Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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– No, si Backus está vigilando te reconocerá. No puede verte.

– Muy bien, ¿entonces qué?

– Entonces nada. Probablemente están comiendo en la mesa que vi en la parte de atrás. Ten paciencia.

– No quiero tener paciencia. No me gusta estar aquí sentada…

Se detuvo cuando vio a Ed Thomas saliendo por la puerta delantera. Llevaba un impermeable y cargaba con un paraguas y un maletín. Se metió en el coche en el que le habíamos visto llegar a la tienda esa mañana, un Ford Explorer verde. A través del escaparate de la librería vi que su mujer se sentaba en un taburete tras el mostrador.

– Allá vamos -dije.

– ¿Adónde va?

– Puede que vaya a comer.

– ¿Con un maletín? Seguimos con él, ¿no?

Volví a arrancar el coche.

– Sí.

Observamos mientras Thomas salía de su estacionamiento en su Ford. Se dirigió a la salida y dobló a la derecha en Tustin Boulevard. Después de que su coche quedó absorbido en el tráfico yo me dirigí a la salida y lo seguí bajo la lluvia. Saqué mi teléfono y llamé a la tienda. Respondió la mujer de Ed.

– Hola, ¿está Ed?

– No, no está. ¿Puedo ayudarle?

– ¿Eres Pat?

– Sí, ¿quién es?

– Soy Bill Gilbert. Creo que nos conocimos en el Sportsman's Lodge hace un tiempo. Trabajaba con Ed en el departamento. Iba a estar por esa zona y pensaba pasarme por la librería a saludar. ¿Estará más tarde?

– Es difícil de decir. Ha ido a una tasación y ¿quién sabe?, podría pasarse el resto del día. Con esta lluvia y la distancia que ha de recorrer.

– ¿Una tasación? ¿Qué quieres decir?

– De una colección de libros. Alguien quiere venderse su colección y Ed acaba de salir para ver cuánto vale. Está en el valle de San Fernando y por lo que he entendido es una colección grande. Me ha dicho que probablemente hoy tendré que cerrar yo.

– ¿Es más de la colección Rodway? Me comentó algo de ella la última vez que hablamos.

– No, ésa ya está toda vendida. Este es un hombre llamado Charles Turrentine y tiene más de seis mil libros.

– Guau, es un montón.

– Es un coleccionista conocido, pero creo que necesita el dinero porque le ha dicho a Ed que quiere venderlo todo.

– Es extraño. Un tipo se pasa tanto tiempo coleccionando y después lo vende.

– Veremos qué pasa.

– Bueno, Pat, gracias. Ya veré a Ed en otra ocasión. Y mándale un saludo.

– ¿Me repites tu nombre?

– Tom Gilbert. Hasta luego.

Cerré el teléfono.

– Al principio de la conversación eras Bill Gilbert.

– Vaya.

Repetí la conversación para Rachel. Después llamé a información del código de área 818, pero no figuraba ningún Charles Turrentine. Pregunté a Rachel si tenía algún contacto en la oficina de campo del FBI en Los Ángeles que pudiera conseguirle una dirección de Turrentine y tal vez un número que no figurara en la guía.

– ¿No tienes a nadie en el departamento al que podamos usar?

– En este momento creo que he usado todos los favores que me debían. Además, yo soy un outsider . Tú no.

– Eso no lo sé.

Rachel sacó el teléfono y se puso manos a la obra y yo me concentré en las luces de freno del Explorer de Thomas que tenía a sólo cincuenta metros en la autovía 22. Sabía que Thomas tenía una elección por delante. Podía doblar al norte en la 5 e ir por el centro de Los Ángeles o podía continuar y luego tomar la 405 hacia el norte. Ambas rutas conducían al valle de San Fernando.

Rachel recibió una llamada al cabo de cinco minutos con la información que había solicitado.

– Vive en Valerio Street, en Canoga Park. ¿Sabes dónde está?

– Sé dónde está Canoga Park. Valerio cruza de este a oeste todo el valle. ¿Tienes un número de teléfono?

