El hombre que había al otro lado de la línea parecía preocupado.
– Perdone que la moleste -dijo-, pero acabo de hablar con mi madre. Está muy alterada porque se ha enterado de que han encontrado a una niña perdida por la calle y dice que se parece a mi hija. Yo le he dicho que no puede ser Hannah, pero… -Hizo una pausa-. Bueno, el caso es que ambos hemos telefoneado a mi esposa pero no conseguimos hablar con ella.
La agente sujetó el auricular con la barbilla y cogió un bolígrafo. Era el padre número veinticinco que llamaba desde que difundieran la fotografía de la niña, y ella no tenía muchas esperanzas de tener más suerte que con los veinticuatro anteriores, pero aun así repitió el proceso con paciencia.
– Si es tan amable de contestar un par de preguntas, podremos aclarar si se trata de Hannah -dijo-. ¿Puede decirme su nombre y su dirección?
– Me llamo William Sumner y vivo en Langton Cottage, Rope Walk, Lymington, Hampshire.
– ¿Vive con su esposa y su hija, señor Sumner?
– Sí.
El interés de la agente aumentó, pues los veinticuatro padres anteriores ya no vivían con sus esposas.
– ¿Cuándo las vio por última vez?
– Hace cuatro días. Estoy en una convención de farmacia que se celebra en Liverpool. Hablé con Kate, mi esposa, el viernes por la noche y no había ningún problema, pero mi madre está empeñada en que esa niña es Hannah. Yo le he dicho que no puede ser. Si a la niña la encontraron ayer en Poole, ¿cómo es posible que Hannah estuviera paseando sola por Poole, cuando nosotros vivimos en Lymington?
La agente Griffiths detectó alarma en su voz, y preguntó:
– ¿Llama usted desde Liverpool?
– Sí. Me alojo en el Regal, habitación número 2235. ¿Qué puedo hacer? Mi madre está preocupadísima. Necesito asegurarle que no pasa nada.
– ¿Podría darme una descripción de Hannah?
– Se parece a su madre -dijo Sumner-. Rubia, ojos azules. No es muy habladora. Eso nos tiene un poco preocupados, pero el pediatra dice que sólo es timidez.
– ¿Cuántos años tiene?
– El mes que viene cumplirá tres.
La agente hizo una mueca de dolor al formular la siguiente pregunta, temiéndose la respuesta:
– ¿Tiene Hannah un vestido rosa de algodón con nido de abeja y unas sandalias rojas, señor Sumner?
Él tardó un instante en responder.
– Las sandalias, no lo sé -dijo con voz quebrada-, pero mi madre le compró un vestido con nido de abeja hace tres meses. Creo que era rosa… Sí, seguro. ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Dónde está Kate?
La agente Griffiths caviló un momento, y luego preguntó:
– ¿Cómo fue a Liverpool, señor Sumner? ¿En coche?
– Sí.
– ¿Sabe cuánto podría tardar en llegar a su casa?
– Unas cinco horas.
– Y ¿dónde vive su madre?
– En Chichester.
– En ese caso, creo que lo mejor será que me dé el nombre y la dirección de su madre, señor Sumner. Si esa niña es Hannah, su abuela podría identificarla. Entretanto, la policía de Lymington irá a ver si hay alguien en su casa, mientras yo hago indagaciones sobre su esposa aquí, en Poole.
– Mi madre se llama Angela Sumner y su dirección es The Old Convent, Osborne Crescent, piso número dos. -Sumner respiraba con dificultad, y la agente deseó estar en otro sitio, a kilómetros de allí. No soportaba tener que comunicar malas noticias-. Pero ella no podrá ir a Poole. Hace tres años que va en silla de ruedas, y no conduce; Si pudiera, habría ido ella misma a Lymington a ver si Hannah y Kate estaban en casa. ¿No puedo hacer yo la identificación?
– Por supuesto, si así lo prefiere. Ahora la niña está al cuidado de una familia de acogida, y no le pasará nada por estar con ellos unas horas más.
