Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Cooper rió entre dientes.

– ¿Tiene siquiera un abogado, señora Lascelles? Espero que no, porque estaría malgastando su dinero si ése es el tipo de consejo que le da. -Señaló la silla-. Siéntese -ordenó-, y agradézcales a su hija y a la doctora Blakeney que yo no vaya a detenerla ahora por posesión ilegal de heroína. Me gustaría hacerlo, no crea que no, pero como he dicho antes, redundará en beneficio de todos, y no menos de usted, si Dorset se queda sin su presencia. Debería, según lo correcto, poner todo lo que sé en conocimiento de la policía metropolitana, pero no lo haré. De todas maneras se enterarán bastante pronto porque, incluso con la importante suma que le pague la doctora Blakeney, será bastante incapaz de arreglárselas. Ya no habrá más cheques mensuales, señora Lascelles, porque ya no quedará ninguna anciana a la que aterrorizar. ¿Qué le hizo para obligarla a pagar?

Ella estaba mirando por la ventana, y pasó largo rato antes de que contestara.

– No tuve que hacer nada, excepto ser su hija. Supuso que era como ella, y eso hizo que me tuviera miedo.

– No le entiendo.

Se volvió para clavarle una mirada extrañamente penetrante.

– Yo la vi asesinar a su padre. La aterrorizaba que yo fuera a hacer lo mismo.

– ¿Lo habría hecho?

Ella sonrió de pronto y su belleza lo deslumhró.

– Yo soy como Hamlet, sargento, «estoy loco sólo al nornoroeste». Es probable que no me crea, pero siempre he tenido más miedo de que ella fuera a matarme a mí. Estos últimos tiempos he dormido muy bien.

– ¿Regresará a Londres?

Ella se encogió de hombros.

– Por supuesto. «Cuando un hombre está harto de Londres, está harto de la vida.» ¿Ha leído a Samuel Johnson, sargento? Era un escritor mucho mejor que Shakespeare.

– Ahora lo haré, señora Lascelles.

Se volvió hacia la ventana y la maravillosa vista del cedro del Líbano que dominaba el jardín.

– Supongo que si lucho contra la doctora Blakeney, usted le dirá lo que sabe a la policía metropolitana.

– Me temo que sí.

Ella profirió una risa hueca.

– Mi madre fue siempre muy buena en el chantaje. Es una lástima que usted no llegara a conocerla. ¿Cuidarán los Blakeney de Ruth, sargento? No querría que se muriese de hambre.

Lo cual era, pensó Cooper, lo máximo que podía aproximarse a expresar afecto por su hija.

– Desde luego, planean tenerla con ellos a corto plazo -respondió.

(«Ruth necesitará todo nuestro apoyo emocional -había dicho Sarah-, y eso incluye el suyo, Cooper, si queremos que soporte el aborto y el juicio de Dave Hughes.» «¿Y si absuelven a Hughes?», preguntó Cooper. «No lo absolverán -había contestado Sarah con firmeza-. Otras tres chicas han accedido a declarar contra él. Las mujeres tienen mucho valor, ¿sabe?, cuando no se las inmoviliza contra el suelo con un cuchillo en la garganta.»)

– ¿Y a largo plazo? -preguntó Joanna.

– Suponiendo que el testamento no sea impugnado, la doctora Blakeney determinará un fondo en fideicomiso para Ruth al mismo tiempo que le haga entrega a usted del dinero que su madre tenía intención de darle.

– ¿Venderá el jardín para hacerlo?

– No lo sé. Esta mañana me dijo que Cedar House sería un buen hogar de ancianos.

Joanna se aferró los brazos con enojo.

– Mi madre tiene que estar revolviéndose en la tumba al pensar que las ancianas de Fontwell serán cuidadas a expensas de ella. No podía soportar a ninguna de ellas.

Cooper sonrió para sí. La verdad es que había una hermosa ironía en todo ello, particularmente dado que la primera clienta sería, con toda probabilidad, la pobre y aturdida Violet Orloff.

Jack observaba a Sarah de reojo mientras estaba sentado ante su caballete dándole los últimos retoques al retrato de Joanna. Ella tenía la vista perdida en el boscoso horizonte del otro lado de la ventana, con la frente apoyada sobre el cristal frío.

– Un penique por ellos -dijo él al fin.

– ¿Perdón? -Se volvió a mirarlo.

– ¿En qué estás pensando?

– Oh, en nada, sólo… -sacudió la cabeza-, nada.