Ella respondió marcando un número en su móvil. Entonces se lo llevó a la oreja y esperó. Al cabo de treinta segundos cerró el móvil.

– No contestan. Salta el contestador.

Circulamos en silencio mientras pensábamos.

Thomas pasó de largo junto a la salida 5 y continuó hacia la 405. Sabía que giraría al norte allí y enfilaría por el paso de Sepúlveda hacia el valle de San Fernando. Canoga Park estaba en el lado oeste. Con el tiempo que hacía, al menos había una hora de viaje. Con suerte.

– No lo pierdas, Bosch -dijo Rachel con calma.

Sabía lo que quería decir. Me estaba diciendo que tenía la corazonada de que esta vez era la buena. Que creía que Ed Thomas nos estaba llevando hacia el Poeta. Asentí porque yo también lo sentía, casi como un zumbido que salía de mi pecho. Sabía sin saberlo realmente que estábamos allí.

– No te preocupes -dije-. No lo perderé.

41

La implacabilidad de la lluvia estaba pudiendo con Rachel. Nunca amainaba, nunca se detenía. Simplemente caía sobre el cristal en un torrente sin fin contra el que no podían los limpiaparabrisas. Todo era borroso. Había coches aparcados en los arcenes de la autovía. Los relámpagos partían el cielo en el oeste, sobre el océano. Pasaron accidente tras accidente, y eso fue poniendo a Rachel cada vez más nerviosa. Si se veían envueltos en un accidente y perdían a Thomas, cargarían con una pesada losa de responsabilidad por lo que le ocurriera.

Temía que si apartaba la mirada de las luces de freno del Explorer de Thomas, lo perderían en un mar de rojo tembloroso. Bosch pareció adivinar lo que ella estaba pensando.

– Tranquila -dijo él-. No voy a perderlo. Y aunque lo hiciéramos, ahora sabemos adónde va.

– No, no lo sabemos. Sólo sabemos donde vive Tu-rrentine. Eso no significa que sus libros estén allí. ¿Seis mil libros? ¿Quién guarda seis mil libros en su casa? Probablemente los tiene en algún almacén.

Rachel observó que Bosch ajustaba su agarre en el volante e incrementaba un poco la velocidad, acercándose más a Thomas.

– No habías pensado en eso, ¿no?

– La verdad es que no.

– Pues no lo pierdas.

– Ya te he dicho que no voy perderlo.

– Ya lo sé. Me ayuda decirlo. -Hizo un gesto hacia el parabrisas-. ¿Cuántas veces se pone así?

– Casi nunca -dijo Bosch-. Han dicho en las noticias que es la tormenta del siglo. Es como si algo estuviera mal, como si algo se hubiera roto. Los cañones probablemente están desaguando en Malibú. Hay desprendimientos en las Palisades y el río probablemente se sale de su cauce. El año pasado tuvimos los incendios. Este año a lo mejor es la lluvia. De una manera o de otra siempre ocurre algo. Es como si siempre tuvieras que pasar una prueba.

Bosch puso la radio para elegir un informe meteorológico, pero Rachel inmediatamente se estiró para apagarla y señaló a la carretera a través del parabrisas.

– Concéntrate en esto -ordenó ella-. No me importa el informe meteorológico.

– Vale.

– Acércate. No me importa que estés justo detrás de él. No podrá verte con esta lluvia.

– Si me pongo detrás de él podría golpearle, y entonces que le digo.

– Tú no lo…

– … pierdas. Ya lo sé.

Circularon durante la siguiente media hora sin decir una palabra. La autovía se alzaba y cruzaba por encima de las montañas. Rachel vio una gran estructura de piedra encima de la montaña. Parecía algún tipo de castillo posmoderno en el gris y la penumbra, y Bosch le dijo que era el museo Getty.

En el descenso al valle de San Fernando, Rachel vio que se encendía la señal de intermitente en el coche de Thomas. Bosch se situó en el carril de giro tres coches por detrás.

– Va a coger la Ciento uno. Ya casi estamos. -¿Te refieres a Canoga Park?

– Exacto. Cogerá ésta al oeste y después por el norte por las calles.

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