Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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El patio trasero estaba inundado. En medio del gran charco había los dos armazones en A de un columpio sin ningún columpio, y detrás una valla de casi dos metros de altura que separaba la propiedad del canal del río. Vi que el agua estaba cerca del borde de hormigón y que bajaba en un frenético torrente. Al final del día se desbordaría. Más arriba, donde la canalización era menos profunda, probablemente ya se habría desbordado por los costados.

Volví a centrar mi atención en la casa. Tenía un porche en la parte de atrás. No había canalones en el tejado y caía una cortina de lluvia, con tanta intensidad que lo oscurecía todo. Backus podía haber estado sentado en una mecedora en el porche y no lo habría visto. Una hilera de buganvillas cubría la barandilla del porche. Me agaché para quedar por debajo de la línea de visión de la casa y avancé con rapidez hasta los escalones. Subí los tres peldaños de golpe y quedé a resguardo de la lluvia. Mis ojos y mis oídos tardaron un momento en adaptarse y fue entonces cuando lo vi. Había un sofá de mimbre en el lado derecho del porche. En él, una manta cubría la silueta inconfundible de una persona sentada, pero derrumbada contra el brazo izquierdo. Me agaché, me acerqué y busqué la esquina de la manta en el suelo. Lentamente tiré de ella.

Era un anciano. Parecía que llevaba al menos un día muerto. Estaba empezando a oler. Tenía los ojos abiertos y casi salidos de las órbitas, la piel era del color de la pintura blanca en la habitación de un fumador. Le habían apretado una brida de plástico con demasiada fuerza en torno al cuello. Charles Turrentine, supuse. También suponía que era el anciano de la foto que Backus había sacado. Lo había matado y lo había dejado en el porche como si fuera una pila de periódicos viejos. No había tenido nada que ver con el Poeta. Sólo había sido un medio para conseguir un fin.

Levanté mi Glock y me acerqué a la puerta posterior de la casa. Quería avisar a Rachel, pero no había forma de hacerlo sin revelar mi propia posición y posiblemente poner en peligro la suya. Simplemente tenía que seguir moviéndome, avanzando en la oscuridad del lugar hasta que me topara con ella o con Backus.

La puerta estaba cerrada. Decidí volver sobre mis pasos y atrapar a Rachel desde la parte delantera, pero al volverme mis ojos se posaron otra vez en el cadáver y pensé en una posibilidad. Me acerqué hasta el sofá y golpeé los pantalones del anciano. Y obtuve mi recompensa. Oí el tintineo de unas llaves.

Rachel estaba rodeada. Pilas y pilas de libros se alineaban en cada una de las paredes del recibidor. Se quedó quieta, con la pistola en una mano y la linterna en la otra, y miró en la sala de estar que se hallaba a su derecha. Más libros. Las estanterías cubrían todas las paredes, y todos los estantes estaban al límite de su capacidad. Había libros apilados en la mesa de café y en las mesas de centro, así como en todas las superficies horizontales. De alguna manera hacía que el lugar pareciera hechizado. No era un lugar de vida, sino un lugar de condena y penumbra donde las ratas de biblioteca comían las palabras de todos los autores.

Trató de seguir avanzando sin entretenerse en sus crecientes temores. Vaciló y pensó en volver a la puerta y salir antes de ser descubierta. Pero entonces oyó voces y supo que tenía que seguir adelante.

– ¿Dónde está Charles?

– He dicho que te sientes.

Las palabras le llegaron desde una dirección desconocida. El martilleo de la lluvia en el exterior, la furia del río vecino y los libros apilados en todas partes se combinaban para camuflar el origen de los sonidos. Oyó voces, pero no logró determinar su procedencia.

Le llegaron más sonidos y voces. En su mayoría murmullos y en algunos momentos una palabra reconocible, esculpida en rabia o miedo.

