Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– No creo que encuentren nada -comentó él-. Ayer tuve ocasión de echar un vistazo, pero parecía evidente que las olas la habían arrastrado hasta la playa.

– De eso ya nos encargamos nosotros -dijo su interlocutor.

Ingram se encogió de hombros y preguntó:

– ¿De qué murió?

– Ahogada. La arrojaron al mar después de intentar estrangularla. El forense ha calculado que nadó media milla para ponerse a salvo, pero que la venció el cansancio. Estaba embarazada de catorce semanas, y el asesino la violó antes de echarla por la borda.

– ¿Cómo será el hombre capaz de hacer algo así? -dijo Ingram, conmocionado.

– Desagradable. Bien, hasta dentro de una hora.

La agente Griffiths llamó a todos los hospitales de Dorset y Hampshire, pero no localizó a ninguna Kate Sumner. Sin embargo, cuando telefoneó a Winfrith para preguntar si tenían noticia de una mujer rubia, bajita y delgada, de treinta y un años, que había desaparecido de Lymington en las cuarenta y ocho horas anteriores, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar.

Los dos detectives llegaron puntualmente a su cita con el agente Ingram. Al sargento, un tipo arrogante e insistente, con claras ambiciones de ascender, y que estaba convencido de que cualquier conversación podía ser una oportunidad para causar una buena impresión, le gustó su colega rural, y después Ingram no pudo ni recordar su nombre. Se puso a hablar de una «importante instrucción» en la que «la celeridad era crucial» para impedir que el asesino tuviera ocasión de deshacerse de pruebas y/o volver a actuar. Estaban «peinando» los puertos deportivos, los clubes náuticos y los puertos en busca de información sobre la víctima y/o el asesino. La identificación de la víctima era el «objetivo prioritario». Tenían una candidata, una mujer desaparecida, pero no podían cantar victoria hasta que el marido hubiera identificado una fotografía y/o el cadáver. El segundo objetivo era localizar la embarcación de la que la víctima había caído, para que los forenses la registraran en busca de pruebas. Lo único que necesitaban era un sospechoso; los análisis del ADN se encargarían del resto.

Cuando el sargento concluyó su monólogo, Ingram arqueó una ceja, pero no dijo nada.

– ¿Lo ha cogido? -preguntó el sargento con impaciencia.

– Creo que sí, señor -contestó Ingram-. Si encontramos pelos de la mujer en el barco de un hombre, significa que él es el violador.

– Ya.

– Es asombroso -murmuró Ingram con sorna.

– No parece usted muy convencido -terció el inspector Galbraith.

Ingram se encogió de hombros y repuso:

– Lo único que demostrarían las pruebas encontradas en la embarcación es que la mujer estuvo en ella al menos una vez; pero eso no basta para demostrar que se produjo una violación. Los únicos análisis de ADN válidos serían los que se le realizaran a ella.

– De acuerdo, pero no se haga muchas ilusiones -replicó el inspector-. El agua borra las huellas. El forense le ha practicado un frotis a la víctima, pero no es nada optimista respecto al resultado. O la víctima estuvo demasiado tiempo en el agua, o el violador utilizó un condón. -El inspector era un hombre agraciado, de cabello corto y rojizo, pecoso y sonriente, que no aparentaba los cuarenta y dos años que tenía. En general, su aspecto disimulaba una aguda inteligencia que sorprendía a quienes lo juzgaban por su apariencia externa.

– ¿Qué es «demasiado tiempo»? -preguntó Ingram-. En realidad, ¿cómo sabe el forense que la mujer nadó media milla? ¿Cómo puede calcularlo?

– Se ha basado en el estado del cadáver, en los vientos y las corrientes que había en la zona, y en el hecho de que debía de estar viva cuando llegó a Egmont Point -contestó John Galbraith al tiempo que abría su maletín y extraía un papel-. La víctima murió ahogada durante la marea alta, es decir, hacia la 1:52 del domingo 10 de agosto -dijo leyendo el documento-. Hay una serie de indicios, como las señales de hipotermia, el hecho de que un barco con quilla no habría podido navegar demasiado cerca de los acantilados, y las corrientes que hay alrededor del cabo St Alban, que sugieren que la mujer cayó al agua al menos a media milla oeste-suroeste del lugar donde hallaron el cadáver.

