Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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Maggie chascó la lengua.

– Ya te dije que no era más que un buen samaritano.

– Un barba azul, más bien. La chica tiene quince años.

– Pero has dicho que aparenta veinticinco.

– Eso, si nos creemos lo que dice Steve.

– ¿Tú no te lo crees?

– Digamos que yo no le dejaría acercarse a una hija mía ni loco -respondió Nick-. Es un salido y un narcisista, y tiene la moral de un gato callejero.

– Más o menos como la sabandija con la que me casé, ¿no? -repuso ella secamente.

– Exacto -contestó Nick. La miró sonriente y añadió-: Pero tenga en cuenta que yo no soy imparcial.

A Maggie le chispearon los ojos.

– Entonces ¿qué pasó? ¿Paul y Danny lo desviaron de su camino y todo quedó en nada?

Nick asintió.

– Cuando tuvo que identificarse, Steve se dio cuenta de que no tenía sentido seguir con el plan, y le hizo señas a su novia para que lo abandonara. Desde entonces sólo la ha llamado una vez con su móvil, el domingo por la noche, cuando regresaba a Lymington; después no ha podido hablar más con ella porque o estaba detenido o no llevaba el móvil encima. Ella siempre lo llamaba a él, y como Steye no tiene noticias de ella teme que se haya suicidado.

– Y ¿es verdad?

– No. Uno de los mensajes que había en el teléfono de Steve es de la chica.

– Pobre chico. Lo has vuelto a encerrar, ¿no? Debe de estar preocupadísimo. ¿No podías haberle dejado hablar con ella?

Nick pensó en lo caprichosos que eran los humanos. Él habría apostado a que Maggie sentiría más simpatía por la chica.

– Está prohibido.

– ¡Venga, Nick! Eso es una crueldad.

– No; es sentido común. Yo no me fío ni un pelo de él. Ha cometido varios delitos, no lo olvide. La ha agredido a usted, ha tenido relaciones sexuales con una menor, ha planeado un rapto, por no mencionar la indecencia y el escándalo público.

– ¡Por amor de Dios! ¡No me dirás que lo has denunciado por tener una erección!

– Todavía no.

– Eres cruel, desde luego -sentenció ella-. Es evidente que era a su novia a la que miraba con los prismáticos. Según esa teoría, tendrías que haber detenido a Martin cada vez que él me ponía la mano en el trasero.

– No podía hacerlo. Usted nunca puso ninguna objeción, y por lo tanto eso no constituía ningún delito.

– ¿Qué me dices de la indecencia? -preguntó ella con malicia.

– Nunca lo pillé con los pantalones bajados. Y mire que lo intenté; pero Martin era demasiado rápido.

– ¿Te estás burlando de mí?

– No. Le estoy haciendo la corte.

Adormilada, Sandy Griffiths escudriñó las agujas luminosas de su reloj, vio que eran las tres en punto e intentó recordar si William había salido. Una vez más, algo había interrumpido su ligero sueño. Creyó que se trataba de la puerta de la casa al cerrarse, aunque no estaba segura de si había oído el ruido o lo había soñado. Aguzó el oído, pero no oyó pasos por la escalera, así que se levantó de la cama y se puso la bata. Con niños pequeños aún podría apañárselas, pero con un marido… jamás.

Encendió la luz del rellano y abrió la puerta del dormitorio de Hannah. La luz iluminó la cuna de la niña, y los temores de Sandy se desvanecieron inmediatamente. Hannah estaba sentada, inmóvil y absorta, como era su costumbre, con el pulgar en la boca, contemplando el vacío con su extraña mirada. No parecía haber reconocido a la agente Griffiths. La traspasó con la mirada, como si pudiera ver a través de ella, y la agente Griffiths comprendió que la niña estaba profundamente dormida. Eso explicaba la cuna y los cerrojos que había en todas las puertas: estaban allí para proteger a la pequeña sonámbula, y no para cortarle las alas a la niña, como la agente había creído.

