Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Cooper sentía un profundo escepticismo.

– Pero tuvo que haberlo planeado antes, porque robó los somníferos con antelación.

Él suspiró.

– Eran para mí… o para Violet… o para los dos.

– ¿Y qué lo hizo cambiar de idea?

– Sargento, yo soy, como ha dicho usted, un cobarde, y me di cuenta de que no podía destruir los diarios sin destruirla también a ella. Ella era el veneno, los diarios no eran más que la manifestación externa. Al menos les he permitido a todos los otros que conserven su dignidad.

Cooper pensó en la gente que le importaba, Jack y Sarah, Jane y Paul Marriott; Ruth, por encima de todos.

– Sólo si se declara culpable, señor Orloff, ya que de otra forma todo esto saldrá a relucir en el tribunal.

– Sí. Se lo debo a Violet -dijo.

Después de todo, es fácil manipular a un hombre si lo único que quiere es algo tan poco valioso como el amor. Es fácil dar amor cuando es el cuerpo el que resulta invadido, y no la mente. Mi mente puede soportar cualquier cosa. Soy Mathilda Cavendish, ¿y qué le importa a Mathilda, cuando lo único que siente es desprecio?

Hombre, orgulloso hombre, Investido de una pequeña, breve autoridad, Por completo ignorante de aquello de lo que está más seguro, Su lustrosa esencia, como un mono hambriento, Hace unas jugarretas tan fantásticas ante los altos cielos, Como para hacer llorar a los ángeles.

Si los ángeles lloran, Mathilda no ve señal alguna de ello. No lloran por mí…

Capítulo 20

Jane Marriott colgó el receptor del teléfono y se llevó una temblorosa mano a los labios. Atravesó el salón donde su inválido esposo dormitaba plácidamente al brillante sol invernal que entraba por la ventana. Se sentó junto a él y le tomó una mano.

– Era el sargento Cooper -le dijo-. James Gillespie fue hallado muerto en su apartamento, esta mañana. Piensan que ha sido un ataque cardíaco.

Paul no dijo nada, sino que se limitó a mirar con ojos fijos hacia el jardín.

– Dice que ya no hay nada por lo que preocuparse, que nadie tiene por qué saber nunca nada. También ha dicho… -hizo una breve pausa-, también ha dicho que la criatura era una niña. Mathilda mintió respecto a que tenías un hijo varón. -Se lo había contado todo tras regresar del consultorio el día en que el sargento Cooper la interrogó.

Una lágrima manó entre sus párpados.

– Lo lamento.

– ¿Por James?

– Por… todo. Si lo hubiese sabido… -Guardó silencio.

– ¿Habría cambiado algo, Paul?

– Podríamos haber compartido la carga, en lugar de soportarla tú sola.

– Eso me habría destrozado -replicó ella con sinceridad-. No podría haber soportado que supieras que Mathilda había tenido una criatura tuya. -Estudió el rostro de él con atención-. A medida que pasara el tiempo, habrías pensado más en ella y menos en mí.

– No. -La mano de mármol de él se aferró a la de ella-. Mathilda fue, en todos los sentidos posibles, una locura breve así que, aunque hubiese sabido de la existencia de la criatura, no habría cambiado nada. Sólo te he amado a tí en la vida. -Se le humedecieron los ojos-. En cualquier caso, querida mía, pienso que tu primer instinto fue correcto, y que Mathilda habría matado al bebé. Ninguno de nosotros puede depositar fe alguna en lo que dijo. Mentía con mayor frecuencia que decía la verdad.

– Excepto por el hecho de que le dejó el dinero a Sarah -dijo Jane con precipitación-, y el sargento Cooper dice que el bebé fue una niña. Supon que Sarah… -Se interrumpió y le apretó la mano para darle ánimos-. Nunca es demasiado tarde, Paul. ¿Crees que se le haría algún daño si se le formularan algunas preguntas diplomáticas?

