Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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– Sí.

– ¿Quién se lo contó? ¿Usted o Steve?

Bridges se dejó caer en la silla.

– Steve. Bibi se puso como loca cuando Kate empezó a ensuciar el coche de Steve con los pañales de Hannah, así que él le contó lo que había pasado.

Galbraith se reclinó en el respaldo de la silla y apoyó las manos en la mesa.

– A las mujeres les tienen sin cuidado los coches, a menos que les interesen los tipos que los conducen. ¿Está seguro de que su novia no le pone los cuernos?

Bridges saltó de su silla.

– ¿Cómo se atreve? -exclamó-. Se cree que lo sabe todo, ¿verdad? Bibi se puso como loca porque la manilla de la puerta estaba llena de mierda, y ella había intentado abrirla. Por eso se enfadó. No porque le importasen Steve ni su coche, sino porque la mano se le llenó de mierda. ¿Tan idiotas son que ni siquiera entienden eso?

– Pero ¿no demuestra eso mi teoría? -repuso Galbraith-. Si Bibi conducía el coche de Steve, será porque eran algo más que amigos.

– El coche lo conducía yo -dijo Bridges, ignorando al abogado e inclinándose sobre la mesa para acercar el rostro al del inspector-. Miré la manilla del lado del conductor y vi que estaba limpia, así que abrí las puertas. Lo que no se me ocurrió fue que aquella cerda hubiera cambiado de táctica. Esta vez la caca estaba en el lado del pasajero. Cuando Bibi la tocó, la mierda todavía estaba blanda, lo cual significaba que Kate la había puesto allí cinco minutos antes. Y también que la mano de Bibi olía a mil demonios. ¿Me explico, o quiere que se lo repita, capullo?

– No -contestó Galbraith-. Estas grabaciones son bastante buenas; creo que ya lo tenemos. -Señaló la silla que había al otro lado de la mesa y dijo-: Siéntese, Tony. -Esperó a que tomara de nuevo asiento-. ¿Vio marcharse a Kate?

– No.

– Pues debería haberla visto. Dice que los excrementos todavía estaban blandos.

Tony se mesó el cabello, teñido de rubio, y se inclinó sobre la mesa.

– Había muchos sitios donde podía haberse escondido. Seguramente nos estaba observando.

– ¿No pensó que el blanco podía ser usted, y no Steve? Ha descrito a Kate como una enferma y ha dicho que le escupió en la cara.

– No.

– Ella debía de saber que Steve le deja conducir su coche.

– Sólo de vez en cuando. Steve no me lo presta a menudo.

Galbraith pasó las hojas del bloc y observó:

– Esta tarde me ha dicho que Steve y usted tenían un trato respecto al garaje de su abuelo y el Crazy Daze. Un trato ventajoso, ¿no?

– Sí.

– Me ha dicho que hace tres semanas llevó a Bibi al barco.

– Sí. ¿Y qué?

– Bibi no está de acuerdo con usted. Hace un par de horas la llamé a casa de sus padres y me dijo que nunca ha estado en el Crazy Daze.

– Se le habrá olvidado -replicó Bridges-. Aquella noche Bibi acabó como una cuba. De todos modos, ¿qué más da?

– Digamos que nos interesan las discrepancias.

El joven se encogió de hombros.

– No veo qué importancia puede tener.

– Nos gusta ser exactos. -Galbraith consultó su bloc-. Según ella, nunca ha estado en el Crazy Daze porque Steve le prohibió a usted utilizarlo una semana antes de que la conociera a ella. «Cuando se emborrachaba, Tony destrozaba el barco -leyó el inspector-, y Steve se cabreó con él. Dijo que Tony podía seguir utilizando el coche, pero que ya podía olvidarse del Crazy Daze.» -Levantó la vista y añadió-: ¿Por qué nos ha mentido diciendo que Bibi había estado a bordo del barco?

– Para borrar esa sonrisa de suficiencia de su cara. Me pone histérico cómo me tratan. Son todos unos fascistas. A mí no se me ha olvidado que usted pretendía arrastrarme por las calles en pelotas.

– ¿Qué tiene eso que ver con Bibi?