Sandy Griffiths oyó un coche que se ponía en marcha, y después el crujido de las ruedas en el camino de la casa. ¿Qué demonios se suponía que estaba haciendo William ahora? ¿Acaso creía que abandonando a su hija a altas horas de la noche se ganaría las simpatías de los servicios sociales? ¿O había decidido renunciar definitivamente a toda responsabilidad? Sandy, cansada, se apoyó en el marco de la puerta y contempló aquella réplica de Kate, rubia y ensimismada, con compasión, y recordó lo que había dicho el médico al ver las fotografías en la chimenea: «Está enfadada con su madre por haberla abandonado… Es una expresión de dolor completamente normal… Ahora le corresponde a su padre consolarla… Es la mejor manera de llenar ese vacío».

La desaparición de William Sumner despertó recelos en la comisaría de Winfrith, pero muy poco interés verdadero. Como ya le había ocurrido otras veces en la vida, Sumner había dejado de importar. Ahora el centro de atención era Beatrice Gould, o Bibi, quien el sábado a las siete de la mañana, cuando la policía se presentó en la casa de sus padres instándola a volver a Winfrith para responder a más preguntas, rompió a llorar y se encerró en el cuarto de baño. Sólo accedió a salir después de que la amenazaran con detenerla por obstrucción a la justicia, y cuando le dijeron que sus padres podrían acompañarla a la comisaría. Aquel miedo al requerimiento de la policía parecía excesivo, y cuando le pidieron una explicación, dijo: «Todo el mundo se va a enfadar conmigo».

Tras una breve comparecencia ante el magistrado por su denuncia de agresión, también a Steven Harding le instaron a someterse a un nuevo interrogatorio. Nick Ingram lo llevó a la comisaría en su coche, y aprovechó la ocasión para enseñarle un par de cosas al inmaduro joven.

– Ahora que no nos oye nadie, Steve, te diré que si fuera a mi hija de quince años a la que hubieras dejado embarazada, te rompería las piernas. Es más, te rompería las piernas sólo con que le hubieses puesto un dedo encima.

Harding no se dejó impresionar.

– Las cosas han cambiado. Ahora ya no puedes ordenar a las chicas que se comporten como a ti te gustaría. Ahora ellas deciden por sí mismas.

– Fíjate bien, Steve. He dicho que te rompería las piernas, no que se las rompería a ella. Créeme, el día que encuentre a un tipo de veinticuatro años seduciendo a una hija mía, ese desgraciado lamentará haberse desabrochado la bragueta. Y no me vengas con el cuento de que ella tenía tantas ganas, porque entonces puede que te rompa también los brazos. Cualquier capullo puede convencer a una adolescente de que se acueste con él con sólo prometerle que la amará. Hace falta ser un hombre para darle tiempo a la chica para averiguar si la promesa es verdadera.

Bibi Gould se negó a que su padre entrara con ella en la sala de interrogatorios, pero suplicó a su madre que se sentara a su lado y le diera la mano. Al otro lado de la mesa, el comisario Carpenter y el inspector Galbraith le leían su anterior declaración. A la chica le intimidaba el ceño de Carpenter, y bastó con que el policía dijera «Creemos que nos ha estado mintiendo, jovencita», para que rompiera a llorar a lágrima viva.

– A mi padre no le gusta que pase los fines de semana en casa de Tony… dice que me estoy convirtiendo en una cualquiera. Se habría puesto furioso si se hubiera enterado de que me desmayé. Tony dijo que había sido el alcohol, porque me puse a vomitar sangre, pero yo creo que fue un éxtasis malo que le vendió su amigo. Cuando recobré el conocimiento, estuve fatal durante horas. Mi padre me habría matado si se hubiera enterado. No puede ver a Tony. Cree que es una mala influencia para mí. -Apoyó la cabeza en el hombro de su madre y lloró desconsoladamente.

– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Carpenter.

– El fin de semana pasado. Íbamos a una fiesta en Southampton, y Tony le compró unos éxtasis a un amigo suyo…

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