Minette Walters - Donde Mueren Las Olas

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Ni tan siquiera el ensordecedor ruido de las hélices del helicóptero parece capaz de romper la pesada calma que se cierne sobre un tranquilo pueblo costero situado al sur de Inglaterra. Unos pocos curiosos, desde los acantilados o desde los escasos veleros fondeados en 1a bahía, aplauden lo que creen es el final feliz del rescate de una joven atrapada en una playa abrupta y de difícil acceso. En realidad, la mujer ha sido asesinada y, según todos los indicios, torturada y violada. Su desnudo cuerpo no arroja pista alguna sobre su identidad. El agente Nick Ingram, encargado de la investigación, recela enseguida de un joven actor que paseaba por el lugar de los hechos. El posterior descubrimiento de sus relaciones con la víctima, así como sus actividades en el campo de la pornografía para costearse su lujoso tren de vida, hará que todo le señale como el principal sospechoso.
Pero al mismo tiempo, en el puerto de un cercano pueblo, aparece una niña de tres años con aspecto de haber sido abandonada y con una preocupante actitud de desconfianza y ensimismamiento. La llegada del padre conducirá también hasta la mujer de la playa, que es, en realidad, la madre de la niña. A la policía tampoco le pasa por alto que la pequeña se siente aterrorizada cada vez que su padre se le acerca; un dato revelador que se suma a otras oscuras circunstancias, como el hecho de que el marido no posea una coartada sostenible. Será necesario algo más que arduas investigaciones para conseguir desvelar los aspectos más oscuros y secretos de las vidas de los allegados a la víctima y para localizar las claves que permitan desvelar la identidad del asesino.

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«¿Steve?¿Dónde estás? Tengo miedo. Llámame, por favor. Te he llamado veinte veces desde el domingo.»

Antes de regresar a Winfrith, el comisario Carpenter tuvo una charla con Ingram. Llevaba casi una hora con el teléfono pegado a la oreja, mientras el agente y los dos detectives seguían cavando en el esquisto y registrando la orilla en busca de más pruebas. Mientras tomaba notas de lo que iban diciendo por teléfono, observaba el trabajo de sus hombres. No le sorprendió que no encontraran nada más. Sabía que el mar era el gran aliado de los asesinos, porque los cadáveres desaparecían sin dejar rastro.

– A las cinco Harding saldrá del hospital de Poole -le dijo a Ingram-, pero todavía no estoy preparado para hablar con él. Antes quiero ver el vídeo del francés y hablar con Tony Bridges. Por cierto, tenía usted razón con lo del escondite. Harding utilizaba un garaje cerca del club náutico de Lymington. John Galbraith va hacia allí ahora, para echarle un vistazo. Lo que necesito de usted, Ingram, es que encierre a nuestro amigo Steve por la agresión a la señorita Jenner hasta mañana por la mañana. No compliquemos las cosas: convenza a Harding de que lo detienen sólo por esa agresión. ¿Podrá hacerlo?

– Primero tendré que tomarle declaración a la señorita Jenner, señor.

Carpenter miró la hora y dijo:

– Dispone de dos horas y media. Hágala hablar. No quiero que ahora nos salga con ambigüedades porque no quiere involucrarse en este asunto.

– Yo no puedo obligarla a hablar, señor.

– Nadie le pide que lo haga -replicó Carpenter.

– ¿Y si no quiere colaborar?

– Utilice su encanto personal -dijo el comisario-. Se sorprenderá de los resultados.

– La casa es de mi abuelo -dijo Bridges mientras indicaba a Galbraith que dejara atrás el club náutico y torciera por la primera calle a la derecha, donde había unas bonitas casas unifamiliares detrás de unos setos bajos. Estaban en la zona elegante de la ciudad, cerca de Rope Walk, dondi vivían los Sumner, y Galbraith se dio cuenta de que Kate debía de haber pasado por delante de la casa de los abuelos de Tony cada vez que iba al centro. Y también de que Tony debía de pertenecer a una buena familia, y sintió curiosidad por saber qué opinaban sus padres de su rebelde hijo y si iban a verlo a su estrambótico hogar-. Mi abuelo vive solo -prosiguió Tony-. Ya no puede conducir porque le falla la vista, y me presta el garaje para que yo guarde mi barca. -Señaló la entrada, a unos cien metros de allí-. Las cosas de Steve están en la parte de atrás. -Cuando se detuvieron en el camino de la casa, Bridges miró al inspector y dijo-: Steve y yo somos los únicos que tenemos llaves.

– ¿Tiene eso importancia?

Bridges asintió y dijo:

– Mi abuelo no tiene ni idea de lo que hay ahí dentro.

– Si son drogas, lo tiene negro -repuso Galbraith fríamente mientras abría la puerta del coche-. Los meterán a todos en chirona, aunque sean ciegos y sordomudos.

– No son drogas. Nosotros nunca hemos traficado con drogas -dijo Bridges.

