo?

El mentón del anciano tembló de enojo.

– No. Si va a ofrecerle dinero, no.

– Quizá tenga que hacerlo… así que es mejor que decida ahora si quiere saber quién es Darth Vader.

– Es una pérdida de tiempo -dijo con terquedad-. No lo admitirá.

Mark suspiró con impaciencia.

– Magnífico. Explíqueme algunos detalles. Para comenzar, ¿cómo se puso en contacto la señora Bartlett con Elizabeth? Aunque tuviera su número de teléfono, cosa que dudo porque no aparece en la guía, ¿por qué iba Elizabeth a responder, si no contesta ninguna llamada? ¿Sabe acaso quién es esa mujer? ¿La ha visto alguna vez? No puedo imaginarme a Ailsa presentándolas. Ella aborrecía a la señora Bartlett y, con toda seguridad, no hubiera querido que esa cotilla descubriera los trapos sucios de Elizabeth por temor a que los difundiera por todo el condado. ¿Fue usted quien las presentó?

James miró por la ventanilla.

– No.

– Muy bien. El mismo argumento con respecto a Leo. Por lo que sé, él no ha vuelto a Shenstead desde que usted pagó su deuda, lo más cerca que ha estado fue en el funeral en Dorchester, así que ¿cuándo conoció a la señora Bartlett? Su número tampoco aparece en la guía, entonces ¿cómo consiguió ella su teléfono? ¿Cómo pudo escribirle si no sabe su dirección?

– Usted dijo que había hablado con alguien en el funeral.

– No fui tan preciso… el día del funeral. Eso no tiene sentido, James. -Mark siguió adelante sin prisa, clasificando las ideas en su cabeza-. Si Leo es Darth Vader, ¿cómo supo que la señora Bartlett era la persona con la que debía hablar? No se puede llamar en frío a alguien y preguntarle si está interesado en tomar parte en una campaña de difamación. La señora Weldon hubiera sido una opción más obvia. Al menos, en el informe aporta pruebas contra usted… pero si dice la verdad, nadie habló con ella… -Y calló.

– ¿Y bien?

Mark volvió a coger el teléfono y marcó el número del móvil de Leo.

– Pues no sé -dijo, irritado-, salvo que es usted un idiota por dejar que esto haya llegado tan lejos. Una parte de mí se pregunta si esta campaña de difamación no es una distracción para que usted mire en la dirección equivocada. -Apuntó a su cliente con un dedo agresivo-. Es usted tan malo como Leo. Los dos quieren la capitulación total, pero para dar inicio a un combate se necesitan dos, James, y dos para obtener una paz honorable.

Mensaje de Nancy

Su teléfono comunica. Estoy en la mansión. ¿Dónde están?

Bob Dawson se enfureció cuando su mujer entró sigilosamente en la cocina y lo interrumpió mientras escuchaba la radio. Ésa era la única habitación que podía llamar propia porque era la que Vera evitaba habitualmente. La demencia la había convencido de que la cocina guardaba relación con el trabajo monótono y sólo la visitaba cuando el hambre la obligaba a alejarse del televisor.

Al cruzar el umbral echó un vistazo a su marido mientras su boca fruncida mascullaba imprecaciones que él no podía oír.

– ¿Qué pasa? -preguntó Bob molesto.

– ¿Dónde está mi té?

– Prepáratelo tú misma -dijo él, soltando el cuchillo y el tenedor y apartando su plato a un lado-. No soy tu maldito esclavo.

La relación que mantenían rezumaba odio. Dos personas solitarias bajo un único techo que sólo podían comunicarse mediante la agresión. Siempre había sido así. Bob la controlaba mediante el castigo físico. Vera sirviéndose del rencor. Los ojos de la mujer refulgieron en un destello malévolo, como si hubiera percibido un eco de su martirologio tantas veces repetido.

– Me has vuelto a robar de nuevo -dijo ella entre dientes, aventurándose por otro carril bien conocido-. ¿Dónde está mi dinero? ¿Qué has hecho con él?

– Está donde lo escondiste, zorra imbécil.

La boca de Vera se torció y tembló en un esfuerzo por traducir en palabras el pensamiento caótico.

– No está donde debería. Devuélvemelo, ¿me oyes?

Bob, que ni en sus mejores tiempos había sido el más paciente de los hombres, apretó un puño y lo sacudió frente a ella.

– No te atrevas a venir aquí a acusarme de robar. Tú eres la ladrona de la familia. Siempre lo fuiste, y lo seguirás siendo.

– No fui yo -dijo ella con obstinación, como si una mentira repetida con suficiente frecuencia adquiriera el marchamo de la verdad.

Las respuestas de él eran tan predecibles como las de ella.

– Si lo has vuelto a hacer tras la muerte de la señora te echaré de la casa -la amenazó-. No me importa lo senil que estés, no voy a perder mi hogar sólo porque no puedas mantener los dedos quietos.

– No tendrías que preocuparte si fueras el propietario, ¿no es así? Un hombre de verdad hubiera comprado su propia casa.

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