Ingram tardó diez minutos en desenterrar por completo la mochila y meterla en la bolsa de plástico. Era una mochila verde de acampada, muy resistente, con una cinta para la cintura y presillas en la base. Era vieja y estaba estropeada, y le habían quitado el armazón metálico, dejando trozos de lona deshilachada.
Carpenter ordenó a uno de los detectives que pusiera todos los objetos en bolsas de plástico, y al otro que anotara su descripción; luego se agachó junto a la mochila y desabrochó las hebillas con las manos enguantadas.
– Unos prismáticos de veinte por sesenta, con el nombre borrado, seguramente Optikon… -dictó-. Una botella de agua mineral Volvic… Tres paquetes de patatas fritas, Smith's… Una gorra de béisbol, de los Yankees… Una camisa a cuadros blancos y azules, de hombre, de River Island… Un par de botas de safari marrones, número siete.
Metió la mano en un bolsillo de la mochila y extrajo unas pieles de naranja, más paquetes de patatas vacíos, un paquete de cigarrillos Camel abierto con un encendedor dentro, y una pequeña cantidad de marihuana envuelta en plástico. Miró a los tres policías y dijo:
– ¿Qué les parece el lote? ¿Qué es eso tan incriminador que Harding no quería que Nick viera? ¿Qué opinan?
– La marihuana -dijo uno.
– Podría ser.
– Quién sabe -terció otro.
El comisario se levantó y dijo:
– Y usted, Nick, ¿qué opina?
– Creo que las botas son lo más interesante, señor.
Carpenter asintió y dijo:
– Son demasiado pequeñas para Harding, que debe de medir más de un metro ochenta, y demasiado grandes para Kate Sumner. ¿Para qué quería unas botas del número siete?
Nadie se atrevió a responder.
Galbraith iba hacia Lymington cuando Carpenter le llamó por teléfono para ordenarle que localizara a Tony Bridges y lo pusiera a caldo.
– Nos ha estado tomando el pelo, John -dijo; y le detalló el contenido de la mochila de Harding. Le explicó lo que se veía en la cinta de vídeo del francés y los mensajes que Ingram había encontrado en el buzón de voz-. Bridges ha de saber más de lo que nos ha contado, así que si es necesario deténgalo por complicidad. Averigüe por qué y cuándo planeaba Harding viajar a Francia, y si puede averigüe cuáles son sus tendencias sexuales. Todo esto es condenadamente raro, la verdad.
– ¿Qué pasa si no encuentro a Bridges?
– Hace dos o tres horas estaba en su casa, porque el último mensaje lo había dejado desde allí. No olvide que es maestro, así que no habrá ido a trabajar, a menos que tenga un empleo de verano. Campbell opina que habría que buscarlo en los pubs.
– Así lo haré.
– ¿Cómo le ha ido con Sumner?
– Se está viniendo abajo -dijo Galbraith-. Lo compadezco.
– Entonces ¿ya no está tan claro que sea culpable?
– Depende del punto de vista. Es evidente que Kate tenía una aventura, y que William lo sabía. Creo que él quería matarla… y que por eso se está viniendo abajo.
Afortunadamente para Galbraith, Tony Bridges no sólo estaba en su casa, sino que además estaba como una cuba. Cuando fue a abrir la puerta iba completamente desnudo. Galbraith no estaba seguro de poder «poner a caldo» a alguien en aquel estado, pero enseguida se repuso: al fin y al cabo, lo único que le importa a un policía es que el testigo diga la verdad.
– Ya le dije a ese mamón que irían por él -dijo Bridges desenfadadamente mientras guiaba al policía hasta el salón-. Con la pasma no se juega, hay que ser subnormal para hacerlo. Su problema es que no escucha los consejos, nunca hace caso de lo que le digo. Cree que yo me he vendido, y por eso mis opiniones ya no tienen valor.