Galbraith sacudió la cabeza, incrédulo.

– Sin traficar no podría fumar todo lo que fuma -dijo con cinismo-. Un hábito como el suyo no se financia con el sueldo de maestro. -El garaje estaba separado de la casa unos veinte metros. Galbraith se quedó mirándolo un rato y luego miró hacia la calle y la esquina de Rope Walk-. ¿Quién viene más aquí, usted o Steve?

– Yo -respondió el joven-. Yo saco mi barca dos o tres veces por semana. Steve sólo lo utiliza como almacén.

Galbraith señaló el garaje y dijo:

– Usted primero.

Mientras iban hacia allí, Galbraith vio cómo se movían las cortinas de una ventana de la planta baja, y se preguntó si el abuelo Bridges ignoraba lo que pasaba en su garaje, como aseguraba Tony. Los viejos eran más curiosos que los jóvenes.

Esperó mientras el joven abría las puertas. La parte delantera estaba ocupada por un bote naranja de doce pies montado en un remolque, pero cuando Tony lo apartó, apareció un montón de productos importados claramente ilícitos: cajas de cartón con las palabras vin de table , packs de cerveza Stella Artois, y cartones de cigarrillos. Vaya vaya, pensó Galbraith. ¿De verdad pretendía Tony que se creyera que el contrabando era el peor delito que su amigo y él habían cometido? El suelo le interesaba más. Todavía había restos de humedad, como si lo hubieran limpiado con una manguera, y se preguntó qué sería lo que había desaparecido con el agua.

– ¿Qué se ha creído su amigo? -preguntó Galbraith-. Le va a costar convencer a los de aduanas de que esto es para su consumo personal.

– No hay para tanto -protestó Bridges-. Mire, en Dover hay gente que entra mucho más cada día en los ferrys. Se están haciendo de oro. Las leyes son estúpidas. Si el gobierno se niega a reducir los impuestos del alcohol y el tabaco al mismo nivel que el resto de Europa, es lógico que haya tipos como Steve que se dediquen al contrabando. Es lo más normal. Cualquiera que vaya en barco a Francia puede sentir la tentación.

– Sí, y cuando te pillan te meten en la cárcel. Así de sencillo -repuso Galbraith con sarcasmo-. ¿Quién le financia el negocio? ¿Usted?

Bridges negó con la cabeza.

– Tiene un contacto en Londres que le compra la mercancía.

– ¿Es a Londres adonde la lleva?

– Utiliza la furgoneta de un amigo suyo y la envía una vez cada dos meses.

Galbraith trazó una línea en el polvo acumulado en la tapa de una caja. Vio que la parte inferior de todas las cajas que estaban en contacto con el suelo tenían una marca dejada por el agua.

– ¿Cómo las lleva del barco a la orilla? -preguntó al tiempo que sacaba una botella de vino tinto y leía la etiqueta-. Supongo que no usará un bote, porque cualquiera podría ver lo que transporta.

– Mientras no parezca una caja de vino, no hay ningún problema.

– Entonces ¿qué tiene que parecer?

El joven se encogió de hombros y contestó:

– Cualquier cosa. Bolsas de basura, ropa sucia, edredones. Si mete unas cuantas botellas en unos calcetines para que no resuenen y luego las pone en su mochila, nadie se fija. La gente está acostumbrada a verlo cargar con cosas, porque ha trabajado mucho en ese barco. Otras veces amarra en un pontón y utiliza un carrito del puerto. La gente pone de todo en esos carritos después de un fin de semana en el mar. Si metes unos packs de Stella Artois en el fondo de un saco de dormir, ¿quién lo va a notar? Es más, ¿a quién le va a importar? Todo el mundo compra en los hipermercados franceses antes de volver a casa.

Galbraith contó las cajas de vino.

– Aquí hay unas seiscientas botellas de vino. Harding tardaría varias horas en trasladarlas, sin contar las cervezas y los cigarrillos. ¿Pretende que me crea que nadie se ha preguntado por qué su amigo se mata a hacer viajes en un bote con una mochila?

– No es así como Steve traslada la mercancía. Yo sólo quería explicarle que sacar cosas de un barco no es tan difícil como usted cree. Steve traslada las cajas de noche. En la costa hay cientos de sitios donde puedes desembarcar, siempre que haya alguien esperándote.

– ¿Usted, por ejemplo?

– A veces -admitió Bridges.

Galbraith se volvió y miró el bote en su remolque.

– ¿Sale usted en ese bote?

– A veces.

– Así que él lo llama con el móvil y le dice dónde tiene que estar a medianoche. Usted lleva el bote y la furgoneta y le ayuda a descargar.

– Más o menos. Generalmente quedamos a las tres de la madrugada, y somos dos o tres los que le esperamos, en diferentes puntos. Así él puede elegir el sitio que le queda más cerca.

– ¿Dónde? -preguntó Galbraith-. No me trago eso de que haya varios puntos de desembarco.

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