– De acuerdo, pero eso no significa que la mujer recorriera media milla a nado. En esa parte de la costa hay fuertes corrientes, y el mar debió de arrastrarla hacia el este. Es posible que en realidad sólo recorriera unos doscientos metros.

– Imagino que eso ya lo tendrían en cuenta.

Ingram frunció el entrecejo y dijo:

– ¿Por qué mostraba señales de hipotermia? Hace una semana que los vientos son flojos y el mar está en calma. En esas condiciones, un nadador medio tardaría entre quince y veinte minutos en recorrer doscientos metros. Además, la temperatura del agua debía de ser superior a la del aire, de modo que es más probable que sufriera hipotermia en la playa que en el agua, sobre todo si estaba desnuda.

– En cuyo caso no habría muerto ahogada.

– No.

– Entonces, ¿dónde quiere llegar? -preguntó Galbraith.

Nick sacudió la cabeza.

– No lo sé, pero me cuesta hacer coincidir el cadáver que yo vi con lo que dice el forense. El año pasado, los guardacostas pescaron un cadáver del mar; estaba cubierto de cardenales de arriba abajo e hinchado hasta el doble de su tamaño.

El inspector volvió a consultar el documento.

– Bueno, está el factor tiempo. Según el forense, el momento de la muerte debió de coincidir con la marea alta, y por eso apareció en la playa al retirarse la marea. También basa su argumento en que si esa mujer no hubiera llegado al refugio que ofrecía Egmont Point antes de ahogarse, los torbellinos la habrían arrastrado más allá del cabo St Alban. Si combina esos dos factores, ya tiene su respuesta, ¿no? Es decir, que debió de morir a pocos metros de la costa y su cuerpo llegó a la orilla poco después.

– Es una pena -dijo Ingram recordando la pequeña mano meciéndose en la espuma.

– Sí -coincidió Galbraith, que había visto el cadáver en el depósito y a quien aquella muerte innecesaria había conmocionado tanto como a Ingram. Aquel agente le caía simpático. En realidad prefería, en general, a los policías que expresaban sus emociones, pues lo consideraba una señal de honradez.

– ¿Qué pruebas hay de que la violaran, si todas las huellas han desaparecido?

– Laceraciones en la parte interna de los muslos y en la espalda. Marcas de cuerdas en las muñecas. Benzodiacepina en la sangre, probablemente Rohipnol. ¿Sabe qué es?

– Mmm. La droga de los violadores… He leído algo sobre ese medicamento.

Galbraith le pasó el informe y dijo:

– Será mejor que lo lea usted mismo. Sólo son notas preliminares, pero Warner nunca pone nada por escrito sin estar convencido de que es correcto.

El documento no era largo, e Ingram lo leyó rápidamente.

– Así que lo que tenemos que buscar es un barco con manchas de sangre -dijo, y dejó la hoja en la mesa.

– Sí, y restos de piel, pues se supone que la violaron en una cubierta de madera.

El agente Ingram sacudió la cabeza, dubitativo.

– Yo no sería demasiado optimista. El asesino debió de lavar la cubierta del barco en cuanto llegó a puerto, y lo que todavía no se hubiera llevado el mar, se lo habría llevado el agua de la manguera.

– Ya lo sabemos -dijo Galbraith-, y por eso hemos de darnos prisa. La única pista que tenemos es una identificación que, si se demuestra correcta, indicará que el barco en el que iba la víctima debió de salir de Lymington. -Sacó su bloc de notas y añadió-: Ayer encontraron a una niña de tres años abandonada cerca de un puerto deportivo de Poole, y la descripción de la madre, que también ha desaparecido, coincide con la de la víctima. Se llama Kate Sumner y vive en Lymington. Su marido lleva cuatro días en Liverpool, pero ahora viene hacia aquí para identificar el cadáver.

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