Él apartó la mirada de los anhelantes ojos de ella y, sobre los anteriores pasos de Cooper, siguió el rastro de la inconstancia de la fortuna. Había pasado su vida pensando que no tenía hijos y ahora, a los setenta años de edad, Jane le había dicho que era padre. Pero ¿de quién? ¿De un hijo? ¿De una hija? ¿O había mentido Mathilda sobre esto como había mentido sobre tantas otras cosas? Por él mismo, apenas si importaba -hacía tiempo que se había reconciliado con el hecho de no tener hijos-, pero para Jane, Mathilda siempre proyectaría una larga y malévola sombra. No había ninguna garantía de que Sarah Blakeney fuera su hija, ninguna garantía de que la hija o el hijo, si existía, fuera a acoger con placer la intrusión de unos padres en su vida, y no podía soportar ver las esperanzas de Jane destrozadas en esto de una forma tan inexorable como su esperanza en la fidelidad de él se había visto destrozada. En definitiva, ¿no era mejor vivir con la ilusión de felicidad que con la horrible certeza de la confianza traicionada?

– Debes prometerme que nunca dirás nada. -Recostó la cabeza en el respaldo del sillón y luchó para respirar-. Si yo soy su padre, Mathilda nunca se lo dijo, ya que de lo contrario estoy seguro de que habría acudido aquí por su propia cuenta. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Ella ya tiene un padre que la quiere y ha hecho un buen trabajo… un trabajo muy bueno… al criarla. No la obligues a escoger entre nosotros, adorada mía. Los rechazos son demasiado dolorosos.

Jane le apartó el pelo ralo de la frente.

– Tal vez, después de todo, algunos secretos es mejor conservarlos. ¿Compartiremos éste y soñaremos un poco de vez en cuando?

Era una mujer sabia y generosa que, sólo en ocasiones, reconocía que era la naturaleza traicionera de Mathilda la que le había proporcionado una penetración de sí misma y de Paul que no había tenido antes. Al fin y al cabo, pensaba, ahora había menos cosas que lamentar de las que había para celebrar.

Joanna estaba sentada donde siempre se había sentado su madre, en la silla de respaldo rígido que había junto a las puertaventana. Inclinó la cabeza ligeramente de lado para mirar al sargento Cooper.

– ¿Sabe la doctora Blakeney que está contándome usted esto?

Él negó con la cabeza.

– No. Más bien abrigo la esperanza de que dé usted el primer paso abandonando la impugnación del testamento si ella hace honor a las intenciones que su madre declaró en la carta enviada a Ruth. Un poco de aceite en las aguas turbulentas, señora Lascelles, ayuda muchísimo, y redundará en beneficio de todos si usted deja este triste asunto a sus espaldas y regresa a Londres, donde le corresponde.

– En beneficio de la doctora Blakeney, sin duda, no en el mío.

– Estaba pensando más en su hija. Es todavía muy joven, y la muerte de su abuela la ha afligido muchísimo más de lo que usted piensa. Sería… -buscó las palabras adecuadas-, algo que la ayudaría, si buscara usted un acuerdo amistoso en lugar de una continuada y dolorosa confrontación. Los abogados tienen la desagradable costumbre de desenterrar cosas que están mejor enterradas.

Ella se puso de pie.

– La verdad es que no deseo hablar más de esto, sargento. No es asunto suyo. -Los ojos pálidos se endurecieron, perdiendo atractivo-. Los Blakeney lo han seducido igual que sedujeron a mi madre, y sólo por esa razón yo no negociaré amistosamente con ellos. Todavía me resulta incomprensible que no haya usted acusado a Jack Blakeney de agresión, o, ya que estamos, a Ruth de robo, y tengo intención de hacer que mi abogado saque a relucir esas dos cosas ante su jefe de policía. Para mí está muy claro que la doctora Blakeney, hábilmente instigada por mi hija, los está usando a su esposo y a usted para presionarme con el fin de que abandone esta casa y poder obtener la posesión de ella por hallarse vacía. No le daré esa satisfacción. Cuanto más tiempo me quede aquí, más poderoso será mi derecho a ella.

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