– Pensabas…

Rachel se agachó y dejó la linterna en el suelo. Todavía no la había usado y no podía arriesgarse a hacerlo en ese momento. Se adentró en la oscuridad más profunda del pasillo. Ya había comprobado las habitaciones delanteras y sabía que las voces procedían de algún lugar situado más al fondo de la casa.

El pasillo conducía a un vestíbulo desde el cual las puertas se abrían en tres direcciones diferentes. Al llegar allí oyó las voces de dos hombres y pensó que con seguridad procedían de un lugar situado a la derecha.

– ¡Escríbelo!

– ¡No veo!

Después un sonido seco y otro como de desgarro. Alguien había descorrido unas cortinas.

– ¿Ahora ves? Escribe o termino ahora mismo.

– De acuerdo, de acuerdo.

– Exactamente como yo lo digo. «Una vez, al filo de una lúgubre medianoche…»

Ella sabía lo que era. Reconoció las palabras de Edgar Allan Poe. Y sabía que era Backus, aunque la voz era diferente. Estaba recurriendo otra vez a la poesía, recreando el crimen que no había conseguido cometer hacía tanto tiempo. Bosch tenía razón.

Rachel entró en la habitación de la derecha y la encontró vacía. Había una mesa de billar en el centro de la estancia, con cada centímetro cuadrado de su superficie ocupado por más pilas de libros. Entendió lo que Backus había hecho. Había atraído a Ed Thomas hasta la casa porque el hombre que vivía allí -Charles Turrentine- era un coleccionista. Sabía que Thomas iría a ver su colección.

Empezó a volverse para retirarse y descartar la siguiente habitación que daba al vestíbulo. Pero antes de que se hubiera movido más de unos centímetros sintió en el cuello el cañón frío de una pistola.

– Hola, Rachel -dijo Robert Backus con su voz modificada quirúrgicamente-. Qué sorpresa verte aquí.

Ella se quedó de piedra y en ese momento supo que no se le podía engañar de ninguna manera, que conocía todos los engaños y todos los ángulos. Sabía que sólo tenía una oportunidad: Bosch.

– Hola, Bob. Ha pasado mucho tiempo.

– Sí. ¿ Quieres dejar la pistola aquí y reunirte conmigo en la biblioteca?

Rachel dejó la Sig en una de las pilas de la mesa de billar.

– Pensaba que todo este sitio era una biblioteca, Bob.

Backus no respondió. Ella sintió que la cogía por la nuca, que le apretaba la pistola en la espalda y después la empujaba en la dirección en que quería que fuera. Salieron de la habitación y entraron en la siguiente, una pequeña sala con dos sillones de madera de respaldo alto dispuestos frente a una gran chimenea de piedra. No había fuego y Rachel oyó que la lluvia goteaba por el hueco de la chimenea hasta el hogar. Vio que se estaba formando un charco. El agua de la lluvia caía por las ventanas de ambos lados de la chimenea, dejándolas traslúcidas.

– Resulta que tenemos sillones suficientes -dijo Backus-. Toma asiento.

Bruscamente la hizo girar en torno a uno de los sillones y la obligó a sentarse. La registró rápidamente en busca de otras armas y después retrocedió y dejó caer algo en el regazo de Rachel. Esta miró en la otra butaca y vio a Ed Thomas. Todavía estaba vivo. Tenía las muñecas sujetas a los brazos del sillón mediante bridas de plástico. Habían unido otras dos bridas y después las habían utilizado para sujetarle el cuello al respaldo de la butaca. Lo habían amordazado con una servilleta de tela y tenía la cara exageradamente roja por el esfuerzo y la falta de oxígeno.

– Bob, tú puedes detener esto -dijo Rachel-. Ya has demostrado lo que querías. No puedes…

– Ponte la brida en torno a la muñeca derecha y ciérrala en el brazo del sillón.

– Bob, por favor. Deja…

– ¡Hazlo!

Ella pasó la brida de plástico en torno al brazo del sillón y de su muñeca. Después pasó el extremo a través del cierre.

– Fuerte, pero no demasiado. No quiero dejarte marca.

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