– Mi madre está convencida de que Hannah ha sufrido alguna clase de agresión sexual. ¿Puede confirmármelo? Prefiero saberlo ahora que más tarde.
– Suponiendo que la niña sea Hannah, no, no hay ningún indicio de que haya sufrido ninguna agresión. La han sometido a un minucioso examen, y el médico dice que no ha sido objeto de malos tratos. -Recordó el informe psicológico de la doctora Murray; si Lily resultaba ser Hannah Sumner, de aquel tema ya se encargarían más adelante.
– ¿Qué clase de indagaciones va a hacer en Poole? -preguntó Sumner, aturdido, volviendo a lo que la agente había dicho anteriormente-. Ya le he dicho que vivimos en Lymington.
– Indagaciones rutinarias, señor Sumner -contestó ella, sin mencionar los hospitales-. Necesitaré el nombre completo y una descripción de su esposa, además de la marca, el color y la matrícula de su coche, y los nombres de los amigos que tenga en la zona.
– Kate Elizabeth Sumner. Tiene treinta y un años, es rubia y mide un metro cincuenta y dos. El coche es un Metro azul, matrícula F52 VXY, pero no creo que tenga amigos en Poole. Quizás haya tenido algún problema relacionado con su embarazo.
– Esa será una de las cosas que comprobaré, señor Sumner. -Mientras hablaba, la agente Griffiths repasaba los informes de la policía de tráfico, pero no había ningún Metro con aquella matrícula implicado en ningún accidente-. ¿Viven los padres de su esposa? ¿Cree que ellos pueden saber dónde está?
– No. Su madre murió hace cinco años, y a su padre no llegó a conocerlo.
– ¿Tiene hermanos o hermanas?
– No, sólo nos tiene a Hannah y a mí. -Volvió a quebrársele la voz-. ¿Qué va a ser de mí? Si a Kate le ha pasado algo, no podré salir adelante.
– No hay ningún motivo para pensar que haya pasado nada malo -dijo la agente Griffiths, aunque opinaba lo contrario-. ¿Lleva teléfono en el coche? Así, yo podría mantenerle informado mientras usted viene.
– No.
– Entonces le sugiero que pare a mitad de camino y me llame desde un teléfono público. Es posible que entonces ya tenga noticias de la policía de Lymington, y con un poco de suerte podré tranquilizarlo respecto a Kate. Y procure no preocuparse -concluyó-. Va a tener que hacer un largo viaje en coche, y lo más importante es que llegue a su destino sano y salvo.
A continuación, Griffiths llamó a la policía de Lymington, explicando los detalles del caso y pidiendo que comprobaran si había alguien en casa de los Sumner. Después realizó una llamada rutinaria al hotel Regal de Liverpool para preguntar si William Sumner se había alojado en la habitación 2235 desde el jueves.
– Efectivamente -contestó el recepcionista-, pero me temo que no puedo ponerle con él, porque se ha marchado hace cinco minutos.
La agente Griffiths cogió la lista de los hospitales y empezó a hacer llamadas.
Nick Ingram no tenía ninguna intención de abandonar su comisaría de policía rural, donde su trabajo se limitaba a hacer la ronda y el horario no deparaba sorpresas. De los casos importantes se encargaba la comisaría de Winfrith, a cincuenta kilómetros de la suya, y eso le dejaba libre para ocuparse del aspecto menos espectacular de la profesión, que para el noventa y cinco por ciento de la población era lo único que importaba. Los vecinos dormían mejor sabiendo que el agente Ingram era implacable con los borrachos, los vándalos y los ladrones de poca monta.
Los problemas más graves solían llegar de fuera, y la mujer no identificada de la playa parecía uno de esos casos. El lunes 11 de agosto a las 12:45, Ingram recibió una llamada de Winfrith. El juez de Poole había ordenado el inicio de una instrucción de asesinato tras la autopsia, y le dijeron que pronto llegarían un inspector y un sargento de la comisaría central. Ya habían enviado un equipo de la policía científica para registrar la playa de Egmont Bight, pero le pidieron a Ingram que se quedara donde estaba.
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