– Usted quería una respuesta y yo se la he dado.

– ¿Qué le parece esta otra? Usted sabía que Bibi había estado a bordo del Crazy Daze con Steve, así que decidió ofrecernos una explicación de por qué habíamos encontrado las huellas de la chica en el barco. Usted sabía que también encontraríamos sus huellas, porque el lunes usted estuvo a bordo del Crazy Daze, y pensó que lo más prudente era fingir que Bibi y usted habían estado allí juntos. Pero sus huellas, Tony, sólo las encontramos en la escotilla de proa, mientras que las de Bibi estaban por toda la cabecera de la cama. ¿Le gusta ponerse encima?

Bridges bajó la cabeza, atribulado.

– Vayase a la mierda.

– Imagino que le pondrá histérico que Steve siempre le robe las novias.

Capítulo 24

Al ver entrar a Nick con una escalerilla de aluminio al hombro, Maggie bajó los doloridos brazos y, malhumorada, dio unos golpecitos en su reloj. Estaba encaramada en una silla de jardín que había colocado encima de la mesa de la cocina; tenía el cabello lleno de telarañas, y las mangas de la camisa enrolladas y empapadas.

– ¿Te parece que son horas de llegar? -preguntó-. Son las diez menos cuarto, y mañana tengo que levantarme a las cinco para ocuparme de los caballos.

– ¡Vamos, mujer! -dijo él con tono quejumbroso-. Una noche en blanco no le hará ningún daño. Ya verá cómo un poco de riesgo le alegra la vida.

– Hace horas que te espero.

– Entonces, no se case nunca con un policía -replicó él al tiempo que colocaba la escalerilla bajo la parte del techo que todavía estaba por limpiar.

– No creo que se me presente esa oportunidad.

– ¿Quiere decir que se lo plantearía? -preguntó él con una sonrisa socarrona.

– Por supuesto que no -contestó ella-. Lo que quería decir es que ningún policía me lo ha propuesto nunca.

– Supongo que ninguno se atrevería. -Nick abrió el armario de debajo del fregadero, donde suponía que estaban los cubos y los artículos de limpieza. Maggie estaba por encima de él, igual que en aquellas raras ocasiones en que se lo había encontrado cuando paseaba a caballo, y sintió una fuerte tentación de arrojarle agua a la nuca-. Ni lo piense -se adelantó él, sin levantar la vista-, o tendrá que hacerlo todo usted sola.

Ella decidió ignorarle, pues prefería el papel de mujer digna al de humillada.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó mientras bajaba de la silla para mojar la esponja en el cubo.

– Bastante bien.

– Ya. Estás radiante. -Volvió a subirse a la silla y añadió-: ¿Qué te ha contado Steve?

– Está de acuerdo con su declaración.

– Y ¿qué más?

– Me contó lo que hacía el domingo en Chapman's Pool. -La miró y agregó-: Es idiota perdido, pero dudo que sea un violador o un asesino.

– Entonces ¿lo juzgaste mal?

– Seguramente.

– Estupendo. De vez en cuando conviene comprobar que uno se equivocaba. ¿Y la pedofilia?

– Eso depende de lo que entienda usted por pedofilia. -Nick cogió una silla y se sentó a horcajadas, apoyando los codos en el respaldo-. Está enamorado de una quinceañera que se siente tan desgraciada en su casa que amenaza con suicidarse. Por lo visto es una belleza; mide un metro ochenta, aparenta veinticinco años, podría ser modelo de alta costura y los hombres se vuelven para mirarla allá donde va. Sus padres están separados; la madre tiene celos de la hija; al padre le van las jovencitas; la chica está embarazada de cuatro meses, se niega a abortar y llora sobre el hombro de Steve cada vez que lo ve. -Arqueó una ceja-. Y seguramente por eso él la encuentra tan atractiva. La chica está tan desesperada por tener el crío y sentirse querida que ha intentado cortarse las venas en dos ocasiones. La solución que se le ocurrió a Steve fue llevársela a Francia en el Crazy Daze, donde podrían vivir -volvió a enarcar la ceja con sarcasmo- su amor sin que los padres de ella supieran adónde había ido su hija ni con quién.

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