– ¿Que se ha vendido? ¿A quién? -preguntó Galbraith mientras se sentaba en una butaca y recordaba los rumores de que a Harding le gustaba ir desnudo por su barco. Se preguntó si el nudismo se habría convertido en uno de los aspectos de la cultura juvenil, y esperó que no fuera así. No le gustaba imaginarse las celdas de la comisaría llenas de jovenzuelos con el torso sin vello y con acné en el trasero.
– Al sistema -dijo Bridges. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y cogió un porro medio consumido de un cenicero-. Tengo un empleo fijo, y un sueldo. -Dio una calada y preguntó-: ¿Quiere un poco?
Galbraith negó con la cabeza.
– ¿Qué clase de empleo? -Había leído todos los informes sobre Harding y sus amigos y sabía cuanto había que saber sobre Bridges, pero ahora no le interesaba demostrarlo.
– Soy maestro -dijo el joven encogiéndose de hombros. Estaba demasiado borracho, pensó Galbraith, para acordarse de que ya le había dado esa información a la policía-. Ya sé que el sueldo no es ninguna maravilla, pero las vacaciones son fabulosas. Y tiene que ser mejor que menear el culo delante de un fotógrafo de pacotilla. El problema de Steve es que no le gustan mucho los niños. Alguna vez tuvo que trabajar con críos, y se ponía histérico. -Se quedó callado, disfrutando del porro.
Galbraith compuso una expresión de sorpresa.
– Así que es maestro.
– Sí. -Bridges lo miró a través del humo-. Pero no se preocupe. Sólo fumo marihuana en mi tiempo libre, y no me interesa compartir este hábito con mis alumnos más de lo que al director de la escuela le interesa compartir su whisky.
La excusa era tan simplista y trillada que el inspector no pudo contener una sonrisa. Siempre había pensado que había mejores argumentos para la legalización de las drogas, pero al parecer, el consumidor medio o era demasiado corto o estaba demasiado atontado para presentarlos.
– De acuerdo -dijo levantando las manos-. Ese no es mi departamento, así que no necesito el discurso.
– Claro que lo necesita. Todos los policías son iguales.
– A mí me interesa más la afición de Steve a la pornografía. Intuyo que usted no la aprueba. ¿Me equivoco?
– Eso son guarradas. Yo soy maestro. No me gusta esa basura.
– ¿Qué clase de basura es? Descríbamela.
– ¿Qué quiere que le describa? Steve tiene un rabo como la torre Eiffel, y le gusta enseñarlo. -Se encogió de hombros-. Pero ése es su problema, no el mío.
– ¿Está seguro?
Bridges lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Qué significa eso?
– Nos han dicho que ustedes son inseparables.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– Los padres de Steve.
– Bah -dijo Bridges con desprecio-. Me pusieron la etiqueta de golfo hace diez años y desde entonces no han cambiado de opinión. Creen que soy una mala influencia para su hijo.
– ¿Y lo es?
– Digamos que mis padres consideran que Steve es una mala influencia para mí. Cuando éramos jóvenes nos metimos en algún que otro lío, pero eso es agua pasada.
– ¿Qué enseña usted? -preguntó Galbraith mientras echaba un vistazo al salón y se preguntaba cómo podía alguien vivir en aquel antro. Más aún, ¿cómo podía alguien tan repugnante mantener una relación sentimental estable? ¿Sería Bibi una fulana?
La descripción que Campbell había hecho del tinglado después de su entrevista del lunes con Bridges había sido concisa y expresiva. «Es un cacao -dijo-. Ese tipo está colgado, la casa apesta, sale con una golfa que tiene pinta de haberse acostado con todos los hombres de Lymington, y encima es maestro.»
– Química. -Sonrió al ver la expresión de Galbraith, sin interpretarla correctamente-. Y sí, sé sintetizar LSD. También sé cómo volar el palacio de Buckingham. La química puede ser muy útil. El problema… -se interrumpió para dar una calada al porro- es que los profesores de química son tan sosos que los chavales se hartan de la asignatura antes de llegar a los temas interesantes.
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