– ¿Bebés? -sugirió él, con su habitual deje de ironía.

Ella avanzó hasta el centro de la habitación y contempló el cuadro de Mathilda.

– Vale, sí, pero no tienes por qué preocuparte. No lo hacía con esperanzada expectación. Estaba pensando que tú has tenido razón desde el principio y que tener bebés es una estupidez. No te dan más que dolor de cabeza, francamente. Prefiero jugar sobre seguro y ahorrarme la angustia.

– Lástima -murmuró él, mientras limpiaba el pincel metiéndolo en trementina, y lo secaba con toallas de papel-. Justo cuando yo estaba haciéndome a la idea.

Ella habló con una voz deliberadamente ligera.

– Puedo aceptar tus bromas sobre la mayor parte de las cosas, Jack, pero no en lo que respecta a los niños. Sally Bennedict destruyó cualquier credibilidad que tú pudieras tener sobre eso, el día en que destruyó tu pequeño error.

– Sólo por curiosidad, ¿estás señalándome porque soy un hombre, o planeas usar ese mismo truco culpabilizador con Ruth en los años venideros? -preguntó Jack pensativo.

– Es diferente.

– ¿Lo es? Yo no veo por qué.

– Ruth no estaba siéndole infiel a su marido -masculló ella con los dientes apretados.

– Entonces no estamos hablando de hijos, Sarah, ni de si yo tengo o no derecho a cambiar de opinión. Estamos hablando de infidelidad. Son dos cosas por completo distintas.

– Quizás en tu opinión. No en la mía. El comprometerte con una persona no es diferente del comprometerte con una creencia. ¿Por qué, si no podías soportar dejar embarazada a tu esposa, fuiste tan descuidado como para dejar embarazada a tu amante? -Dos manchas de color aparecieron en lo alto de sus pómulos, y ella se volvió de espaldas con gesto abrupto-. Dejemos que lo pasado quede en el pasado. No quiero hablar más de ello.

– ¿Por qué no? -inquirió él-. Yo estoy pasándomelo de miedo. -Entrelazó los dedos en la nuca y le sonrió a la espalda rígida de ella-. Me has hecho pasar un infierno durante estos últimos doce meses. Me sacaste a tirones de Londres sin un «con tu permiso» ni un «¿te importa?». Me llevaste al medio de ninguna parte con un «lo tomas o lo dejas, Jack, sólo eres mi mierda de marido». -Los ojos de él se entrecerraron-. He tolerado al gallito Robin Hewitt pavoneándose por mi cocina, sonriéndote burlonamente a tí y tratándome como a un vómito de perro. He sonreído mientras enanos mentales se meaban en mi obra porque no soy más que el holgazán al que nada le gusta más que vivir a expensas de su esposa. Y encima de todo eso, he tenido que oír a Keith Smollett dándome una conferencia sobre tus virtudes. En todo ese tiempo, sólo una persona, y esto te incluye a tí, me trató alguna vez como si fuera humano, y ésa fue Mathilda. De no haber sido por ella, me habría marchado en septiembre y te habría dejado cocerte en tu propio jugo de satisfacción personal.

Ella continuó de espaldas a él.

– ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque, como ella no dejaba de recordarme, soy tu esposo -gruñó él-. Jesús, Sarah, si no hubiese pensado que lo que teníamos valía algo, ¿por qué me habría casado contigo, para empezar? No tenía que hacerlo, por amor de Cristo. Nadie me puso una pistola en la cabeza. Quería hacerlo.

– Entonces, ¿por qué…? -No continuó.

– ¿Por qué dejé embarazada a Sally? No lo hice. Nunca dormí con esa horrible mujerzuela. Pinté su retrato porque ella pensó que tendría éxito después de que el marchante de Bond Street confirmara mi primera y única venta. -Profirió una carcajada hueca-. Quería enganchar su vagón a una estrella naciente, de la forma en que lo había enganchado a todas las otras estrellas nacientes que había conocido en su vida. Lo cual es lo que pinté, por supuesto: un parásito holgazán con pretensiones de grandeza. Me ha odiado desde entonces. Si me hubieras dicho que afirmaba que yo era el padre de su bebé no deseado, te habría aclarado las cosas, pero no confiabas en mí lo suficiente como para decírmelo. -Su voz se endureció-. Aunque es tan seguro como el infierno que confiaste en ella, y ni siquiera te caía bien esa maldita mujer.

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